¡Qué hermoso panorama! Sauces, álamos, juncos, patos y patitos cisnes y cisnecitos, las ondas que formaba algún pez al besar la superficie del agua… ¡Cuánto más hermoso sería todo si tuviera compañía! Concretamente, la compañía del señor Angus Sinclair. Una vez que aquella idea se le metió en la cabeza, reconoció el hecho de que las aventuras eran más satisfactorias si se compartían, desde los horrores del coche de posta hasta los paisajes campestres y sus moradores. Con Angus, podría haberse reído de la dama conversadora y preguntona, la presencia de aquellos dos horribles mozalbetes se habría tolerado mejor, la discusión sobre si las ventanas debían abrirse o bajarse se habría evaluado en su justa medida. Las imágenes fueron desvaneciéndose una tras otra, y lamentó no haberlas compartido con algún buen amigo, pero no tenía ningún buen amigo cerca.
«Echo mucho de menos a Angus», admitió, y ya no era exactamente la misma Mary después de cinco días en las diligencias públicas por los caminos. «Me gusta el modo en que sus preciosos ojos azules brillan con la emoción o la risa, me gusta el modo en que me mira cuando vamos paseando, me gusta su carácter amable y sus sardónicos comentarios. Además, no ha perdido el tiempo diciendo palabras de amor… ¡Oh, no podría haberlo soportado…! Si me las hubiera dicho, tendría que haberlo apartado de mí. Tal y como están las cosas, no me puedo ocupar demasiado de los hombres. Son todos tan insoportables y presuntuosos como Fitzwilliam Darcy, o tan embutidos con basura romántica como Robert Wilde. Pero yo no pienso en Angus en cuanto hombre. Pienso en él como un amigo mucho mejor y mucho más agradable que cualquier amiga, a las que solo les importan los matrimonios ventajosos yla ropa».
Los patos se habían reunido delante de ella, esperando que les arrojara pan, pero Mary no tenía; se apartó del río con un suspiro y caminó de regreso a la posada; pasó el resto del día leyendoEnrique vi… aparte, claro está, de la media hora que dedicó a engullir un filete con pastel de riñones y un pedazo de tarta de ruibarbo con abundante crema. Sólo llevaba seis días de viaje, ¡y ya estaba perdiendo peso! ¿Cómo podía ser, si se había pasado la mayor parte del tiempo sentada? He aquí otra lección para el estudioso de la naturaleza humana: que en ocasiones una ocupación sedentaria puede ser más agotadora que mezclar mortero.
Y, en fin, ¡otra vez a la diligencia por la mañana! Consciente de que ya se dirigía hacia el oeste y de que Nottingham estaba a mucha menos distancia de Grantham que Stamford, Mary se subió al carruaje con buen ánimo. Había descansado bien y se presentó en la estación a primera hora con la idea de asegurarse un sitio junto a la ventana. Desafortunadamente, este tipo de asuntos dependían del cochero y el cochero de aquel día era un animal malhumorado que apestaba a ron. Ni cinco minutos después de que estuviera cómodamente instalada en su sitio junto a la ventanilla, Mary se encontró desalojada de allí para hacer hueco a un grupo de cinco caballeros. Como eran individuos acostumbrados a todas las añagazas de los viajes, le habían dejado caer al cochero una propina de tres peniques por los mejores asientos. Al ser la única pasajera, fue relegada al asiento central que miraba hacia atrás, y fue sometida a las miradas lascivas y los comentarios descarados de los tres caballeros que tenía frente a ella y a las manos excesivamente ligeras de los dos que la flanqueaban. Cuando los hombres se dieron cuenta de que Mary no tenía ninguna intención de hablar con ellos, comenzaron a evaluarla, la consideraron una presuntuosa y procuraron que tuviera el viaje más desagradable de su vida. Cuando la diligencia se detuvo para cambiar los caballos, fue lo suficientemente imprudente como para quejarse de la conducta de aquellos hombres al cochero, pero éste no le ofreció ningún remedio, excepto que se acomodara y se divirtiera, o que fuera andando. Tanto los hombres que iban en el techo como los que iban dentro consideraron que era un consejo brillantísimo: no podía esperar ayuda alguna. Todo el mundo en aquella etapa iba borracho, incluido el cochero. Una Mary furiosa ocupó su sitio en la diligencia y estuvo muy tentada de darle una bofetada al individuo que llevaba a su derecha, que le estaba tocando la pierna; pero algún instinto le dijo que si lo hacía, probablemente sería forzada y sometida a algo peor.
