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La cena en una esquina de la taberna resultó casi agradable, después de un día como aquél, sobre todo cuando descubrió que la pata de cordero estaba deliciosamente tierna y el pastel al horno resultaba bastante sabroso. «Esperemos que todas las desgracias hayan terminado aquí», se dijo. «Aunque tenga que pagar media corona o más por una noche en la mejor posada de la ciudad, no tengo más remedio que viajar en la diligencia pública. Un coche de alquiler, aunque sólo lleve un caballo y sea de los más baratos, me costará al menos tres guineas al día, sin contar las propinas. No tiene ningún sentido escribir mi libro si no tengo dinero para publicarlo después. De todos modos, cuando llegue a Derby, voy a ir a un lugar en el que me puedan dar un cubo de agua caliente».

Cuando Mary entró en el patio de postas, a las seis de la mañana del día siguiente, había dos carruajes esperando allí. No había podido dormir por culpa del olor del amoníaco con que se había restregado todo el cuerpo. Un dolor sordo en la parte de atrás de la cabeza le recorría todo el cráneo hasta el punto de conseguir que sus oídos pitaran y los ojos se le llenaran de lágrimas. «Algo malo tiene que haber en el aire de Nottingham», acabó por pensar, «algo malo que hace que la gente sea tan desagradable, tan áspera…», pues nadie en el patio le prestó la menor atención. Desesperada, agarró por la manga a un mozo que pasaba por allí y lo detuvo a la fuerza.

– ¿Cuál es el coche que va a Derby? -preguntó.

El mozo señaló el vehículo, se retorció para librarse de Mary y huyó.

Suspirando, le entregó sus dos bolsas de mano al cochero del vehículo indicado.

– ¿Cuánto es el billete? -preguntó.

– Ya le cobraré en la primera parada. Ya voy con retraso.

Rogando al cielo que el día le fuera propicio, subió al coche y ocupó un sitio junto a la ventana, mirando en la dirección de la marcha. Hasta ese momento era la única pasajera, una situación que, desde luego, no tardaría en cambiar, en opinión de Mary. ¡Pero no cambió! «¡Gracias, Dios mío, gracias!». El carruaje, un vehículo viejo y apestoso tirado sólo por cuatro caballos, avanzó y salió del patio. «Quizá», pensó, despertando su sentido del humor, «huelo tan mal que nadie puede soportar mi compañía». Aquello demostraba cuánto estaba cambiando Mary; la antigua Mary había encontrado pocas cosas en la vida de las que reírse. O quizá la nueva Mary estaba tan acosada por la desgracia que aprendió que era mejor reír que llorar.

El inconcebible lujo de tener toda la cabina del carruaje para ella sola la animó sobremanera. Puso los pies en el asiento de enfrente colocó la cabeza en un cojín de viaje y se quedó dormida.

Sólo se despertó cuando cesó el movimiento del carruaje. Bajó los pies y sacó la cabeza por la ventana.

– ¡Mansfield! -rugió el cochero.

¿Mansfield? Los conocimientos de geografía de Mary no alcanzaban para conocer todas las ciudades y pueblos de Inglaterra, pero eran lo suficientemente amplios como para saber que Mansfield no se encontraba en la carretera que iba de Nottingham a Derby. Salió de la cabina cuando el cochero estaba descendiendo del pescante.

– Señor, ¿ha dicho usted… Mansfield?

– Eso es.

– ¡Oh…! -exclamó Mary, y elevó la mirada al cielo pesado y gris-. ¿Es que no es éste el coche que va de Nottingham a Derby, señor?

El cochero la miró como si estuviera loca.

– Señora, ésta es la diligencia que va a Sheffield. ¡La de Derby era la otra!

– ¡Pero aquel mozo me señaló ésta…!

– Los mozos pueden señalar el sol, la luna, las estrellas y al Papa, señora. ¡Esta es la diligencia de Sheffield, porque si no, no estaríamos en Mansfield!

– ¡Pero yo no quiero ir a Sheffield!

– Entonces lo mejor será que se quede aquí. Seis peniques me debe.

– ¿Hay alguna diligencia que vuelva otra vez a Nottingham?

