Cuando Mary Bennet supo que el señor Angus Sinclair era el editor de Argus, se le iluminaron los ojos como un candelabro de la casa de Darcy.
– ¡Oh, señor…! -exclamó, adelantándose hasta colocarse de espaldas al señor Wilde, excluyéndolo así de la conversación-. ¡No me siento capaz de encontrar palabras de encomio y agradecimiento suficientes para agradecerle que sea el editor de alguien como Argus! ¡Si supiera qué emociones despiertan en mí sus artículos! -Un resplandor brilló en el interior de aquellos ojos asombrosos; la señorita Bennet estaba a punto de hacer preguntas que las damas solteras no deben plantear en sus primeros encuentros con un caballero, o eso se supone-. ¿Cómo es? ¿A quién se parece? ¿Tiene una voz profunda? ¿Está casado?
– ¿Cómo se lo imagina usted, señorita Bennet? -le preguntó.
La pregunta la dejó un tanto confusa, especialmente porque ella había acudido al concierto sin esperar encontrarse con otra cosa que no fuera música para pasar el tiempo. ¡Pero conocer al editor de Argus…! Con mil ideas bullendo en su cabeza, Mary luchó por mantener la compostura. Difícilmente podría haberse imaginado que se encontraría al propietario delWestminsterChronicle y que le haría preguntas, así que… ¿cómo iba a encontrar palabras para describir al dios Argus?
– Lo veo como… como un hombre fuerte y comprometido, señor -dijo la señorita Bennet.
– ¿Y guapo? -preguntó Angus maliciosamente.
Ella se quedó helada al instante.
– Comienzo a creer, señor Sinclair, que se está usted burlando de mí. Supongo que como estoy soltera y tengo ya cierta edad, siente lástima de mí y se entretiene divirtiéndose conmigo.
– ¡No, no…! -exclamó el señor Sinclair, horrorizado ante aquella respuesta tan airada-. Sólo pretendía alargar nuestra conversación, pues me pareció que el momento de contestar a sus primeras preguntas ya había pasado, señorita Bennet.
– Entonces, acabemos de una vez, señor. ¡Respóndame!
– No tengo absolutamente ni la menor idea de cómo puede ser Argus ni literal ni metafóricamente. Sus artículos llegan por correo.
– ¿Y tiene usted alguna idea de dónde vive?
– No. Nunca hay señal alguna en el exterior de los sobres, y ningún tipo de remite ni dirección.
– Ya. Gracias. -Y le volvió la espalda para hablar con el señor Wilde.
Apenadísimo, Angus regresó a su habitación en The Blue Boar, discutió con Stubbs y se sentó para planear cómo podía conseguir hacerse amigo de la señorita Mary Bennet. ¡Una criatura absolutamente arrebatadora! ¿Dónde demonios habría conseguido aquella ropa espantosa? ¿Cómo podía mancillar aquella piel de alabastro de su grácil cuello con aquella burda tela de sarga? ¿Cómo podía embutir su celestial cabello en aquel sombrerillo negro? Si Angus hubiera soñado alguna vez con una mujer que pudiera ser su esposa -y no había soñado nunca con nadie así-, habría estipulado los mínimos de belleza y dignidad, desde luego, pero también la capacidad para mostrarse educada en cualquier situación. En otras palabras, habría exigido en la mujer el don de la conversación educada, la habilidad para mostrar una expresión de interés, aunque el interlocutor, la ocasión y el asunto resultaran espantosamente aburridos. Los hombres de cierta posición precisan mujeres de ese tipo. Y sin embargo, su Mary -¿cómo era posible que pensara de ese modo tan posesivo después de un encuentro tan corto y desastroso?-, su Mary era una completa inútil desde el punto de vista social, o eso sospechaba. Desde luego, era hermosa, pero nada más. Incluso la señorita Delphinia Botolph, que probablemente algún lejano día cumplió los sesenta, se había mostrado interesada y había sonreído cuando le presentaron a un soltero tan apreciable como el señor Angus Sinclair. Por el contrario, la señorita Mary Bennet le había vuelto la espalda sólo porque Angus no podía dar pábulo a su frenético fervor por un fantasma que solo vivía en la imaginación: Argus.
