La orden seca pero educada había conseguido que Parmenter volara en busca de James, el tercer lacayo, en el preciso instante en que su señor desapareció. Algo no iba bien, eso era seguro. ¿Por qué el señor Darcy necesitaría a aquel hombre tan desagradable a aquellas horas?
– James, ve corriendo a buscar al señor Skinner -le ordenó Parmenter, y luego regresó al vestíbulo para esperar a otros invitados que llegarían a horas más adecuadas. Seis de ellos aparecieron media hora más tarde, radiantes de emoción, lanzando exclamaciones contra el frío y especulando con la posibilidad de que el nuevo año viniera cargado de feroces heladas. No mucho después, el señor Edward Skinner cruzó sin detenerse la puerta principal. Se encaminó directamente hacia la pequeña biblioteca, sin un por favor, gracias, a sus órdenes, señor, lo cual despertó algún resentimiento en el mayordomo de Pemberley. Puede que fuera un hombre de valía y puede que hablara como un caballero, pero Parmenter lo recordaba de cuando era joven y habría apostado una parte de su propia vida a que Ned Skinner no era en absoluto un caballero. Entre su señor y Ned había una diferencia de doce años, quizá, así que el señor Skinner no era por lo tanto ningún hijo natural, pero había algo entre ellos, unos lazos que ni siquiera la señora Darcy era capaz de desvelar… o romper. Y mientras pensaba aquellas cosas, Parmenter se dirigió hacia el Salón Rubens para avisar al señor Fitz.
– Un problema, Ned -dijo Fitz, al tiempo que cerraba la puerta de la biblioteca.
Skinner no contestó nada, simplemente permaneció delante de la mesa con aspecto relajado y las manos colgando a ambos lados de su cuerpo; no era la postura de un malvado secuaz. Era un hombre muy grande, cinco pulgadas más alto que los seis pies de Darcy, y tenía la misma complexión que un gorila… un cuello y unos hombros bestiales, un pecho como un tonel y una ausencia total de grasa superflua. Los rumores decían que su padre había sido un indio negro, y que por eso la piel y el pelo de Skinner eran tan oscuros, y los ojos, tan rasgados y perspicaces.
– Siéntate, Ned. Consigues que me duela el cuello de mirar hacia arriba.
– Tienes invitados. No te molestaré. ¿Qué ocurre?
– ¿Sabes dónde anda la señora de George Wickham? -preguntó Darcy mientras se sentaba, extrayendo de un cajón una hoja de papel e impregnando en el tintero su pluma de ganso con punta de acero. Ya estaba escribiendo cuando Ned contestó.
– En The Plough and Stars, en Macclesfield. Su nueva conquista se ha convertido en su último amante. Han reservado el mejor dormitorio y un saloncito privado. Ésa es su nueva dirección.
– ¿Bebe?
– No más de una botella o dos. Sólo se ocupa del amor, no del vino. Dale una semana y las cosas podrían cambiar.
– No van a tener la posibilidad de cambiar. -Darcy levantó la mirada brevemente y sonrió con amargura-. Coge mi tílburi y un par de caballos, Ned. Entrega esta nota en Bingley Hall cuando vayas de camino a Macclesfield. Quiero a la señora Wickham razonablemente sobria en The Crown and Garter a las nueve mañana por la mañana. Hazle los baúles y tráetela.
– Va a montar un escándalo de mil demonios, Fitz.
– ¡Oh, vamos, Ned…! ¿Quién te va a llevar la contraria en Macclesfield a ti…? O a mí, que tanto da. No me importa si le tienes que atar las manos y los pies: simplemente, quiero que esté en Lambton a la hora. -Cesó el suave rasgado del acero sobre el papel, y la pluma quedó sobre la mesa; sin molestarse en sellar la nota, Darcy se la entregó a Ned Skinner-. Le digo a Bingley que vaya a caballo. La señora Wickham puede ir en el carruaje con la señora Bingley. Tenemos que ir a disfrutar de los encantos de Hertfordshire y a enterrar a la señora Bennet. Ya era hora.
