Sólo Elizabeth Darcy le había cautivado, pero a cierta distancia. Porque, en primer término, ella era incapaz de ver más allá de Fitz y, por otra parte, tras sus encantos se escondía el temperamento de una criatura dócil y maternal. Elizabeth era como el descanso del guerrero, y Angus no creía que una mujer de ese tipo pudiera conseguir que el matrimonio le siguiera interesando durante la segunda mitad de su vida.
Ahora bien, descubrir que la mujer de su corazón se había enamorado perdidamente de su creación fue un golpe tan irónico como frustrante. Angus sabía que no podía ser tan tonto como para confesar su identidad, pues ella inmediatamente lo tacharía de diletante. Él no practicaba lo que predicaba y no tenía intención de hacerlo, ni siquiera por aquella nueva y dolorosa emoción, el amor. Apasionada en su frenesí, Mary había valorado a Argus por lo que aparentaba. Así que había que mantener las apariencias.
De todos modos, lo mejor sería tender algunos puentes para poder pasar por ellos; lo primero que debía hacer era intentar conocer a su Mary, y conseguir gustarle y que confiara en él. «¡Qué hipócrita eres, Angus / Argus!».
A la mañana siguiente, la mediana de las Bennet recibió una nota de parte del señor Sinclair en la que le preguntaba si querría dar un paseo con él. Estaba convencido de que dicha actividad no ofendería su sensibilidad. Un caballero acompañando a una dama por las calles de Hertford, en público, era una estampa irreprochable.
Mary leyó aquella nota y llegó a la misma conclusión. Sus planes para su misión de escribir un libro de investigación eran tan firmes como pudieran imaginarse y el invierno hacía ya mucho que había comenzado a hacerse insufrible, a pesar de los esfuerzos de personas como el señor Robert Wilde, lady Appleby, la señora McLeod, la señorita Botolph y la señora Markham. «¿Cómo puede vivir una persona en este estado de inutilidad?», se preguntaba. «Conciertos, fiestas, bailes, recepciones, bodas, bautizos, paseos, funerales, viajes de placer, meriendas campestres, visitas reiteradas a las tiendas, veladas con piano y lecturas… Todo está pensado únicamente para llenar los inmensos vacíos que hay en las vidas de las mujeres». El señor Wilde tenía su bufete de abogados, las mujeres casadas tenían a sus maridos, sus hijos y sus crisis domésticas, pero como la señorita Botolph, vivían en aquel nuevo mundo a la moda: un vacío absoluto. Un corto invierno había sido suficiente para comprender que el objetivo que anhelaba era vital para su bienestar.
Así que, tras recibir la nota de Angus, se reunió con él en la calle principal dispuesta a averiguar algo más sobre él, ya que no podía saber nada más de Argus. Después de todo, ¡aquel hombre era el que publicaba a Argus! El señor Sinclair era bien parecido, de aire muy respetable, y una oferta nada despreciable como compañía para pasear, comparada con las que había tenido hasta entonces. Sus cabellos, decidió mientras intercambiaban reverencias de saludo, era como el pelaje de un gato, lustroso y brillante, y algo había en sus facciones que le resultaba muy atractivo. Y no fue desagradable descubrir que, a pesar de lo alta que era, él era aún mucho más alto. Si había un fallo destacable en el señor Wilde, era que ella y el abogado siempre estaban al mismo nivel. A la señorita Bennet le gustaba la sensación de que la miraran desde arriba, una perturbadora faceta de feminidad elemental que inmediatamente borró de su pensamiento.
– ¿Por dónde le gustaría ir? -le preguntó el escocés mientras le ofrecía el brazo.
Ella lo rechazó con una especie de suspiro.
– No soy tan vieja, señor -dijo, empezando a caminar por su cuenta-. Vayamos por aquí; es el camino más corto hacia el campo.
– ¿Le gusta el campo? -le preguntó Angus, alcanzándola.
– Sí, las bellezas de la Naturaleza no se han destruido con el batiburrillo urbano y sin gusto de los hombres.