Comenzó a preparar un plan. Antes de nada: ¿cómo podía conseguir encontrarse con Mary… y no sólo una vez, sino muchas veces? En segundo lugar, ¿cómo impresionarla con sus innegables encantos? Tercero, ¿cómo conseguir que se enamorara de él? Enamorado al fin, descubrió con horror que determinadas cosas, como la incompetencia social, no le importaban nada. Una vez que hubiera caído en su trampa, no tendría más remedio que calificar a la señora de Angus Sinclair como una excéntrica. Ésa era la mejor cualidad de los ingleses, pensó: «Tienen debilidad por los excéntricos. En Escocia no somos así. Estoy condenado a vivir el resto de mis días entre estossassenachs» [12].
Angus Sinclair había emprendido diez años antes su viaje al sur, desde su West Lothian natal a Londres. El carbón y el hierro de Glasgow habían formado parte de las labores de su familia durante dos generaciones, pero, para un escocés tan puritano y tan racional como su padre, la riqueza no era excusa para entregarse a la ociosidad. Recién licenciado en la Universidad de Edimburgo, a Angus se le instó a que hiciera algo para ganarse la vida. Eligió el periodismo; le gustaba la idea de que le pagaran por entretenerse, pues le apasionaba escribir y le encantaba fisgonear en las vidas ajenas. En el plazo de un año, ya era un maestro del libelo y el panfleto; tan aplicado fue en su profesión que pocos, incluso entre sus amigos más íntimos, tenían idea de quién era el que firmaba aquellos maliciosos artículos. Lo que había hecho exactamente era prepararse para ser Argus, puesto que su trabajo le había permitido conocerlo todo: asesinatos en una fábrica, fraudes en los círculos del Gobierno y los ayuntamientos, robos, amotinamientos y algaradas. Conocía todos los aspectos de la vida, incluidas las míseras existencias de los pobres, de los desempleados y de los que ya no podían trabajar. En algunas ocasiones cruzó la frontera del sur, en los territorios de lossassenachs norteños, y aquello le enseñó que poco importaba dónde pudiera ir o vivir, porque todo nacía y partía de Londres.
Cuando su padre murió, y de eso hacía ya diez años, se le abrieron todas las puertas. Dejó que su hermano menor, Alastair, se ocupara del negocio familiar, y Angus emigró al sur, avalado por la enorme herencia de la primogenitura, y con la seguridad de que las rentas de los negocios mantendrían sus bolsillos llenos. Compró entonces una casa en Londres, en Grosvenor Square, y se dedicó a frecuentar el Poder. Aunque no guardaba en secreto la procedencia de su dinero, descubrió que aquello realmente importaba poco, porque la fuente de su riqueza, por decirlo así, estaba en un país extranjero. Pero no pudo abandonar el periodismo. Sabedor de que no existía ningún periódico dedicado enteramente a las actividades del Parlamento, fundó el Westminster Chronicle y llenó el hueco. Dada la somnolencia habitual del Parlamento y su propia negativa a publicar con más frecuencia de la estrictamente necesaria, consideró que sería suficiente una edición semanal. Hacerlo diariamente significaría que pronto sus contenidos se tornarían prolijos y espurios. Sus espías se habían infiltrado en todos los ministerios gubernamentales, desde el Ministerio del Interior a Asuntos Exteriores, y tanto la Marina como el Ejército garantizaban que habría suficiente carnaza para las voraces fauces de su periódico. Naturalmente, tenía empleados a media docena de periodistas, pero nada de lo que éstos escribían escapaba a su escrutinio personal. Aun así, gozaba de cierto tiempo libre. Y de ahí que naciera, un año antes, Argus.
Oh, había tenido un buen número de relaciones amorosas a lo largo de los años, pero ninguna había dejado huella en su corazón. Con las hijas del Poder sólo podía haber ciertos flirteos, pero la natural perspicacia de Angus y sus considerables habilidades sociales lo habían mantenido apartado de las peligrosas garras de las muchas señoritas de alta cuna que sucumbían a sus encantos… y a su dinero. El modo más fácil de sobrellevar sus urgencias más elementales fue disponer de amantes, aunque tenía mucho cuidado de no escoger a damas casadas de la alta sociedad para ese papel; prefería coristas. Ninguna de aquellas experiencias le habían infundido un gran respeto por el sexo femenino; Angus Sinclair estaba convencido de que las mujeres eran depredadoras, superficiales, escasamente educadas y, después de unos cuantos meses, espantosamente aburridas.