Выбрать главу

El bolso le pesaba demasiado. Lo supo mientras esperaba en The Blue Boar a que llegara el carruaje que se dirigía al norte. ¿Quién iba a pensar que diecinueve guineas podrían pesar tanto? Había sacado veinte del banco el día anterior, pero tuvo que entregar una en la oficina de la diligencia a cambio de un billete que la llevara en varias etapas hasta Grantham. El billete indicaba que la viajera podría dividir su viaje en varias etapas y parar en Biggleswade, Huntington y Stamford o llegar, finalmente, a Grantham. Allí tendría que comprar otro billete si pretendía salir del Gran Camino Real del Norte.

La enorme diligencia llegó, avanzando pesadamente, al mediodía, con sus cuatro caballos de tiro lanzando vapor al aire invernal. Aún quedaba sitio en los diminutos asientos del interior, pero el techo venía tan lleno que el cochero se negó a admitir a más pasajeros en el exterior. Mientras cambiaban los caballos, Mary le entregó el billete hasta Biggleswade, pero sólo recibió una contestación de malos modos; no estaba en la lista de viajeros.

– Usted sólo va hasta Stevenage -gruñó enfadadísimo el cochero cuando Mary insistió en que comprobara su reserva-. Hay carreras de caballos en Doncaster.

¿Y qué tenían que ver las carreras de caballos de Doncaster con las diligencias que iban a Grantham? Mary lo ignoraba por completo. (Es más: ¿por qué había caballeros que deseaban viajar hasta tan lejos sólo para ver una carrera de caballos?). Pero se resignó a apearse en Stevenage. Recordaba vagamente que, siendo joven, sus hermanas mayores habían viajado a veces en diligencia por etapas o en el coche correo, pero ella no lo había hecho nunca. Y sabía que, en aquellas ocasiones, ni Jane ni Elizabeth habían ido con una dama de compañía, aunque a veces el tío Gardiner les había dejado un criado para vigilarlas mientras iban en el correo. Así pues, no consideraba que fuera impropio de una dama ir sin compañía en aquel viaje; después de todo, era una señora soltera de cierta edad, no una hermosa niñita, como Jane o Elizabeth en aquel tiempo.

Cuando subió a la cabina del carruaje descubrió que el cochero había embutido a cuatro personas en cada banco, y que los dos caballeros mayores que la flanqueaban no eran especialmente educados. La miraron y se negaron a hacerle sitio, pero en Mary Bennet encontraron la horma de sus zapatos. Ni tímida ni temerosa, dio una fuerte sacudida con su trasero y consiguió hacerse un hueco entre ambos. Sujeta como si estuviera en una atroz cámara de tormento, se sentó bien derecha y se quedó mirando fijamente las caras de los cuatro pasajeros que tenía enfrente. Desafortunadamente, iba mirando en dirección contraria a la marcha de la diligencia, lo cual le provocó cierto mareo, y sólo después de una frenética búsqueda sus ojos encontraron un lugar donde centrarse… una hilera de clavos que había en el techo. ¡Qué cosa más espantosa es ir embutida codo con codo con otros siete viajeros! Sobre todo si ninguno de ellos muestra una expresión amable o da un poco de conversación. «¡Me voy a morir antes de llegar a Stevenage!», pensó, y luego levantó la barbilla y se dedicó a pensar en sus asuntos. «No puedo hacer nada, nada en absoluto».

Aunque las ventanillas estaban bajadas, ni siquiera un vendaval podría disipar el agrio hedor de los cuerpos sin lavar y las ropas sucias. En sus fantasías, Mary había imaginado el placer de viajar e ir mirando por las ventanillas el veloz discurrir del paisaje campestre, deseosa de admirar sus bellezas; ahora comprendió que eso era imposible, embutida como estaba entre la corpulenta hinchazón de los dos caballeros que tenía a cada lado, con el enorme baúl que la señora que tenía justo enfrente llevaba sobre el regazo, a la derecha, y con un paquete igual de grande que llevaba encima el joven de la izquierda, junto a la ventana. Cuando alguien hablaba, era para pedir que se cerraran las ventanas… «¡No, no,no!». Después de un acalorado debate, la señora exigió que se votara la cuestión, y ganó la opción de que las ventanas permanecieran abiertas.

