»¿Piensas ir a Pemberley por Navidad o te vas a quedar en Oxford con tus mamotretos? ¿Cómo se encuentra ese tutor tuyo tan encantador, el señor Griffiths? Algo que me comentó tu madre me hizo pensar que es, más que un estricto supervisor, tu amigo. Y aunque yo sé que estás enamorado de Oxford, también pienso en tu madre. A ella le encantaría, de verdad, tenerte en Pemberley por Navidad.
»Escríbeme cuando tengas tiempo, y acuérdate de tomar ese tónico reconstituyente que te di. Una cucharada todas las mañanas. También, mi querido Charlie, estoy un poco aburrida de que te dirijas a mí como tía Mary. Ya tienes dieciocho años, y me parece un tanto desconsiderado por tu parte seguir insistiendo en mi soltería llamándome "tía". Soy tu amiga.
»Te quiere, Mary».
Estirándose, Mary elevó la pluma por encima de su cabeza; ¡oh, ahora se sentía mejor! Luego dobló la única hoja de la carta, con una letra apretadísima, de modo que sólo le quedaba un pequeño borde en blanco. Dejó caer en la mitad una mancha de brillante cera verde, con cuidado de no ennegrecerla con el humo de la vela. ¡Qué color más bonito el verde! Una ligera aplicación del sello de los Bennet antes de que la cera se solidificara y su carta ya estaba lista. «Que sea Charlie el primero en conocer tus planes. ¡No!, ¡más que eso, Mary!», le dijo una vocecilla en el interior de su cabeza. «Que sea Charlie el único en conocerlos».
Cuando la señora Jenkins entró en la salita, Mary le entregó la carta.
– Que Jenkins lleve esto a Hertford y lo deje en correos.
– ¿Hoy, señorita Mary? Se supone que tenía que arreglar la pocilga.
– Eso puede hacerlo mañana. Si vamos a tener una buena nevada, quiero que mi carta salga a tiempo.
Pero no fue Jenkins quien dejó su carta en la oficina de correos de Hertford. Refunfuñando ante la perspectiva de cumplir con aquel recado pesado y aburrido, Jenkins decidió detenerse en The Cat and Fiddle y echar un trago reconfortante para hacer frente a aquel frío. Allí descubrió que él no era el único cliente de la taberna; cómodamente instalado en el rincón de la chimenea había un individuo enorme, con los pies del tamaño de barcazas apoyados frente al fuego.
– Buenos días -dijo Jenkins, preguntándose quién sería.
– Nos dé Dios, señor. -Y bajó los pies-. Parece que viene el viento del norte… y yo diría que viene cargado de nieve.
– Bueno, no sé yo… -dijo Jenkins con una mueca de desagrado-. ¡Vaya día para tener que ir a Hertford…!
El dueño de la taberna apareció cuando oyó las voces, vio quién había llegado y mezcló un pequeño tazón de ron con agua caliente. «¿No le habré dicho demasiado a ese forastero…?», se preguntó el tabernero. Si Jenkins tenía que salir, lo primero que haría sería pasar por allí. Eso le había dicho. Cuando Jenkins cogió el tazón, el dueño le guiñó un ojo al forastero y supo que le pagarían una corona por una jarra de cerveza. «¡Qué tipo más raro éste…! Habla como un caballero».
– ¿Le importa si compartimos la chimenea? -preguntó Jenkins, y se acercó para sentarse junto al fuego.
– En absoluto. Yo también voy a Hertford -dijo el forastero, terminando su jarra de cerveza-. ¿Hay algo que pueda hacer por usted allí? Así se evitaría el viaje, ¿no?
– Llevo una carta a correos; ésa es la única razón de mi viaje. -Y sorbió fuerte por la nariz-. Las viejas y sus manías. Debería estar arreglando la pocilga… tranquilamente y cerca del fuego de la cocina.
– ¡Vaya a la pocilga, hombre! -dijo el forastero con buen ánimo-. No me supone ningún problema llevar su carta.
Seis peniques y la carta cambió de manos; Jenkins se acomodó para beber a sorbos su bebida caliente con lento placer mientras Ned Skinner se llevaba lejos su botín… concretamente, a la siguiente posada, donde había alquilado una habitación.
