Los caminos eran espantosos, pero ninguno de los viajeros esperaba que fueran de otro modo. El cochero intentaba evitar los peores baches, pero, al ir por las roderas, resultaba casi imposible salvar los hoyos del camino. En dos ocasiones pasaron junto a carruajes que se habían salido de la vía y permanecían tirados en la cuneta, y en otra ocasión un individuo embozado en un enorme gabán estuvo a punto de lanzarlos a la cuneta cuando pasó como un rayo en uncurricle tirado por cuatro caballos grises emparejados, rozando los cubos de las ruedas con la diligencia y dejando atrás al cochero lanzando maldiciones. Los carros de los pueblos cercanos, los carromatos y las carretelas representaban un gran peligro, hasta que sus conductores se daban cuenta de que si no abandonaban el camino al instante, acabarían convirtiéndose en un montón de astillas.
Las personas que disponían de dinero para comprar un billete para la diligencia no eran pobres, aunque algunos estaban cerca de serlo. El compañero de asiento de Mary era una simple muchacha que iba a ejercer de institutriz de dos niños en un lugar cerca de Peterborough; cuando observó aquella dulce carita, Mary sintió un estremecimiento. Porque supo, como si fuera una gitana observando en el interior de una bola de cristal, que aquellos dos mozalbetes serían con toda seguridad incorregibles. El hecho de contratar a aquella muchacha significaba que los padres de Peterborough habían contratado y despedido ya a muchísimas institutrices. La mujer de mediana edad que Mary tenía enfrente era una cocinera que iba a ocupar un nuevo empleo, pero estaba ya en el declive de su carrera: no se trasladaba para ocupar un puesto mejor; su conversación dispersa indicaba a las claras una profunda relación con la botella y los engaños y los robos domésticos. «¡Qué divertido!», pensó Mary mientras iban devorando millas y millas del camino. «Por fin estoy conociendo a la gente, y de repente me doy cuenta de que mis criados en Hertford me engañaban, y que me consideraban exactamemente una palurda ignorante. Puede que no haya visto a ningún pobre miserable, pero de todos modos estoy recibiendo una buena educación… Jamás antes en toda mi vida había estado tan absolutamente desprotegida ante gentes extrañas».
Pudo ver a los pobres yendo por los caminos de un lado para otro, y había muchos en la ruta de Huntingdon. Algunos portaban un hatillo en el que llevaban un poco de pan y queso; otros andaban bebiendo ginebra o ron; pero la mayoría, o eso parecía, no tenían ni comida ni alcohol para emborracharse. Los dedos de los pies asomaban por aquellos zapatos con trampilla; los niños iban simplemente descalzos y sus ropas no eran más que mugrientos harapos. Las mujeres amamantaban a bebés y los hombres orinaban junto al camino sin ningún recato, los muchachos se ponían en cuclillas para vaciar sus intestinos y exhibían un divertido interés en lo que salía de sus cuerpecillos. Pero «la vergüenza y la modestia son lujos que sólo pueden permitirse aquellos que tienen suficiente dinero», decía Argus. Ahora Mary lo sabía por experiencia propia.
– ¿Cómo se las arreglan para vivir? -le preguntó a un pasajero con aire juicioso después de que éste lanzara unos peniques a un grupo particularmente desastrado de aquellos desgraciados caminantes.
– Como pueden -respondió, sorprendido ante el interés de Mary-. Ahora no es temporada de trabajo en las tierras… demasiado tarde para sembrar y plantar, y demasiado pronto para cosechar. Los que van hacia el sur se encaminan a Londres, y los que van hacia el norte probablemente querrán ir a Sheffield o Doncaster. Van buscando un trabajo en un telar o en una fábrica. Estos no reciben ayuda de los albergues parroquiales, como puede usted comprobar.
– Y si encuentran un puesto de trabajo, no les pagarán lo suficiente como para permitirse techo y comida -dijo Mary.
– Así es el mundo, señora. Les he dado todos esos peniques, pero no tengo dinero para todos ellos, y mis chelines debo guardarlos para mí y para mi propia familia.
