– Oh, daré mi veredicto con mucho gusto, Fitz, pero el hombre que te lo trae conoce mucho mejor que yo las maltas de las Highlands. -Despojado de la capa, del bastón, del sombrero y los guantes, el señor Angus Sinclair, en la intimidad de su biblioteca conocido como Argus, acompañó a su anfitrión a lo largo del enorme vestíbulo de Darcy House, donde reverberaban los ecos de sus pasos-. Vas a intentarlo otra vez, ¿eh? -preguntó.
– ¿Tendría éxito si lo intento?
– No. Eso es lo mejor de ser escocés. Yo no necesito tu influencia, ni en los tribunales ni en la City, y mucho menos en el Parlamento. Mi pequeña aventurilla periodística no es más que un entretenimiento… los peniques salen del carbón y del hierro de Glasgow, como bien sabes. Obtengo un gran placer siendo una espina en la zarpa de este león gordo y conservador que constituís lostories de Inglaterra. Deberías ir a visitar el otro lado de la frontera del norte, Fitz.
– Puedo tolerar tu periódico semanal, Angus. Es Argus el que resulta de una incomodidad dañina -dijo Fitz, conduciendo a su invitado al pequeño salón, reluciente en tonos rojos y dorados.
Sin duda, habría continuado con aquel tema, pero tuvo que detenerse porque su encantadora esposa se dirigía hacia ellos con una brillante sonrisa. Ella y el señor Sinclair se caían bien.
– ¡Angus!
– Cada vez que te veo, Elizabeth, tu belleza me asombra -dijo, y le besó la mano.
– ¿Ya te estaba molestando otra vez Fitz por lo de Argus?
– Inevitablemente -dijo Darcy, un tanto herido en su orgullo por cómo había utilizado su mujer la palabra «molestar». Demasiado directa la palabra.
– ¿Quién es?
– En esta vida, no lo sé. Sus cartas llegan por correo. Pero en su forma original, en su encarnación mítica, Argos o Argus era un monstruo fabuloso con muchos ojos. Estoy seguro de que ésa es la razón por la que ese individuo anónimo escogió su seudónimo. Los ojos de Argus lo ven todo [10].
– Seguro que sabes quién es -dijo Fitz.
– No, no lo sé.
– Oh, Fitz, vamos, deja tranquilo a Angus -dijo Elizabeth con gesto divertido.
– ¿Es que estoy resultando demasiado molesto? -preguntó Fitz, con un ligero tono mordaz en su voz.
– Sí, mi amor, lo estás siendo.
– Entendido. Prueba el whisky, Angus -dijo Fitz con una sonrisa forzada, sosteniendo un vaso.
«Oh, vaya…», pensó Angus, tragando una bebida que detestaba. «Elizabeth va a embarcarse otra vez en otro de esos "vamos a reírnos amablemente de Fitz", y él, que odia ese tipo de escenas, se pondrá más rígido que cualquier herramienta de hierro que jamás se haya forjado al fuego. ¿Por qué no se dará cuenta Elizabeth de que sus bromas no son tan leves como cree? Especialmente, considerando el objeto de sus burlas, que es bastante más susceptible de lo que él deja ver».
– ¡No digas que te gusta, Angus! -dijo ella con una risa.
– Pero me gusta. Muy suave -mintió Angus con valor.
Una contestación que apaciguó a Fitz, pero que no consiguió el beneplácito de la anfitriona: ella esperaba que la apoyara.
Era una cena privada; no esperaban a nadie más, así que los tres se sentaron en un extremo de una pequeña mesa en el salón comedor, para dar cuenta de un menú de cinco platos al cual ninguno de ellos prestó mucha atención.
– Yo publico las cartas de Argus, Fitz -dijo Angus cuando se retiraron los platos del asado y trajeron el postre desyllabub de crema-; y las publico porque estoy muy harto de este derroche. -su mano enojada barrió el aire sobre la mesa-. Es de rigeur servirme una cena pantagruélica, aunque no lo necesite y no coma sino una pizca mínima de ella. Aunque, desde luego, a vosotros no os obliga a grandes sacrificios. Todos nosotros habríamos quedado satisfechos con una rebanada de pan, un poco de mantequilla, un poco de jamón, un poco de queso y una manzana. Tus criados y todos sus familiares engordan con tus sobras… y también, probablemente, los cuervos de los jardines de la plaza.
Incluso sabiendo que Fitz detestaba las demostraciones de gestos excesivos, Elizabeth no pudo evitar estallar en carcajadas.
