– No está bueno -dijo, apartando lo que le quedaba de oporto-. Argus tendrá su foro para el debate mientras yo sea dueño delWestminster Chronicle… y tú no tienes suficiente dinero para comprarme. Necesitarías todo el dinero de un Creso [11].
– Qué cena tan agradable -le dijo Elizabeth a su marido después de que su único invitado se hubiera despedido. Comenzó a subir los peldaños de la izquierda de la escalinata que se elevaba a partir de un espléndido rellano que se encontraba a medio camino. Fitz iba a su lado, ayudándola con la cola del vestido.
– Sí, desde luego… Aunque un tanto frustrante. No consigo meterle en la cabeza a Angus que ese Argus y los que son como él pueden hundirnos. Desde que los colonos americanos comenzaron a parlotear a propósito de la democracia y los franceses empezaron a cortarles la cabeza a sus nobles, las clases bajas no han hecho otra cosa que organizar algaradas y rebeliones. Incluso aquí, en Inglaterra.
– Una nación de tenderos, eso es lo que dijo Bonaparte de nosotros.
– Bonaparte ya no es nadie. Sir Rupert Lavenham me dijo que su gran ejército ha sido derrotado en las nieves de Rusia. Cientos de miles de soldados franceses se han congelado hasta morir. Y él los ha abandonado a su suerte… ¿puedes creértelo, Elizabeth? Ese hombre es un advenedizo, y mira para qué.
– Para nada en absoluto -dijo Elizabeth conforme a lo que se esperaba de ella-. A propósito, Fitz, ¿cuándo te dijo Mary que estaba enamorada de Argus?
– Cuando estuve con ella en la biblioteca, la mañana que nos vinimos. Nosotros… eeh… bueno, tuvimos una pequeña desavenencia.
Llegaron a la puerta de Elizabeth; ella se detuvo, con la mano en el picaporte.
– ¿Por qué no me cuentas esas cosas?
– No son asunto tuyo.
– Sí, son asunto mío, ¡especialmente porque se trata de mi hermana! ¿Qué clase de «desavenencia» tuvisteis? ¿Es por eso por lo que ahora está viviendo en Hertford? ¿Le sugeriste que no sería bienvenida en Pemberley?
El disgusto que sintió Darcy al verse de aquel modo censurado le obligó a responder de modo airado.
– ¡Lo que ocurrió en realidad fue que tu hermana rechazó absolutamente venir a Pemberley! ¡Ni siquiera quiso una dama de compañía! ¡Vivir soltera sin dama de compañía…! ¡Es el colmo de la desvergüenza! ¡Y en Hertford, a la vista de todo el mundo que la conoce desde hace años! ¡Yo me lavo las manos si quiere desperdiciar su provisión en alguna tontería que las cartas de ese loco de Argus le hayan metido en la cabeza!
– Una provisión no especialmente generosa, por cierto -contestó Elizabeth, con los ojos lanzando destellos-. ¡Sé que nuestro cuñado Charles contribuyó con la mitad, así que Mary te ha costado al año menos de lo que te cuesta mantener los caballos de tu tílburi! Y no me refiero a los bayos y a los grises, ¡me refiero sólo a uno de ellos! ¡Doscientas cincuenta libras al año! Eso es lo mismo que le pagas a tu criado, y a tu maestro de cuadras le pagas aún más. Cuando es para ti, Fitz, gastas lo que sea necesario. Pero no te has gastado nada en mi pobre hermana… literal y metafóricamente: mipobre hermana.
– A mí no me crece el dinero en las manos -dijo Darcy con rigidez-. Mary es tu hermana, no mía.
– Si no te crece el dinero en las manos, ¿cómo es que te lo gastas en perifollos como collares de esmeraldas? Yo nunca te he pedido joyas, pero Mary necesita más seguridad de la que le has dado. Vende estas esmeraldas de mi collar y dale el dinero a Mary. Después de diecisiete años, no tendrá más que nueve mil quinientas libras. Si prefiere vivir por su cuenta, no podrá permitirse ni un carruaje, ni hacer otra cosa que no sea vivir de alquiler. ¿Y esperas que pague a una dama de compañía? ¡Obviamente! ¡Eres unroñoso!