Tres horas después de salir de The Blue Boar, el carruaje se detuvo en Stevenage. ¡Ni con mucho era tan grande como Hertford! Con las rodillas entumecidas y dolor de cabeza, Mary fue liberada en el exterior de la posada de turno, pero después de algunas preguntas, la enviaron a un establecimiento más pequeño y peor que se encontraba a media milla de allí. Con una bolsa en cada mano, comenzó a caminar antes de darse cuenta de que no se había asegurado de preguntar a qué hora pasaba el coche al día siguiente. Todavía estaba el sol muy alto; mejor dar la vuelta y preguntarlo.

Finalmente pudo dejar las bolsas de mano en el suelo de una pequeña habitación en la posada llamada The Pig and Whistle; sólo entonces pudo valerse de un objeto que había estado dando vueltas en su mente durante la mitad del viaje. «¡Oh, gracias a Dios…! ¡Un orinal bajo la cama de la habitación…! Al menos no tengo que andar buscando penosamente un retrete fuera de la casa…». Como todas las mujeres, Mary sabía que era mejor no beber mucho durante los viajes. Incluso así, era necesario mantener un control férreo.

«Quizá no ha sido el comienzo más feliz y propicio», reflexionó mientras se peleaba con un grasiento estofado en un rincón apartado de la taberna; la posada no tenía salón de café y no había bandejas disponibles. Sólo su expresión más hosca había mantenido a raya a varios bebedores achispados; no tenía mucha hambre en realidad, así que comió lo que pudo y subió a su habitación, para descubrir que The Pig and Whistle no cerraba las puertas de la taberna hasta bien entrada la madrugada. «Vaya día para comenzar un viaje. Ya es sábado…».

La diligencia en la que se montó a las siete de la mañana la llevó hasta Biggleswade, donde un grupo con influencia en la compañía de las diligencias, en Londres, había reservado todos los asientos disponibles desde ese punto en adelante. El cochero ordenó la cabina de pasajeros con tres personas en cada asiento y la parada del mediodía fue de una hora, tiempo para beber una taza de café ardiendo, entrar en el apestoso retrete y estirar las piernas. La mujer de la esquina de la izquierda hablaba incesantemente, y Mary podría haberlo tolerado mejor si no se hubiera descubierto preguntándose aterradoras cuestiones… ¿Quién era? ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Quién había muerto para impulsarla a vestir de luto? ¿No era una completa estupidez ponerse a investigar los sufrimientos de los pobres…? El único modo con el que Mary podía detener aquella oleada de preguntas era imaginarse a su madre con un ataque de hipidos y gimoteos. Después de aquello, permaneció sentada y más tranquila. La posada de Biggleswade era también más soportable, aunque tuvo que levantarse a las cinco para coger el coche que la llevaría hasta Huntingdon, y luego esperar una hora a que llegara.

Se encontraba a muchas millas al este de donde quería estar, pero sabía que tendría que llegar a Grantham y buscar luego una parada de postas para poder dirigirse al oeste. Los primeros dos días de su viaje los había pasado en el asiento del medio y en dirección contraria a la marcha, pero, para su alegría, ahora iba a tener más suerte: consiguió un asiento junto a la ventana y mirando hacia delante. Poder mirar al exterior, al campo, era maravilloso. El paisaje era encantador, con amplios campos llanos y verdes sembrados, sotos y bosquecillos; el carruaje serpenteaba por caminos, a veces cruzando misericordiosas sombras que refrescaban el viaje; para estar en mayo, el tiempo era muy caluroso, y cada día hacía más calor. Cuando pasaban de vez en cuando por alguna aldea, los niños salían en avalancha saludando y diciendo adiós con la mano; al parecer, no se cansaban nunca de ver aquel monstruoso vehículo y sus laboriosos caballos. Efectivamente, los caballos hacían su labor: tiraban de pasajeros, del correo local y de diversos paquetes, de las mercancías y los equipajes: la diligencia era sumamente pesada.