– Ah, claro.
Sinclair se percató de que la idea de un corto paseo, para aquella mujer, significaba recorrer una distancia de más de una milla; debajo de aquel espantoso vestido debían avanzar dos poderosas piernas. Pero al final de aquel corto paseo los campos comenzaron a abrirse ante ellos y el paso se ralentizó al tiempo que Mary se deleitaba con los paisajes.
– Supongo que el señor Wilde le habrá informado de mis planes -dijo la mediana de las Bennet, saltando con ligereza los escalones de piedra que sirven para salvar los cercados.
– ¿Planes?
– Investigar los males de Inglaterra. Comenzaré a principios de mayo. ¡Qué raro que el señor Wilde no se lo mencionara…!
– Es un objetivo ambicioso e inusual. Cuénteme algo más.
Y, encantada con aquellos ojos azul marino de su acompañante, Mary le dijo que intentaría explicárselo. Él escuchó sin mostrar desaprobación; bien al contrario, parecía de acuerdo, o eso pensó ella, y asumió que lo que decía la señorita Bennet iba completamente en serio. Y, ciertamente, una vez que concluyó, él no pretendió en ningún caso disuadirla.
– ¿Dónde pretende comenzar? -preguntó Angus Sinclair.
– En Manchester.
– ¿Y por qué no en Birmingham o Liverpool?
– Birmingham no será muy distinta a Manchester. Liverpool es una ciudad portuaria y no creo que sea muy inteligente mezclarse con los marineros.
– Respecto a los marineros, está usted en lo cierto -dijo Angus con gesto serio-. De todos modos, aún no me explico por qué ha escogido Manchester.
– Sí, a veces yo tampoco -dijo Mary honestamente-. Creo que se debe a cierta curiosidad que siento por mi cuñado Charles Bingley, que dice que tiene «intereses» en Manchester, así como una vastísima plantación de caña de azúcar en Jamaica. Mi hermana Jane es una criatura maravillosa, y enamoradísima del señor Bingley… -Entonces se detuvo, frunció el ceño y no dijo nada más.
Habían llegado al cercado que delimitaba un huerto de manzanos, que comenzaban a espumar con yemas de flores blancas; después de aquel invierno tan frío, la primavera había llegado, temprana y cálida, y todos los seres vivos parecían desperezarse ya. El muro de piedra que rodeaba los plumosos árboles era bajo y estaba seco; Angus extendió su pañuelo sobre la piedra y le indicó que podía sentarse.
Sorprendida por su propia docilidad, Mary se sentó. En vez de sentarse junto a ella, Angus permaneció de pie a cierta distancia, con los ojos clavados en el rostro de Mary.
– Sé lo que no me va a decir, señorita Bennet. Que está preocupada por su hermana Jane. Que si su marido está explotando a mujeres y a niños especialmente, ella sufriría una desilusión que podría acabar con el amor que siente por su marido.
– ¡Oh…! -exclamó, titubeando-. ¡Qué perspicaz es usted…!
– Bueno: leo las cartas de Argus, ya sabe.
De repente, saltó el pequeño cercado y se metió en el huerto, y cogió una rama del árbol más cercano.
– Ya están en flor -dijo, ofreciéndole la ramita junto con una sonrisa que dejó a Mary un tanto sorprendida.
– Gracias -dijo, al tiempo que la cogía-, pero ha privado usted al pobre árbol de su fruto… -Inmediatamente se puso de pie y comenzó a caminar en dirección a Hertford-. Se está haciendo muy tarde, señor. Mi criada se pondrá nerviosa si no regreso a la hora habitual.
Él no quiso discutir; simplemente la alcanzó y caminó a su lado, en silencio. «Así aprenderás», pensó. «¡No te atrevas a cortejarla, Angus! Sólo quiere que seamos amigos, y a la más mínima sospecha de cortejo, se cerrará en banda con un golpe más violento que la trampa de un cazador furtivo. Muy bien, si lo que quiere es un amigo, eso es lo que tendrá».