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El décimo día de su estancia en Hertford, Angus decidió que no podía obtener nada más. Mejor observar el devenir de Mary desde Londres, sin que ella se diera cuenta, en vez de continuar agasajando a sus ojos con aquella mujer mientras las flores de abril llenaban los campos. Sin embargo, no pudo decir adiós, no se atrevió a enfrentarse a ella de nuevo por temor a que su determinación se quebrara y le hiciera una declaración de amor que -y esto lo sabía con absoluta seguridad- no obtendría respuesta. Calificándose como un verdadero cobarde y un viejo cascarrabias, ordenó que preparasen el tílburi para partir después del desayuno y salir de Hertford sin decirle a su amor que se iba, y sin dejarle siquiera una nota.

La noticia de su partida voló más rápido que un pájaro, desde el pico del propietario de The Blue Boar hasta el nido del pasante del señor Wilde y el mayordomo de la señorita Botolph, y desde allí, con la misma presteza, hasta el señor Wilde y la propia señorita Botolph. Ambos se encontraban en la puerta de la señorita Bennet antes de que en la vicaría mayor de St Mark sonara un destemplado ángelus.

Mary escuchó la noticia con gesto impasible, aunque bajo su compostura fue muy consciente de que estaba albergando la misma tristeza que siempre sentía cuando terminaban las visitas de Charlie. Compartió la manifiesta alegría del señor Wilde con el gesto mas desanimado que se pueda imaginar y aseguró a aquel par de heraldos que sabía desde hacía algún tiempo que el señor Sinclair tenía pensado irse. Cuando la señorita Botolph le indicó claramente que lamentaba que sus esperanzas se hubieran visto frustradas, Mary ni siquiera se dio por enterada; puede que el resto de los estratos superiores de Hertford hubieran estado esperando la gozosa proclamación del inminente matrimonio, pero Mary no. Para ella, Angus era simplemente un buen amigo a quien echaría de menos.

– Quizá regrese… -dijo la señora McLeod a finales de abril.

– Si tiene intención de hacerlo, Sophia, mejor será que se dé prisa -dijo la señorita Botolph-. Mary se embarcará en sus viajes muy pronto, y ojalá fuera más discreta al respecto. Además ¿en qué está pensando el señor Darcy para permitirle viajar en una vulgar diligencia?

– Orgullo -dijo la señora Markham-. Apuesto medio penique a que el señor Darcy no tiene ni la menor idea de que Mary Bennet tiene intención de ir a Pemberley, aunque yo sé que sus cosas ya se han empaquetado y se han enviado a Pemberley antes de que vaya ella.

– ¿Se encuentra muy desanimada respecto al señor Sinclair? -preguntó lady Appleby. Ahora vivía en Shelby Manor, a cinco millas de Hertford, así que siempre era la última en enterarse de todo.

– No está desanimada en absoluto. De hecho, yo diría que es completamente feliz -dijo la señora McLeod.

– Robert Wilde ya tiene el campo despejado… -dijo la señorita Botolph.

La señora Markham suspiró.

– Tampoco el abogado la conseguirá.

Capítulo 4

– Voy a ir a casa, a Pemberley -dijo Charlie, cuando el calendario señalaba el décimo día de mayo-, y me encantaría que vinieras conmigo, Owen.

Con las oscuras cejas arqueadas, el señor Griffiths miró a su pupilo asombrado.

– Ya sé que has terminado las clases, pero… ¿Pemberley? Tu padre estará allí, y eso te pone enfermo.

– Sí, maldita sea. En cualquier caso, no puedo quedarme aquí.

– ¿Por qué?

– Mary.

– Ah, ya comprendo… Ha comenzado su odisea…

– Está a punto.

– ¿Y de qué le sirve ir a Pemberley?

– Está más cerca de los lugares a los que pretende viajar. Pero si conozco a mi padre, la estará vigilando estrechamente. Mary puede necesitar a alguien que ejerza de abogado defensor.

– Tu madre dijo que tu padre estaba muy disgustado con los planes de tu tía, ¿piensas que se fiará de ti?

– No. -Charlie se encogió de hombros y su expresivo rostro indicó más de lo que las simples palabras podían comunicar-. A nadie le resultará extraño que vaya tan pronto a casa, porque no pude ir en Navidad. Mi padre ignorará mi presencia y mi madre estará encantada. Si vienes conmigo, podemos dar una vuelta por los alrededores de Manchester. No hay más que un día a caballo desde Pemberley. Podemos decir que vamos a pasear por los páramos o a ver los paisajes de Cumberland. Hay motivos para ausentarnos de Pemberley durante días enteros.