Al final apareció Nottingham. Todos salvo uno de sus compañeros de viaje la fueron empujando en su apresurado intento por salir cuanto antes, mientras que el desvergonzado que le había tocado la pierna se quedó atrás, haciéndole una reverencia para burlarse de ella. Con la cabeza bien alta, Mary bajó del carruaje, trastabilló y fue a caer en un montón de apestoso estiércol húmedo; el hombre que se había pasado el viaje tocándola le había echado la zancadilla. Mary se cayó todo lo larga que era, apoyando las palmas de sus guantes e intentando no mancharse, y su bolso voló para caer un poco más allá, derramando su contenido por el suelo. Sus diecinueve guineas también quedaron desperdigadas. El sombrero se le quedó colgando del cuello, impidiéndole casi que pudiera ver nada. Mary permaneció tendida en el suelo, horrorizada ante la visión de sus preciosas monedas esparcidas por el suelo, y provocando más risas y burlas. Desde un rebelde rincón de su pensamiento, una vocecita seguía repitiendo: «¡Qué lugar tan descuidado, nadie barre ni limpia esto…!».
– Vaya, permítame… -dijo una voz.
Justo a tiempo. El brillo del oro había atraído la atención de muchas personas, entre ellas, el cochero y el hombre demasiado aficionado a las piernas ajenas.
El propietario de la voz era un hombre corpulento que había estado esperando a que llegara la diligencia. Llegó hasta donde estaba Mary antes de que los demás pudieran hacer nada y les lanzó una gélida mirada que consiguió apartarlos de allí; luego la ayudó a ponerse en pie. Rápido y ágil, recogió las guineas, el bolso y otras pertenencias de Mary que se habían esparcido por el suelo. Le entregó el bolso con una sonrisa que transformó un rostro que, un instante antes, resultaba amenazador.
– Así, déjelo abierto…
El hombre fue metiendo en su interior el pañuelo, las sales de olor, las cartas de Argus, las pequeñas monedas sueltas y las diecinueve guineas.
– Gracias, señor -dijo Mary, todavía sin resuello.
Pero ya se había ido. El conductor había dejado sus bolsas de mano en otro montón de estiércol húmedo; Mary las levantó con esfuerzo y salió del patio jurando que jamás volvería a poner un pie en Nottingham.
La habitación que alquiló en una posada que estaba en una calle trasera tenía un espejo que le mostró a Mary los estragos de aquel desastroso día. Su gabán y su vestido estaban empapados en orines de caballo y cubiertos con restos de estiércol; cuando se quitó el gabán, descubrió con horror que la hoja de papel que la autorizaba a sacar su dinero de cualquier banco de Inglaterra no era más que un revoltijo ilegible de tinta corrida. ¿Cómo había podido ocurrirle aquello…? ¡El gabán debería haberlo protegido! Debería, pero no lo había hecho, ni su vestido tampoco. ¿Cuánto líquido puede generar uno de esos enormes caballos? Galones, al parecer. Estaba empapada hasta los huesos. Tenía las palmas de las manos doloridas y sucias, y el tapizado de sus bolsas de mano estaba manchado; las bolsas estaban húmedas en la parte de abajo… pero gracias a Dios no había calado el interior.
Temblando, se acurrucó en el extremo de aquella cama dura y se cubrió el rostro con las manos. ¿Cómo se atrevieron aquellos hombres a tratarla de aquel modo? ¿En qué se estaba convirtiendo Inglaterra si una dama de su edad no podía viajar sin que la molestaran?
Había agua fría en un aguamanil, sobre una pequeña mesa, y para entonces ya tenía suficiente experiencia en posadas baratas como para saber que aquélla sería toda el agua que podría conseguir. Quedaba fuera de toda duda que no podría volver a ponerse aquel vestido hasta que no lo lavara, así que lo estiró sobre el respaldo de una pequeña silla para que se secara, y puso el gabán en una silla más grande, lo cual indicaba que aquella habitación era lo mejor que la posada podía ofrecer. Por la mañana enrollaría el vestido y el gabán juntos, los envolvería en papel, si es que podía conseguirlo, y los metería en el fondo falso de la bolsa de mano grande. El agua del aguamanil tendría que ser para su propio uso, aunque sospechaba que necesitaría un cubo de agua caliente para librarse del hedor de los excrementos de caballo.