– No me había dado cuenta de que estabas tan firmemente decidido a seguir por ese camino -dijo Ned lentamente.
– Te juro que seré primer ministro de estas islas.
– En serio, Fitz, deja que esa mujer escriba su libro. Nadie lo va a leer.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro? ¡Las mujeres hermosasllaman la atención, Ned! ¿Qué pasaría si Angus Sinclair se entera de la existencia de ese libro? Es un hombre influyente, una bestia política con amigos en todas partes. También es el hombre que comenzó con este maldito lío, haciendo famoso a Argus.
– ¡Fitz, estás exagerando! ¿Por qué el libro de esa mujer iba a tener nada que ver con los Darcy? Ella va buscando información sobre la desgraciada vida de los pobres. Honestamente, Fitz, estás viendo una tormenta en un vaso de agua.
Algunos vasos de agua pueden ser tan grandes como para albergar un océano. -Fitz se sirvió más vino y rellenó el vaso de Ned-. La experiencia me ha enseñado que la familia Bennet es una catástrofe permanente, siempre a punto de desatarse. No quiero ser un profeta de malos augurios, pero siempre que los familiares de mi mujer levantan sus espantosas cabezas de hidra, me echo a temblar. Tienen la costumbre de acabar con mi buena suerte.
– Si fueran hombres, sería más fácil enfrentarse a ellos, lo entiendo -dijo Ned, y su rostro se tornó más oscuro-. El silencio de los hombres puede conseguirse de un modo… o de otro. Pero es endemoniadamente difícil conseguir que una mujer se calle.
– Nunca te he pedido que mates a nadie.
– Ya lo sé, y te lo agradezco. De todos modos, Fitz, si ello fuera necesario, estoy a tu disposición.
Fitz se echó hacia atrás con gesto horrorizado.
– No, Ned, ¡no! Puede que considere necesario que a algún loco testarudo se le dé una paliza que quede a una pulgada de la muerte, pero nunca se me ocurrirá acabar con la vida de esa persona. ¡Te lo prohíbo!
– Claro, claro… No pienses más en ello -dijo sonriendo Ned-. Piensa sólo en ser primer ministro, y yo me sentiré muy orgulloso de ti.
Entre todos los invitados, Angus Sinclair fue el primero en llegar, tan ansioso estaba por instalarse rápidamente en aquella maravillosa casa señorial. Las dependencias que le habían correspondido conformaban una suite decorada con el tartán de los Sinclair, una idea que Fitz había llevado a cabo cuando Angus había visitado por vez primera la casa, hacía ya nueve años. Era un modo de decir que siempre sería bien recibido en la casa, sin importar cuánto tiempo pasara. Su criado, Stubbs, estaba igualmente satisfecho con su cubículo mal ventilado, junto al vestidor de su amo. Lo peor de las reuniones festivas, según el punto de vista de Stubbs, eran los alojamientos de la servidumbre, porque generalmente se encontraban a una agotadora distancia de los aposentos de sus señores, y se veían precisados a subir y bajar muchas escaleras; por otro lado, ningún ayuda de cámara de postín deseaba mezclarse con un tropel de subordinados. Bueno, éste no era el caso de Pemberley, donde, para su inmensa satisfacción, sabía que los ayudas de cámara de postín y las doncellas de las damas incluso tenían sus propios comedores.
Angus dejó a un Stubbs inusualmente alegre deshaciendo las maletas, y se dirigió a la biblioteca, la cual nunca dejaba de asombrarle. «¡Dios santo!, ¿qué diría un miembro de la Royal Society si pudiera ver esto…? Estaría completamente seguro de que no hay ningún impedimento para que Fitz no pueda ingresar en los círculos dedicados a la adquisición del conocimiento y la ciencia». Absorto, Angus deambuló por la sala escudriñando los lomos de los muchos miles de volúmenes que había en la biblioteca y lamentando no tener la posibilidad de organizar semejantes tesoros, pues era evidente que nadie con un verdadero amor a los libros habría colocado a Apuleyo con Apicio, ni a Sófocles con Eurípides y Esquilo, ni habría dispuesto juntos los libros de viajes y descubrimientos, al otro extremo de los tratados de frenología y teorías del flogisto.
