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Dos hoyuelos aparecieron en las mejillas de Charlie; sus ojos bailaron.

– Si no podemos ser puntuales, mamá, convenceremos a Parmenter para que nos lleve dos bandejas a la habitación de los niños malos.

Aquello era demasiado… Elizabeth no pudo evitarlo y lo abrazó, por más que él se creyera lo suficientemente adulto como para que su madre tuviera esa conducta…

– ¡Oh, Charlie, es maravilloso volver a verte! Y también a usted, señor Griffiths -añadió, sonriendo al joven galés-. Si mi hijo estuviera solo, me preocuparía aún más. Su presencia me asegura que se portará bien.

– Mucho confías tú en quien no conoces, mamá -dijo Charlie.

– Supongo que mi hijo ha hecho acto de presencia en Pemberley porque piensa estar más cerca de su tía Mary -le dijo el señor Darcy al señor Skinner.

– Su tutor está con él, así que no hará nada descabellado. Griffiths es un hombre juicioso.

– Cierto. ¿Por dónde anda su tía Mary? -preguntó Fitz, tendiendo a Ned un vaso de vino.

Estaban en la biblioteca grande, considerada la más hermosa de Inglaterra. Se trataba de una enorme sala cuyo techo artesonado se perdía en las sombras, y cuyadécor era de madera de caoba, rojiza oscura, y dorados. Los muros presentaban estanterías alineadas, unas tras otras, y repletas de libros; contaba con un halcón a media altura; una maravillosa escalera de caracol, tallada con un intrincado dibujo, conducía a un corredor voladizo en torno a toda la estancia; pequeñas escaleras fijas hacían posible el acceso a cualquier volumen. Ni siquiera los dos enormes ventanales que se cerraban en arcos ojivales góticos podían iluminar plenamente todo el interior. Las lámparas de araña colgaban desde la parte inferior del corredor voladizo que daba la vuelta a toda la estancia y del perímetro del techo, lo cual significaba que en el centro de la sala no se podía leer de ningún modo. Las vigas que sujetaban el pequeño corredor abalconado remataban en capiteles geométricos, y un poco más allá, en pequeños islotes de luz, había atriles, mesas y sillas. La enorme mesa de despacho de Fitz se encontraba en la tronera de una ventana, y había varios sofás Chesterfield de piel carmesí sobre las alfombras persas del suelo; otras dos butacas de piel carmesí ocupaban su lugar a cada lado de una chimenea de mármol de Levanto que lucía, en ambos extremos, dos nereidas en alto relieve, talladas en mármol rosa pulido.

Estaban sentados en los sillones: Fitz, formal y envarado, pues tal era su carácter; Ned, calzado con botas de montar, con una pierna colgando sobre uno de los brazos del sillón. Parecían perfectamente cómodos el uno con el otro, quizá como dos viejos amigos relajados después de un día de caza. Pero la caza no era animal, ni la amistad era entre dos iguales.

– En estos momentos, la señorita Bennet está en Grantham, esperando la diligencia pública que se dirige a Nottingham. No pasa todos los días.

– ¿Grantham? ¿Por qué no ha ido al oeste de los Peninos y ha venido directamente a Derby, si piensa dirigirse a Manchester?

– Eso la habría obligado a viajar primero a Londres y creo que no es una mujer muy paciente -dijo Ned-. Va a cruzar los Peninos hasta Derby pasando por Nottingham.

A Fitz se le escapó una leve risilla.

– ¡No me sorprende en absoluto! Desde luego, está muy impaciente. -Poniéndose serio, miró fijamente a Ned con aire un tanto indeciso-. ¿Crees que podrás seguirle el rastro?

– Sí, es fácil. Pero dado que tus invitados están llegando, pensé que sería mejor estar aquí mientras ella permanece tranquilamente en Grantham. Volveré a seguirla mañana.

– ¿Ha habido muchas habladurías al respecto?

– En absoluto. Hay que admitirlo: es un alma bendita; ni se dedica a charlas inútiles, ni a ponerse en evidencia. Si no fuera porque es una mujer tan atractiva, estaría tentado a decir que no necesita vigilancia ninguna. En todo caso, llama la atención de todo tipo de hombres… cocheros, postillones, mozos de cuadra y caballerizos, taberneros, camareros, viajeros de techo y de pago completo a cubierto. Los que van dentro, con ella, no son peligrosos… son viejos acompañantes y maridos.

– ¿Ha tenido que enfrentarse a caballeros demasiado cariñosos?

– No ha sido para tanto. No creo que se le pase por la cabeza que puede ser objeto de la lujuria de un hombre.

– No, desde luego. Aparte de su engorrosa excentricidad, es una muchacha muy modesta.