– No, hoy no hay. Pero si entra usted en la posada y pregunta, seguro que encontrará a alguien que vaya en esa dirección. -Pensó un poco y luego gruñó-. Puede que incluso haya gente que vaya a Chesterfield. Hay mucho tráfico entre Mansfield y Chesterfield. Desde allí puede usted ir a Manchester, pero viéndola, señora, usted no querrá ir a ninguno de esos sitios…

– ¡Pues sí! ¡Yo quiero ir a Manchester! ¡Es mi destino final!

– Ahí estamos, entonces -dijo, y adelantó una zarpa callosa-. Suelte seis peniques, si no le importa. Sea o no su diligencia, son seis peniques de Nottingham a Mansfield.

Mary comprendió su lógica. Desató los cierres de su bolso para darle el dinero, y retrocedió aterrorizada: ¡el bolso apestaba! ¡Las guineas! ¡Había olvidado lavarlas…!

La diligencia de Sheffield partió, con dos hombres en el techo, tumbados y roncando. A juzgar por las nubes, pronto comenzaría a diluviar. Mary entró en la taberna de una pequeña posada, muy respetable, resignada a aceptar la ayuda de algún granjero que quisiera hacerle un sitio en su carreta con los cerdos. ¡Eso combinaría maravillosamente con su pestilencia!

El lugar olía a sopa picante, y el suelo aún estaba húmedo. La mujer del propietario, esgrimiendo un mocho de fregar, se plantó ante ella de repente.

– ¡Anda atrás, sucia criatura! -gritó, con las aletas de la nariz temblando de furia-. ¡Vamos, atrás, atrás…! -y esgrimía su mocho como un indígena su lanza.

– Me iré con mucho gusto, señora -dijo Mary fríamente-, si antes tiene usted la amabilidad de proporcionarme el nombre de un establecimiento desde el cual pueda asegurarme un medio de transporte en dirección a Chesterfield.

Poco impresionada por aquel discurso, la mujer la observó con desconfianza.

– ¡Sólo hay un sitio para las que son como tú! La taberna que se llama The Green Man. Hiedes igual que los que van allí.

– ¿Cómo puedo encontrar The Green Man? -Y mientras lo preguntaba, Mary se vio empujada a la calle: una garra huesuda que se le clavaba en los nervios del codo la arrastró fuera-. ¡No me toques, maldita perra sarnosa! -gritó Mary, retorciéndose para liberarse-. ¿Es que no tiene usted caridad? ¡He tenido un desgraciado accidente…! Y en vez de ser amable, es usted así de descortés. ¿Perra? ¡Eso sería un eufemismo! ¡Le voy a decir lo que es usted! ¡Unabruja!

– Di lo que quieras, que por un oído me entra y por el otro me sale. ¡Una milla abajo, por aquella calle! -dijo la propietaria, y cerró la taberna con un portazo. Mary oyó cómo se corría un pestillo.

– Se aprecia claramente que el Eau de Cheval no es el perfume favorito de la gente -dijo Mary a nadie, y, con una bolsa en cada mano, fue bajando «por aquella calle».

A la derecha dejó atrás unas granjas, y a la izquierda, después no había más que campo, pero sin tierras de labrantío: sólo se veían bosques. Con el ceño fruncido, levantó la mirada para ver si aún le quedaban horas de sol, pero los rayos no podían abrirse paso entre las densas nubes que cubrían el cielo. A menos que The Green Man estuviera muy cerca, iba a empaparse. Caminó más rápido. ¿Estaba yendo de verdad hacia el oeste…? ¿O aquel camino le llevaba a las espesas e impenetrables profundidades del bosque de Sherwood? «¡Qué bobadas, Mary! El bosque de Sherwood es fruto de la imaginación, desaparecido desde hace mucho tiempo: sus grandes árboles fueron talados para hacerle sitio a las mansiones de los nuevos ricos, convertidos ahora en caballeros, si no para tallar las vigas y las cuadernas de los barcos de guerra de Su Majestad. Sólo pequeños rastros quedaban de aquel bosque, y estaban a muchas millas al este de Mansfield. Lo sé porque lo he leído» [20].

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[20] A lo largo de las próximas páginas habrá continuas y evidentes referencias al bosque de Sherwood y al mítico personaje medieval que allí se refugió, Robin Hood, el famoso proscrito que favorecía a los humildes frente a los desmanes de los poderosos. Mary no pudo conocer el Ivanhoe (1819) de Walter Scott, donde aparece vivamente descrito Robin de Locksley, pero sí las rimas de Joseph Ritson: Robin Hood (1795).