Aquélla fue la primera de varias excursiones, las suficientes para despertar revoloteos de esperanzada expectación en los abanicos de las amigas de Mary, así como alguna tristeza en el corazón del señor Wilde. ¡Vaya tramposo! El criado de Angus había puesto en movimiento una secuencia de cotilleos entre los sirvientes que, naturalmente, se pasaban las horas zumbando en la parte baja de las casas; el señor Sinclair dijo que tenía la intención de ir a East Anglia, y nunca pensó en quedarse más de una semana en Hertford. Sin embargo, allí estaba, ¡bailando al son de la señorita Bennet! Lady Appleby se las arregló para dar una cena en Shelby Manor, a la cual el señor Wilde no fue invitado, y la señora Markham alabó la habilidad de la señorita Bennet al piano durante una amable velada en su salón. Para su absoluto asombro, Angus descubrió que el talento de Mary con el instrumento era bastante aceptable; tocaba sin equivocarse, pulsando las teclas adecuadas, y con gran expresividad, aunque no parecía que tuviera mucha habilidad con el pedal unicordio.
Por su parte, Mary, sometida a semejante prueba, no pudo resistir las lisonjas de su pretendiente. Eso no significaba que él hubiera dicho ni una sola palabra que ella pudiera entender como «romántica», ni dejara su mano más de lo necesario cuando ella pretendiera apartar la suya, o le lanzara esa clase de miradas que le dedicaba el señor Wilde. La actitud de Angus era la propia de un hermano que la señorita Bennet nunca hubiera conocido; la propia Mary había asumido que Angus era algo parecido a una versión más madura de Charlie. Por estas razones, su sentido de la justicia le indicó a Mary que no podía darle la espalda, aunque si hubiera sospechado lo que la gente estaba diciendo, lo habría despedido de inmediato.
Y él, temiendo lo que pudiera hacer la señorita Bennet, se mordió la lengua. Al cabo de nueve días, Angus Sinclair conocía al dedillo todos los detalles de sus planes, y comprendió mejor por qué Fitz había hablado de ella en aquel tono burlón y despreciativo. Mary era exactamente la clase de mujer que más despreciaba Fitz, porque carecía de una habilidad social innata y tenía un carácter demasiado fuerte como para aceptar una disciplina. No es que Mary fuera una indecente, desde luego; simplemente ocurría que ella, una solterona de edad madura, no creía que necesitara un curso completo de educación social. Las damas jóvenes debían estar protegidas porque tenían que llegar vírgenes al lecho conyugal, mientras que una solterona de treinta y ocho años no corría ningún peligro ante las lujurias y atenciones masculinas. En eso, por supuesto, Mary estaba completamente equivocada. Los hombres miraban aquellos ojos soñadoramente entrecerrados, aquella boca lozana y aquella blancura maravillosa de su piel, y no les importaban en absoluto ni sus años ni su espantosa indumentaria.
Dada su edad y los años que amenazaban con llegar, sus medios económicos no eran en absoluto adecuados para la clase de vida que merecía. Su casa le costaba cincuenta libras de alquiler, sus criados, cien libras sólo en pagas, a lo cual tenía que añadir la manutención. Angus sospechaba que la pareja de criados que le había buscado el señor Wilde la engañaba, y que otro tanto hacía la cocinera. Sus ingresos no le permitían un caballo para salir a montar, y ningún tipo de carruaje. Si Angus había comprendido algo al respecto era, precisamente, por qué la señorita Bennet había prescindido de una dama de compañía. Aquellas mujeres eran en general adustas, con una educación pésima y de todo punto inadecuadas para una mujer como Mary Bennet, cuya energía estaba por encima de la ropa que vestía y de la vida social que supuestamente debía llevar. Lo que Angus no podía saber era la clase de persona que Mary había sido hasta muy recientemente y con cuánto éxito había reprimido todos sus deseos. Todo, en nombre del deber.
La decisión de retirar sus nueve mil quinientas libras de los fondos fue una locura. ¿Por qué? Su explicación a las preguntas curiosas de Angus fue que podía necesitar ese dinero para su investigación periodística… Un disparate sin sentido.
– Entiendo que viajará en silla de posta -señaló Angus.
Ella lo miró escandalizada.