El joven estaba muy nervioso, cualquiera podía verlo, aunque él creía que podía ocultar a Owen el temor que sentía hacia su padre. En la única ocasión en la que Owen se había encontrado con el señor Darcy, se había sentido arrastrado por una mezcla de feroz odio y la convicción de que era un hombre al cual sólo un loco podría enfrentarse. Por supuesto, la relación entre padre e hijo era diferente a cualquier otra, pero Owen no podía evitar sentir que Charlie haría mejor permaneciendo un tanto alejado de su padre. Estar bajo su mando, cuando el señor Darcy decidiera aplicar su disciplina a Mary Bennet, sólo podría empeorar las cosas definitivamente; un año escuchando a Charlie -las charlas habituales cuando no tenía la cabeza metida entre las páginas de un libro- era suficiente para que Owen supiera muchísimas cosas que Charlie no tenía intención de proclamar. Y desde que llegó la carta de la señorita Mary Bennet, la correspondencia entre él y su madre había sido profusa, y se escribían en cuanto recibían la misiva del otro. El señor Darcy estaba extraordinariamente enojado; el señor Darcy había decidido no acompañar al tío Charles a las Indias Occidentales; el señor Darcy había pronunciado un decisivo discurso en la Cámara contra esos filántropos bondadosos excéntricos y enloquecidos; el señor Darcy había sufrido un ataque de migraña que le había obligado a guardar cama durante una semana; el señor Darcy había pegado cruelmente a la pequeña Cathy por hacer una travesura; etcétera, etcétera, etcétera.

Aquellos informes relativos a los acontecimientos de Pemberley (y de Londres) sólo habían servido para que Charlie se viera acometido por ataques de aprensión que terminaban en fuertes dolores de cabeza el mismo día en que tenía prevista una lecciónviva voce; evidentemente, había heredado de su padre esa dolencia, si no su carácter férreo.

– No creo que ir a Pemberley sea muy inteligente -dijo Owen, consciente de que utilizar un calificativo más duro sólo podría enojar a Charlie.

– Respecto a eso, estoy de acuerdo. Es lo menos inteligente que pueda imaginarse. Lo cual no significa que no sea absolutamente necesario que vaya.Por favor, Owen, ¡ven conmigo!

Imágenes de los agrestes e inmaculados paisajes de Gales se presentaron ante la imaginación de Owen, pero no podía negarse la solicitud de su pupilo; apartó de su mente la intención de pasar el verano haciendo excursiones por Snowdonia, y asintió.

Muy bien. Pero si las cosas se ponen feas, no me quedaré para que me pillen en medio. Ser tu tutor ha sido una bendición para mí, Charlie, y no me atrevo a correr el riesgo de ofender a ningún miembro de tu familia.

Charlie sonrió con un gesto de agradecimiento.

– ¡Trato hecho, Owen! Lo único que tienes que hacer es dejarme que pague todos los viajes que hagamos. ¿Me lo prometes?

– Con mucho gusto. Si debo hacer caso a mis padres, cada libra que me sobre debe volar a casa. Tenemos que preparar la dote para Gwyneth.

– ¡Ah!, ¿sí? ¿El mozo es un buen partido?

– Magnífico.

– Me parece completamente estúpido que una chica tenga que aportar una dote cuando su prometido es un partido magnífico -dijo Charlie con gesto malévolo.

– Suscribo lo que dices, pero así es la cosa, pese a todo. Con tres chicas a las que hay que casar, mi padre debe apresurarse y hacer todo lo posible para prepararles la dote. Morfydd acaba la escuela el año que viene.

En otros tiempos, el buen juicio innato de Elizabeth habría impedido que se confiara a una persona tan poco adecuada como su hijo, cuyos sentimientos eran tan apasionados como sensibles. En fin, apartó sus prevenciones: ¡tenía que contárselo a alguien! Jane estaba casi enferma y, además, un tanto abatida; Charles se había ido a Jamaica con previsión de pasar allí un año y la había dejado sola. Sus posesiones en aquella idílica isla eran enormes, y dependía demasiado del trabajo de los esclavos para permitir la emancipación de éstos después de que los negros hubieran trabajado sus plantaciones durante determinado número de años; eso decía el señor Bingley. Cuando Jane supo que su marido poseía varios cientos de esclavos, se había sentido horrorizada, y le hizo prometer que los liberaría en cuanto le fuera posible. Que trabajaran para él en calidad de hombres libres: así sería más honroso. Así pues, él se había visto obligado a comunicarle, amablemente, que aquellos esclavos se negaban a trabajar para él una vez que los liberaban. Y, desde luego, no conseguía explicarse por qué. Jane no tenía ni idea de cuáles eran las condiciones en que vivían los esclavos en las plantaciones de azúcar en las Indias Occidentales, y no lo hubiera creído si él se hubiera atrevido a contárselo. Palizas, cadenas y raciones miserables de alimento eran ideas tan alejadas de la comprensión de Jane que se habría hundido ante la simple idea de que su amado Charles era quien las ordenaba. Y si Jane no lo sabía, no lo sentiría: ése era el lema de Charles Bingley.