– Un viaje lento y espantoso en coche…
– Dada la estación en que nos encontramos, el tiempo lluvioso y el estado de los caminos, no queda más remedio que ir en coche. Usaré seis caballos ligeros, y Bingley hará otro tanto. Deberíamos hacer sesenta millas diarias, quizá más.
Con la nota doblada y guardada en el bolsillo de la chaqueta, Ned partió.
Darcy se levantó, con gesto hosco, y permaneció durante un instante con los ojos clavados en la hilera de volúmenes encuadernados en piel de las Hansards parlamentarias [1]. La vieja bruja se había muerto finalmente. «Es un error tremendo casarse con alguien de clase inferior», pensó, «y poco importa lo inmenso que pueda ser el amor o cuánto se sufra por la necesidad urgente de consumarlo. No ha valido la pena. Mi hermosa y principesca Elizabeth es igual que una solterona frígida, igual que su hermana Mary. Me ha dado un chico enfermizo y afeminado y cuatro malditas chicas. ¡Un verdadero desastre, señora Bennet! ¡Que el demonio se la lleve a usted y a todas sus maravillosas hijas! El precio ha sido demasiado alto…».
Puesto que sólo tenía que recorrer cinco millas, el carruaje de los Darcy, con sus seis caballos, se adentró en el patio de The Crown and Garter a la mañana siguiente antes de que llegaran los Bingley; Bingley Hall se encontraba a veinticinco millas de distancia. Con las manos enfundadas cálidamente en un manguito de piel, Elizabeth se acomodó en un saloncito privado para esperar hasta que la reunión familiar se completara.
Su único hijo varón, con la cabeza enterrada en uno de los volúmenes delDeclive de Gibbon [2], utilizaba su mano izquierda para buscar a tientas una silla sin tener que dejar de mirar ni una sola vez las letras impresas. «Una lectura reveladora», le había dicho a su madre con su dulce sonrisa. La naturaleza le había otorgado los delicados rasgos de Elizabeth y una tez más bien morena que dorada; las pestañas de sus párpados, a menudo entrecerrados, eran oscuras como las de su padre, igual que las finas cejas que se perfilaban sobre sus ojos.
Al menos su salud había mejorado un poco, ahora que Fitz se había rendido a lo inevitable y había abandonado su despiadada campaña para intentar que Charlie se convirtiera en un hijo «satisfactorio». ¡Oh, qué cantidad de resfriados había cogido después de haberse visto obligado a cabalgar durante horas con mal tiempo! ¡Y la cantidad de fiebres que lo habían tenido postrado en cama durante semanas después de asistir a partidas de caza o a agotadores viajes a Londres! Nada de todo aquello había desviado a Charlie de su pasión por los estudios, nada consiguió transformarlo en un hijo aceptable para Darcy de Pemberley.
«Ya es suficiente, Fitz», le había dicho Elizabeth el año anterior, temiendo la gélida altanería con que su marido escucharía sus palabras, pero decidida a que las escuchara. «Soy la madre de Charlie y te he cedido la dirección de su educación infantil sin dar siquiera mi opinión. Pero ahora lo voy a hacer. No puedes arrojar a Charlie a los lobos de un regimiento de caballería, por muy deseable que te parezca que el hijo de un noble, que además es su heredero, pase unos años en el ejército para pulirse…¿Pulirse? ¡Bah…! Esa vida lo mataría. Su única ambición es ir a Oxford y estudiar a los clásicos, y se le debe permitir que siga ese camino. ¡Y no digas que detestabas tanto Cambridge que te compraste un par de galones en un regimiento de húsares! Tu padre ya había muerto, así que no sé qué habría pensado de tu conducta. Lo único que sé es lo que le conviene a Charlie».
La gélida altanería en realidad no se mostró en todo su esplendor en aquella ocasión y el rostro de Fitz se había tornado casi metálico, pero sus ojos negros, clavados en los de su esposa, denotaban más cansancio que irritación.
«Seguro que tienes razón», había dicho Fitz, con un tono áspero. «Nuestro hijo es un flojo afeminado, sólo válido para la universidad o para la Iglesia, y preferiría mil veces tener a un catedrático que a un Darcy obispo, así que no quiero saber nada más de este asunto. Mándalo a Oxford, ¡haz lo que te plazca!».