– ¿En silla de posta? ¡Ni se me pasa por la imaginación! ¡Vaya, eso me costaría tres o cuatro guineas diarias, incluso aunque tuviera un solo caballo y el carruaje fuera apestoso! Por no mencionar la media corona que tendría que pagar al postillón… Oh, no, Dios me ayude. Viajaré en diligencia.
– De correos, desde luego… -dijo Angus, completamente desconcertado-. El correo de Manchester sale de Londres todos los días, y aunque no pasa por Hertford, sí para en St Albans. Así podría llegar usted a su destino a la noche siguiente.
– ¡Después de pasar toda la noche sentada como un palo en un carruaje que ha estado dando bandazos…! Viajaré al norte desde Hertford, en la diligencia que va a Grantham, y me detendré todas las tardes, para pasar la noche en una posada -dijo Mary.
– Eso está bien -dijo Angus asintiendo-. Una casa de postas proporcionará todas las comodidades para pasar la noche, y también podrá comer bien.
– ¿Casa de postas? -bufó Mary-. ¡Puedo asegurarle, señor, que no puedo permitirme el lujo de una casa de postas! Tendré que informarme con un alojamiento más barato.
Angus no sabía si discutir aquel punto, pero finalmente decidió no hacerlo.
– Grantham está muy al este… -dijo, en vez de protestar.
– Sí, soy consciente de ello, pero como se encuentra en el Gran Camino Real del Norte, dispondré de numerosas diligencias para escoger -dijo Mary-. Desde Grantham iré al oeste, a Nottingham, y luego a Derby, y así llegaré a Manchester.
¿Hasta qué punto se encontraba apurada de dinero Mary Bennet?, se preguntaba Angus Sinclair. Sus nueve mil quinientas libras no le durarían hasta que fuera mayor, eso era verdad, de modo que tal vez su orgullo le había impedido decirle al señor Sinclair que ella sabía que no recibiría ni una libra más de Fitz, en cuyo caso, era razonable que ahorrase todo lo posible en su misión investigadora. «Pero… ¿por qué retiró aquel dinero de los fondos al cuatro por ciento?».
Entonces, a Angus se le ocurrió que podía haber una razón: porque una vez que fueran depositados en el banco, a su nombre, ella sabría, más allá de cualquier sombra de duda, que el dinero estabaallí. Para una mujer como Mary Bennet, una inversión al cuatro por ciento era una entelequia; su dinero podía desvanecerse como una pompa de jabón, víctima de otra burbuja como la de South Sea [13]. Entonces, se le ocurrió que podía haber una razón más siniestra: Mary temía que si dejaba el dinero invertido, Fitz podría de algún modo arrebatárselo. A lo largo de los muchos paseos que dieron, ella le había hablado sinceramente de Fitz, con escasa reverencia y sin amor. No temía a Fitz, le había dicho, pero temía su poder.
Angus no temía ni a Fitz ni al poder que éste pudiera tener, pero temía lo que le pudiera ocurrir a Mary. Su indiferencia por la indumentaria significaba que no sabía realmente quién era: una dama que tenía cierto valor. «Los que viajen con ella en la diligencia», añadía el veloz pensamiento de Angus, «la considerarán el ama de llaves de más baja estofa imaginable, o incluso una primera criada. ¡Oh, Mary, Mary…! ¡Tú y tu maldito libro! ¡Nunca hubiera imaginado que todo esto surgiría de un hombre inexistente llamado Argus!».
Lo que no se le pasó por la mente, porque ella no lo mencionó en absoluto, fue que Mary tenía pensado pagar al menos nueve mil libras a un editor que llevara su libro a la prensa. Así, en un sentido, Angus estaba en lo cierto: el reintegro del dinero de los fondos al cuatro por ciento se realizó porque ella temía el poder de Fitzwilliam Darcy.
[13] La burbuja especulativa de la South Sea Company se produjo en 1720; tras la Guerra de Sucesión española, dicha compañía privada inglesa recibió la concesión para comerciar con América del Sur en régimen de monopolio y su valor aumentó hasta límites asombrosos. Cuando la burbuja estalló, miles de inversores se arruinaron; fue una de las grandes crisis bursátiles de la historia del capitalismo.