– Me sorprende, Fitz… -dijo Ned, manteniendo su voz en un tono desapasionado-, me sorprende que te preocupe tanto. ¿Qué puede hacerte esa mujer, a fin de cuentas? No es como si alguien se hiciera eco de sus quejas, o si alguien atendiera sus palabras si se dedicara a calumniar a los Darcy, como ocurre con Argus y sus cartas por ejemplo. Tú eres un gran hombre. Ella no es nadie.

Fitz estiró sus largas piernas y las cruzó en los tobillos, clavando la mirada en las rubicundas profundidades de su vaso con un gesto de amargura.

– No has salido mucho de Pemberley, Ned, y no sabes que esa familia, cuando se reunía, era un problema. No viajaste conmigo por aquel entonces. Mi preocupación por Mary Bennet no tiene nada que ver con mis intereses políticos… es sólo prudencia. Mi reputación lo es todo para mí. Aunque los Darcy han tenido relaciones familiares con todos los reyes que se han sentado en el trono de Inglaterra, han evitado la mancilla de la mayoría de los hombres estúpidos… hombres que pretenden honores y grandes nombramientos. Ahora, finalmente, después de mil años de espera, tengo en mi mano la posibilidad de perpetuar el nombre de Darcy de un modo absolutamente impecable… como cabeza electa del Parlamento de Inglaterra. ¿Un ducado? ¿Un condado con título de Mariscal de campo? ¿Un acuerdo matrimonial con alguien de la realeza? ¡Bah! ¡Naderías! Inglaterra nunca ha estado tan hundida como con la casa de Hannover… ¡bonitas princesitas alemanas con nombres más largos que su árbol genealógico [14]!, pero el Parlamento de Inglaterra se ha elevado en la misma medida en que se han hundido sus soberanos. El primer ministro, a día de hoy, Ned es verdaderamente el que tiene poder. Hace cien años era sólo un título que iba dando bandazos en la Cámara de los Lores, igual que un decantador de oporto en una cena, mientras que hoy se le elige en la Cámara de los Comunes. Debe su existencia al capricho de los electores, y no es el ungido de una oligarquía que nadie ha elegido. Como primer ministro, negociaré con Europa las consecuencias de las guerras de Bonaparte. Su campaña en Rusia puede acabar con él, pero habrá dejado el continente en ruinas. Yo solventaré esos problemas, y seré el hombre de Estado más grande de todos los tiempos. No permitiré que nada se interponga en mi camino.

Con el ceño fruncido, Ned lo observó detenidamente; después de tantos años de estrecha amistad, aquélla era una faceta de Fitz que él no conocía, pero que deseaba conocer.

– ¿Y qué tiene que ver todo esto con esa mujer? -preguntó.

– Todo. Hay un dicho tan antiguo que nadie sabe quién lo dijo por primera vez: «El barro atasca el carro». Muy bien, ¡pues te juro que ni la más mínima partícula de barro manchará el nombre de Darcy de Pemberley! La familia de mi mujer ha sido como una piedrecilla permanente en mi zapato durante veinte años. Primero, la madre, una vergüenza de tal calibre que las brujas como Caroline Bingley se pasaban los días enteros contando chistes de ella por todo el West End londinense, y eran tan ridículos como ciertos. ¡Qué vergüenza tuve que pasar! Así que cuando el padre murió, afortunadamente, la envié lejos de aquí y la encerré… Sólo para descubrir que a la hidra le había nacido otra cabeza: Lydia. Respecto a ésta… intenté apartarla de la sociedad decente y le di alojamiento en Newcastle. Luego, después de que George Wickham fuera expulsado del país, ya lo sabes, te ordené que la vigilaras en todo momento y siempre que se acercara demasiado a Pemberley. Aunque esa cabeza no se ha cortado totalmente, sólo cuelga de unos hilos de carne y no podrá sostenerse mucho más tiempo. Ahora, precisamente cuando mis planes están cerca de hacerse realidad, aparece la peor cabeza de la hidra con la que me he tenido que enfrentar hasta la fecha: otra hermana, Mary. ¡Una maldita filántropa con deseo de hacer el bien por el mundo! -Doblando las piernas, Fitz se reclinó hacia atrás, con el rostro enjuto iluminado por una furia saturnina muy antigua-. Imagina que a esa mujer con cara de ángel de Botticelli y aficionada a hacer el bien se le ocurre escribir su espantoso libro, un libro en el que quizá acuse a los Darcy de Pemberley de… ciertos crímenes. ¿Qué diría la sociedad y el Parlamento? El barro atasca el carro.

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[14] En la época en que se desarrolla esta novela -y la original de Jane Austen-, el rey de Inglaterra era Jorge iii (r. 1760-1820), el tercer monarca de la casa de Hannover. (Su esposa fue la reina consorte Carlota de Mecklemburgo-Strelitz, de ahí las burlas de Fitz Darcy). La Casa de Hannover accedió al trono tras la muerte sin descendencia de la última Estuardo, Ana i, en 1714. La última representante de la casa de Hannover en el trono inglés fue la reina Victoria.