En una estantería encontró los documentos de los Darcy, una enorme colección de legajos, atados con lazos, algunos incluso sin anudar, sobre concesión de tierras y adquisiciones, arrendamientos, propiedades muy lejanas de Pemberley, requerimientos de reyes, codicilos de testamentos, y numerosas autobiografías de los Darcy realistas, de los yorkistas, de los católicos, de los jacobitas, de los normandos, de los sajones y de los daneses.
– ¡Ah…! -exclamó una voz a su espalda.
Era la voz de un hombre muy joven, que dio un salto entre los dos sofás Chesterfield; su rostro reflejaba claramente la belleza de Elizabeth, con un pelo lleno de rizos castaños y personalidad propia, la cual Angus de inmediato identificó como una combinación de determinación y curiosidad. Tenía que ser Charlie, el hijo que causaba tantas desilusiones a su padre.
– ¿Buscando cadáveres en los armarios de la familia, eh? -preguntó sonriente.
– Desde hace años. Pero esta falta de huesos me irrita. Este lugar es un batiburrillo infame. Hay que clasificar, catalogar y ordenar todo esto, y los documentos de la familia deberían estar en un archivo adecuado.
Un gesto de tristeza se adivinó en el rostro de Charlie, que asintió con seriedad.
Llevo mucho tiempo diciéndoselo a mi padre, pero me dice que soy demasiado meticuloso. Un gran hombre, mi padre, pero no excesivamente estudioso. Cuando sea un poco mayor, volveré a intentarlo.
Angus pasó el dedo por los documentos.
– Los Darcy han seguido el camino correcto, parece… York, no Lancaster [15].
– Oh, sí. Además, Owen de Tudor fue un arribista, y su nieto Enrique vii un usurpador para los Darcy. ¡Oh, y ahora, cómo odian los Darcy al rey Jorge, el príncipe de Hannover…!
– Dada la antigüedad de la casa, me sorprende que los Darcy no sean católicos.
– El trono siempre ha significado más que la religión.
– ¡Le ruego que me perdone…! -exclamó Angus, recordando que debía guardar las formas-. Me llamo Angus Sinclair.
– Yo soy Charlie Darcy, el heredero de este abrumador palacio. Lo único que me gusta de toda la casa es esta sala, aunque yo lo sacaría todo de aquí y lo volvería a colocar de un modo más lógico. Para trabajar, mi padre prescindió de esta biblioteca y dispuso otra mucho más pequeña, su biblioteca parlamentaria, con sus Hansards y sus leyes, y prefiere trabajar allí.
– Cuando decida ponerse con esta sala, hágamelo saber. Estaré encantado de ayudarle sin pedir nada a cambio. Aunque lo que más necesita es un pequeño rayo de sol que la ilumine.
– Un problema irresoluble, señor Sinclair.
– Angus, al menos cuando no estemos en compañía de damas y caballeros.
– Angus, de acuerdo. ¡Qué extraño…! Nunca imaginé que el propietario delWestminster Chronicle fuera un hombre como usted.
– ¿Y qué clase de hombre había usted imaginado? -preguntó Angus, parpadeando.
– Oh, un individuo con una enorme barriga, descuidadamente afeitado, con manchas de sopa en la corbata, casposo y quizá con una faja…
– No, no, no… ¡Un hombre con manchas de sopa en la corbata y caspa no puede ser el mismo que lleve faja! Lo primero indica indiferencia ante las apariencias, mientras que la faja apunta a una espeluznante vanidad.
[15] Se refiere a las guerras civiles de Inglaterra (Guerra de las Dos Rosas, 1455-1485), que enfrentaron a las casas de York y Lancaster. Owen de Tudor (Owen ap Tudor) era un personaje de poca relevancia que, sin embargo, fue el abuelo del futuro Enrique vii (1457-1509), con quien comienza la dinastía de los Tudor, hasta el reinado de Isabel i (1603).