Pero el mundo no tenía que ser necesariamente así, dijo para sí Mary. «¡No tiene por qué ser así! En algún lugar tendría que haber dinero suficiente. En algún lugar, sí, tendrá que haber dinero suficiente…».
El viaje fue muy largo. Lo que había comenzado en Biggleswade a las siete de la mañana terminó a las siete de la tarde en Huntingdon, con el cochero sonriendo de oreja a oreja por la velocidad de su vehículo. Agotada hasta el delirio, Mary descubrió que la posada barata más cercana se encontraba a cierta distancia, en Great Stukely. Bueno, no había más remedio: esa noche se quedaría en la casa de postas, donde había parado la diligencia, puesto que tenía que coger otra a las seis de la mañana para completar el agotador tramo hasta Stamford.
Una cena con buey asado bien cocinado, patatas asadas, judías verdes, guisantes y salchichas calientes con mantequilla le dio la vida y durmió maravillosamente -aunque no durante mucho tiempo- en una cama de plumas limpia y con las sábanas bien aireadas. De todos modos, media corona era…muy caro. Esperaba que en Stamford pudiera conseguir un alojamiento más barato.
La diligencia no llegó a Stamford hasta las nueve de la noche, durante un anochecer perfumado y neblinoso que, en otras circunstancias, a Mary le habría encantado. En todo caso, la etapa que la llevaría a Grantham la obligó a levantarse muy temprano…
– ¿Por qué siempre tienen que salir tan pronto? Necesito dormir y ya sé que no puedo dormir estando tiesa como un palo en una apestosa diligencia».
Durante el trayecto de Stamford a Grantham, Mary se vio trujada entre dos viejos egoístas y enfrente de dos críos que compartían una sola plaza. Como ambos eran muchachos, y de una edad muy poco recomendable para aguantar un viaje en diligencia, consiguieron llevar a su madre al borde de la locura y al resto de los pasajeros al borde del asesinato. Sólo el violento golpe que el bastón de uno de los caballeros ejecutó en las espinillas de los muchachos pudo evitar que los cuatro adultos conocieran la soga del verdugo, aunque la madre le dijo al caballero que era un bruto sin corazón.
Grantham tenía la estación de carruajes junto a una enorme casa de postas y era el centro de una red de rutas de diligencias; la ciudad se encontraba en el Gran Camino Real del Norte que iba hacia York y llegaba hasta Edimburgo. El único problema era, tal y como supo pronto Mary, que las rutas este-oeste no eran tan importantes como las que iban del norte al sur. No había transporte alguno hacia Nottingham hasta dos días después, lo cual ponía a Mary entre la espada y la pared: ¿iba a pasar el día que le sobraba en aquella ajetreada ciudad… en una posada decente o de un modo más austero? Después de haber suprimido con severidad ciertos escrúpulos de conciencia, se decidió por una elegante casa de postas que se encontraba al lado de la estación, reservó una habitación en la parte de atrás, a salvo del ruido del patio, y mandó que le llevaran una bandeja con comida. A pesar de ser un par de coronas más pobre, Mary no se sentía demasiado culpable. Al menos, no después de haber soportado a aquellos dos niños odiosos y a la gansa de su madre. ¿Y quién podría haber imaginado jamás que tantos caballeros de edad provecta con enormes panzas viajaban largas distancias en diligencia?
Dormir toda una noche de un tirón y sin sueños mejoró notablemente su humor y su dolor de cabeza. Después de llamar para que le llevaran agua caliente y una bandeja con café y bollos, salió para dar un vigoroso paseo y disfrutar de los atractivos de Grantham… que no eran muchos ni muy sugerentes. El tráfico constante, de todos modos, le pareció fascinante, especialmente la cantidad y la suntuosidad de los coches de posta, tílburis, faetones, calesas y landós. Todos los vehículos que iban hacia el norte o el sur cruzaban por el centro de Grantham porque el mantenimiento de los caballos en las posadas del pueblo era mejor.
Tras un buen almuerzo, dio un paseo hasta el río Witham y se sentó en la orilla, y sólo entonces supo por qué se sentía un poco tristona.