– ¿Con… criados? -preguntó.
– Un par de criados, casados. La señora, para la planta superior; y también precisaré una cocinera para la planta de abajo, por favor. No tengo intención de invitar y mis necesidades son muy sencillas.
– ¿Y su dama de compañía? -preguntó mientras tomaba notas.
– No tengo.
– Pero… ¡el señor Darcy…! -exclamó con gesto horrorizado.
– El señor Darcy no es dueño de mi destino -dijo la señorita Bennet, con la barbilla adelantada, con la boca formando una línea estrecha y con los ojos entrecerrados pero sin parecer en absoluto soñolienta-. Señor Wilde, durante mucho tiempo he sido una mujer aburrida, no quiero que me endosen a otra que me recuerde cómo era yo.
– ¡Pero usted no puedeviajar… desatendida! -protestó.
– ¿Por qué no? Me serviré de los servicios de las camareras y doncellas que haya en los distintos establecimientos donde me hospede.
– Va a provocar usted muchas murmuraciones… -dijo, como ultimo recurso.
– Me preocupan tan poco las murmuraciones como la banalidad, y he tenido suficiente de ambas durante demasiado tiempo. No soy una inútil, señor, aunque estoy segura de que usted, como el señor Darcy, considera inútiles a todas las mujeres. Si Dios me ha considerado apropiada para encargarme cumplir con su obra, entonces Dios será mi ayuda en todo, y desde luego podré sobrellevar los comentarios banales de las personas indignas y las impertinencias de los hombres.
Aterrorizado absolutamente ante aquella férrea voluntad y completamente incapaz de encontrar un argumento válido que pudiera apartar a la señorita Bennet del camino elegido, el señor Wilde se levantó, con una única idea en mente: escribir de inmediato al señor Darcy.
– Se hará todo como usted desea -dijo con una falsa sonrisa.
La señorita Bennet se levantó.
– ¡Excelente! Hágame llegar una nota a Shelby Manor cuando me haya encontrado una casa. Jenkins podrá trasladar las pocas cosas que tengo. Así tendrá algo que hacer, el pobre. Una vez que mi madre ha muerto, casi no tiene ninguna ocupación.
Y partió.
El señor Wilde regresó a la ventana a tiempo para ver cómo se metía en la calesa; su perfil a través del cristal era tan puro y tan delicado como el de una estatua griega. «¡Señor, qué mujer! Dejaría sin palabras al mismísimo Satanás. Entonces, ¿por qué me he enamorado de ella?», se preguntó el señor Wilde. «Porque he estado medio enamorado de su sola imagen durante años», se respondió, «y ahora, este único encuentro me asegura que es una mujer única. Las damas apropiadas son inevitablemente aburridas y, además, yo siento predilección por las mujeres jóvenes maduras… ¡Oh, me encanta!».
¡Oh, aquella mujer iba a volver loco a su marido! No resultaba extraño que el señor Darcy pareciera molesto cuando el abogado le sacó a colación el asunto de la señorita Mary Bennet y su pequeña fortuna. Desde luego, no era una fortuna suficientemente grande para formar una dote; era insuficiente, en realidad, para que una dama de posición pudiera sobrevivir sin ayuda. El señor Wilde se había enterado de que el señor Darcy pretendía llevársela a Pemberley, pero aquello no estaba evidentemente en los planes de la señorita. ¿Y cuál sería su plan, con aquel dinero, anulada su capacidad para generar más? Sin invertir, aquella cantidad no le alcanzaría hasta la vejez. La mejor opción para la señorita Bennet era el matrimonio, y el señor Wilde deseaba fervientemente convertirse en su marido, ¡y poco le importaba que pudiera volverlo loco! Era una mujer sin par… una mujer que pensaba por sí misma y no tenía miedo a decir lo que pensaba.
La calesa partió; apenas un minuto después vio a aquel hombre tan raro, que había estado apoyado contra un muro cercano, montado en su purasangre y cabalgando tras ella. Y no precisamente como un guardia o una escolta caballerosa, aunque de algún modo relacionado con ella; en todo caso, el señor Wilde sospechaba que la señorita Bennet no era consciente de que la estaban siguiendo.