– ¿Sabes, Angus? Tú y mi hermana Mary podríais haceros famosos juntos. Ése es exactamente el tipo de observación que suele hacer y que consigue que la gente dé un paso atrás, pero tú lo dices sin importarte lo que pensemos, como ella.
– ¿Con quién está casada?
– Con nadie. Mary no está casada.
– ¡Una solterona enamorada de Argus! -resopló Fitz.
Sorprendida, la mirada de Elizabeth se volvió hacia el rostro de su marido.
– ¿Y cómo sabes tú eso? -preguntó-. Yo desde luego no lo sabía.
Se había tomado la precaución de decirlo suavemente, casi en tono de broma, pero él ni siquiera la miró, y su rostro se había tornado completamente impasible.
– Lo sé por Mary, naturalmente.
– ¿Y vive en Londres? -preguntó Angus, tomando nota con sus perspicaces ojos azules de la repentina tensión que crecía entre ellos.
– No, en Hertford -dijo Elizabeth, levantándose-. Os dejaré con el oporto y el tabaco, pero os ruego que no os demoréis mucho. El café se servirá en el salón.
– ¡Qué suerte tienes con tu mujer, Fitz! -dijo Angus, aceptando un oporto-. Es la criatura más animada y hermosa que conozco…
Fitz sonrió.
– Sí, claro. En todo caso, hay otras damas que son igual de cautivadoras. ¿Por qué no te casas con una de ellas? ¿Cuántos años tienes…? ¿Cuarenta? Y soltero. Se dice que eres el soltero más codiciado.
– Lamento disentir en la cuestión de las damas. Elizabeth es única. -Angus aspiró una bocanada de su finísimo cigarro-. ¿La hermana soltera es como ella? Si es como ella, podría intentar probar suerte… Pero lo dudo; si fuera como Elizabeth, no sería soltera.
– Se le pidió que cuidara de su madre -dijo Fitz con una mueca de enojo-. Mary Bennet es una idiota; siempre anda citando los pensamientos de esos mártires cristianos. Aunque tras las plegarias de los últimos años ha encontrado un nuevo dios al que adorar: Argus. -Darcy apoyó los dos codos en la mesa y entrelazó las manos frente a él; una costumbre que conseguía que los demás pensaran que estaba relajado y que nada le preocupaba-. Lo cual me conduce de nuevo a ese enojoso asunto. Angus, no voy a consentir que se sigan publicando las patéticas bobadas de ese individuo.
– Si de verdad fueran sólo patéticas, Fitz, no estarías ni la mitad de enfadado de lo que estás. No te estarás quemando en Londres, ¿o sí? Londres siempre ha sido un lugar muy duro, y siempre será muy duro. No, tú temes alguna revolución en el norte… ¿tan lejos alcanzan tus intereses?
– ¡No me ocupo en asuntos que están por debajo de los intereses de un Darcy!
Angus rugió con una carcajada, sin sentirse ofendido.
– ¡Dios mío, qué esnob eres…!
– Diría, más bien, que soy un caballero.
– Pues claro, una maravillosa ocupación. -Angus se apoyó en el respaldo de su silla mientras las cien velas de un candelabro sobrecargado parecían incendiar su pelo plateado. Las arrugas de sus enjutas mejillas se hacían más profundas cuando sonreía; así parecía aún más pícaro. Y así era exactamente como se sentía esa noche, más intrigado que nunca por los misterios de Fitzwilliam Darcy. Había corrientes subterráneas que no había sospechado… ¿era ésa quizá la causa de que Elizabeth hubiera hecho aquel rarísimo viaje al sur? La mayoría de las veces la había visto en Pemberley, durante esas largas estancias que a Fitz le gustaba organizar en casa; a pesar de toda su belleza, a Elizabeth no le gustaban en exceso los antros de libertinaje de la sociedad londinense. Había ido a Londres sólo porque se había celebrado una recepción real y Angus se tuvo por afortunado porque la curiosa fijación de Fitz por Argus le había permitido, por ejemplo, aquella cena íntima de los tres.
[10] Argos (Argus es la versión latina del nombre) era una divinidad -quizá hijo del mismo Zeus- que tenía infinidad de ojos, aunque algunas tradiciones dicen que tenía uno solo, con el que podía verlo todo, o bien cuatro: dos delante y dos detrás. Protagonizó numerosas gestas míticas, pero murió a manos de Hermes o, tal vez, a manos de su propio padre. Agradecida por los muchos servicios que le había prestado, Hera imitó todos los ojos de Argos en el plumaje del pavo real, que es el animal consagrado a la diosa.