Sólo en la quietud de su estancia se atrevió a sacar la carta; se detuvo entonces en la brillante cera verde y su sello. «Dios todopoderoso, ¡verde!». ¿En qué estaba pensando la señorita Mary Bennet para usar cera verde? Rompió el sello muy cuidadosamente, desdobló la hoja y descubrió una escritura tan menuda que tuvo que acercarse a la ventana para leerla. Dejó escapar un resoplido de exasperación ante la carta… Ignoraba que no era el primer hombre en sufrir esa emoción respecto a la señorita Mary Bennet. Cogió una hoja de papel de la posada, se sentó a una mesa y comenzó a copiar la carta palabra por palabra. Con su caligrafía, tuvo que emplear tres cuartillas; Ned Skinner había recibido una buena educación. Finalmente, terminó. Retiró lo que quedaba de cera verde y arrugó el entrecejo cuando vio la barra roja de cera que había en aquella posada. ¡Bueno, no hay más remedio! Tendría que ser roja. Con la gota de cera en su, lugar, deslizó su propio sello sobre la cera de modo que fuera de todo punto imposible descubrir la identidad del remitente. «Sí, esto bastará», concluyó. El joven Charlie no se daría cuenta, a menos que sus ojos estuvieran imbuidos del espíritu de Homero [9].
Ned se detuvo en Hertford sólo lo suficiente como para entregar la carta en correos; luego se encorvó sobre la silla de montar de su caballo y se dirigió a Pemberley. «¡Por fin salgo de este liliputiense mundo del sur! Prefiero mil veces, Derbyshire», pensó. «Espacio para respirar». La nieve, más que caer, estaba comenzando a abatirse contra el mundo y amenazaba con ser aún peor, pero la fuerza deJúpiter contradecía lo que tenía delante, y el animal podía avanzar a grandes trancos, y mucho más, con Ned encima.
Como tenía poco que hacer y nada que ver, salvo nieve, Ned comenzó a pensar en sus cosas. Una mujer interesante, aquella señorita Mary Bennet. Tan parecida a Elizabeth como dos gotas de agua, pero, por lo que ahora sabía, no tenía precisamente el cerebro aguado. Excéntrica y confusa, sí, ¿pero qué otra cosa podía ser, dadas las circunstancias de su vida? Ingenua, ésa era la palabra exacta que le convenía a aquella mujer. Como una niña a la que dejan sola en medio de una habitación construida con el cristal más fino. ¿No acabaría rompiéndolo todo en mil pedazos si no hay nadie que se lo impida? Si hubiera elegido Londres para dar comienzo a su cruzada, todo habría ido bien. Pero el norte era un lugar peligroso, demasiado cerca de casa y demasiado incómodo para Fitz. Y el problema con la ingenuidad unida a la inteligencia es que podía transformarse muy fácilmente en astucia mundana. ¿Sería Mary Bennet capaz de dar ese giro? «Yo no apostaría todo lo que tengo contra esa posibilidad», pensó Ned. Algunas cosas de las que le decía al niño bonito de su sobrino en su carta no eran tan preocupantes como molestas; eso significaba que tendría que tenerla vigilada sin que ella supiera que estaba siendo vigilada. «Aunque eso no será hasta mayo», pensó, inspirando una bocanada de aire con alivio.
Por supuesto, el escaso valor de las molestias que le causaba Mary Bennet no podía mantener su mente ocupada durante mucho tiempo; ajustándose la bufanda para cubrir la parte baja de su rostro tanto como le fuera posible, su mente viajó a otra ensoñación mucho más agradable, una que siempre conseguía que el viaje más largo y pesado se convirtiera en un instante: en su imaginación pudo ver claramente a aquel pequeño que apenas gateaba; estaba llorando y unos brazos fuertes y jóvenes lo cogían de repente; lo abrazaban fuerte contra un cuello que olía a jabón húmedo y sentía que todos los miedos se disipaban.
La nieve había aislado Oxford y no se podía viajar al norte; Charlie no podía volver a casa por Navidad, aunque hubiera querido. Pero lo cierto era que no quería. Por mucho que adorara a su madre, su precoz madurez había conseguido que cada vez soportara menos a su padre. Por supuesto, sabía que él era la principal razón de disgustos de su padre, pero no podía hacer nada al respecto. En Oxford se encontraba a salvo. «Sin embargo», se preguntó mientras observaba los remolinos de nieve azotando los muros, «¿cómo puedo ponerme en el lugar de mi padre? No soy ministro de la Corona, no me interesa mucho la política, no soy un terrateniente que pretenda defender sus derechos, no soy un poder con el que nadie vaya a contar. Todo lo que pretendo es llevar la vida de un profesor, ser una autoridad en algunos de los aspectos más oscuros de los poetas épicos griegos o de los primeros dramaturgos latinos. Mamá me entiende. Mi padre jamás me entenderá».