Tenía que escribir al señor Darcy, e inmediatamente; suspirando, el señor Wilde se sentó. Pero antes de meter la pluma en el tintero, se animó un tanto: volvería a la ciudad para pasar el invierno… Ahora bien, ¿cómo entender el hecho de que no deseara estar con una dama de compañía? Los caballeros no la visitarían. Como hombre de recursos, el señor Wilde repasó mentalmente la lista de sus conocidos y llegó a la conclusión de que invitarían a la señorita Bennet a todo tipo de fiestas y convites. Unas amables reuniones en las que él podría mostrarse solícito con su peligrosa amada…
«Un joven agradable, este señor Robert Wilde, pero un poco tradicional»; tal fue el veredicto de Mary cuando la calesa comenzó a rodar. Seguro que era uno de los lacayos de Fitz, aunque no parecía demasiado servil. Le rugía el estómago; tenía hambre y le apetecía mucho más un téen lieu de una comida sólida. ¡Qué sencillo había sido todo! Autoridad, eso era todo lo que se precisaba para salir al mundo. ¡Y qué suerte había tenido al contar como ejemplo a aquel maestro del arte de mandar, Fitzwilliam Darcy! Se habla en un tono que no admite réplica y hasta los señores Wildes se desmoronan.
La idea debía de haber estado ahí desde hacía mucho tiempo, Pero Mary no había sentido su presencia hasta aquella conversación, esa misma mañana, en la biblioteca. «¿Qué demoniosquieres?», le había preguntado Fitz exasperado. Y en el preciso instante en que habló de la necesidad de un objetivo, o de tener algo útil que hacer, lo había sabido. Si los innumerables ojos de Argus podían ver cada pútrido rincón de Inglaterra, entonces los dos modestos ojos de su discípula Mary Bennet podían ser testigos de todas las perfidias sobre las que él había escrito tan brevemente, y podría dejarlo por escrito con mucha mayor amplitud que él. «Escribiré un libro», dijo, asintiendo con la cabeza; «pero no será una de esas novelas en tres volúmenes sobre chicas tontas aprisionadas en las mazmorras de un castillo. Escribiré un libro sobre las enfermedades purulentas que subyacen en cada rincón de Inglaterra: pobreza, trabajo infantil, sueldos de miseria…».
El paisaje se desplazaba veloz en el exterior, pero ella no lo veía; Mary Bennet estaba demasiado ocupada pensando. «Ellos nos preparan para bordar, para que peguemos recortes de dibujitos en cuadros o mesas, para que aporreemos un piano o para que pulsemos el arpa, para que derramemos acuarelas sobre desventurados papeles, para leer libros respetables (incluidas las novelas de tres volúmenes) y para ir a la iglesia. Y si nuestras circunstancias no nos permiten semejantes comodidades, fregamos, cocinamos, cargamos con el carbón o con la leña para la chimenea, con la esperanza de contar con las migajas de la mesa del señor para conseguir sobrevivir con pan y agua. Dios ha sido muy bueno al librarme de esos sufrimientos, pero Él no necesita ni mis tapetes para cubrir sillones ni mis cuadros horrorosos. Nosotras también somos criaturas suyas y, desde luego, en absoluto hemos sido creadas para tener hijos. Y si el matrimonio no es nuestro destino, entonces es que nuestro sino es algo bastante más importante…
»Es el hombre quien ordena y manda; es el hombre quien tiene una verdadera independencia. Ni siquiera el hombre más miserable y desgraciado tiene ni idea de cuán ingrata es la vida de una mujer. Bueno, yo tengo treinta y ocho años en mi balanza y me las he arreglado bastante bien con el encantador caballero de esta mañana. Voy a escribir un libro que le ponga los pelos de punta a Fitzwilliam Darcy, y mucho más que mi manera de cantar. Voy a demostrarle a ese insufrible ejemplo de hombre que la dependencia de su caridad es una maldición para mí».