Tener que oír que su mujer lo consideraba un roñoso le produjo una extraña irritación; los labios se tensaron hasta mostrar los dientes desnudos.
– No voy a tener en cuenta lo que dices, Elizabeth, porque hablas desde la ignorancia. La estúpida de tu hermana ha retirado su dinero de unos fondos al cuatro por ciento, así que ahora no tendrá renta alguna. Si yo le hubiera procurado una asignación mayor, ella simplemente tendría más dinero para gastar.Su hermana, señora mía, está loca.
Respirando con dificultad, Elizabeth luchó por mantener el control; si lo perdía, su marido despreciaría su furia y la tendría en menos de lo que realmente era.
– Oh, Fitz, ¿por qué no tienes compasión? -exclamó-. Mary es la criatura más inofensiva que ha nacido en este mundo. ¿Qué puede importar si… si le da por vivir de un modo raro? ¿Qué importa que no quiera una dama de compañía? Fue tu decisión de librarte de nuestra madre lo que ha hecho que Mary se haya convertido en lo que es. ¿Y cómo ibas a saber qué querría hacer la pobre una vez que mi madre muriera? No intuiste nada, simplemente asumiste que mi hermana continuaría siendo lo que había sido cuando era una muchacha, y pretendisteengañarla ofreciéndole una vida cómoda y aburrida en su edad madura, igual que la que le concediste a nuestra madre. ¿Por qué hiciste eso con nuestra madre, entonces? Porque si no confinabas a mi madre, sería demasiado peligrosa… podría asistir a una importante recepción política y convertirte en el hazmerreír de la reunión con sus bobadas y con sus observaciones tontas proferidas a gritos. ¡Ahora lo que haces es suponer que Mary tendrá la misma conducta que mi madre! ¡Es imperdonable!
– Ya veo que estuve acertado no contándote lo que sucedió.
– No contármelo fue una inconcebible falta de tacto.
– Buenas noches -dijo Darcy, con una leve reverencia.
Y bajó hasta el vestíbulo en sombras, su silueta se recortaba tan rígida y bien proporcionada como veinte años atrás.
– ¡Y no me escribas una de esas cartas llenas de excusas y de lamentaciones! -gritó Elizabeth cuando su marido desapareció-. ¡La quemaré sin leerla!
Temblando, avanzó por sus dependencias y habitaciones, y se alegró profundamente de haberle dicho a Hoskins que no la esperara levantada. ¡Cómo se atrevía! ¡Oh, cómo se atrevía!
Nunca discutían; él era demasiado orgulloso, y ella siempre prefería la paz a cualquier precio. Aquella noche había sido la primera vez que habían intercambiado palabras hirientes después de muchos años. «Quizá», pensó Elizabeth, apretando fuerte los dientes, «habríamos sido más felices si hubiéramos discutido más». Sin embargo, aunque hubiera estado muy enfadado aquella noche, Fitzwilliam Darcy no se rebajaría ni un milímetro más de lo que consideraba propio de la conducta de un caballero. No gritaría, aunque ella hubiera gritado; no apretaría las manos ni levantaría el puño, aunque su mujer lo hubiera hecho. Sufaçade era inquebrantable, aunque todo lo sucedido hubiera estado a punto de resquebrajar a su esposa. ¿Aquel matrimonio satisfacía las ideas de matrimonio que tenía Darcy? Y, por parte de Elizabeth, ¿es que alguna vez imaginó la pesadilla en la que se convertiría su matrimonio?
Lo que revivía una y otra vez en su memoria era aquel tiempo de noviazgo. ¡Oh, el modo en que la había mirado entonces…! Sus ojos gélidos, iluminados y brillantes, su mano buscando una excusa para rozarla, sus dulces besos en los labios, la seguridad con que el joven Darcy afirmaba que ella era más preciosa para él que todo lo que había en Pemberley. Siempre vivirían en un halo de perfecta bendición… o así lo había creído Elizabeth.
Aquella creencia se había hecho añicos la misma noche de bodas: fue una humillación que sólo soportó porque así lo había ordenado Dios con el fin de procrear. ¿Y Jane? ¿Habría sentido lo mismo? No lo sabía, y no podía preguntarlo. Aquellas intimidades de alcoba eran demasiado privadas para disfrazarlas de confidencias, incluso aunque fuera con la hermana más querida.