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En cualquier caso, aquel bosque sin nombre se extendía a ambos lados, y en el suelo se amontonaban las hojas secas o las ramas pisadas de los verdes helechos, e incluso el propio camino se difuminaba como los objetos al atardecer.

Escuchó el sonido de unos cascos trotando a sus espaldas; Mary se volvió, por si acaso fuera un granjero con su carreta de cerdos, pero sólo vio a un hombre sobre un poderoso caballo. «¿Qué voy a hacer ahora? ¿Lo ignoro o le pregunto si voy en la dirección correcta?». Entonces, cuando el caballero se acercó, dejó caer los brazos y resopló con un gesto de alivio. Era el amable caballero que la había ayudado en el patio de coches de Nottingham y le había devuelto sus guineas.

– ¡Oh, señor…! ¡Cuánto me alegro de verle! -exclamó.

El hombre descabalgó con tanta destreza como si la silla le quedara a la altura del suelo, enrolló las riendas alrededor de su antebrazo izquierdo y avanzó hacia ella.

– No me podría haber imaginado que me sucediera nada mejor -dijo, con una sonrisa-. No tiene usted suerte, ¿verdad?

– ¿Perdón…?

– No tuve oportunidad de robarle las guineas en aquella estación llena de gente… pero aquí… Será tan fácil como arrebatarle un sonajero a un bebé.

Obedeciendo a un impulso natural, Mary dejó caer las bolsas de mano y se aferró rápidamente a su bolso.

– Por favor, señor, tenga la amabilidad de olvidar lo que ha dicho y permítame ir a The Green Man -dijo, con la barbilla levantada, los ojos fijos en él y sin un ápice de temor. Sí, su corazón estaba latiendo a una velocidad desconocida y su respiración se había acelerado, pero estaba más dispuesta a luchar que a escapar.

– No puedo hacer eso. -Tenía el pelo negro y lo suficientemente largo como para enlazarlo en una coleta con una cinta negra; sus cabellos flotaron en el aire cuando repentinamente sopló una ráfaga de viento de lluvia-. Además, conozco bien ese lugar llamado The Green Man… allí no tendrá usted ayuda ninguna: de allí no irá más que a una mancebía. Usted ya no es una jovencita, señora, pero, curiosamente, es todavía hermosa. ¡Mira que hacerle caso a la vieja mujer del posadero Beatty…! Es metodista; hay muchos en esta parte, desgraciadamente, pero ¿qué le vamos a hacer? ¿Quién es usted para tener tanto dinero? Cuando se cayó en toda aquella porquería pensé que era un triste despojo de ama de llaves, de esas que siempre andan huyendo de las amenazas amorosas de su señor… Después vi las guineas y… Ahora no sé qué pensar, salvo que el dinero ya no es suyo, sino mío. Lo robó, ¿a que sí?

– ¡Por supuesto que no! Apártese, señor mío.

Perfectamente podría haberse quedado callada. Con la cabeza inclinada hacia un lado, él la miró de arriba abajo, como si la estuviera examinando, con los ojos medio cerrados y los labios estirados hacia atrás, mostrando una sarta de dientes equinos.

– La cuestión es: ¿cojo sólo el dinero o debo matarla también? Si estuviera limpia y oliera un poco mejor, podría ser realmente una dama… Y si eso fuera así, lo mejor sería matarla. En caso contrario, si alguna vez atraparan al capitán Thunder, usted podría reconocerlo, ¿no?

La prudencia le recomendaba quedarse quietecita y callada, no revelar sus orígenes, pero aún no había caído tan bajo.

– ¿Es ése su nombre? ¿Capitán Thunder? Sí, claro. Capitán Thunder: ¡testificaré contra usted delante de un tribunal! ¡Se merece la horca y el cadalso!

Evidentemente, Mary consiguió desconcertarlo y el hombre se tomó su tiempo; las mujeres solían ponerse a chillar hasta despertar a todos los campesinos de los alrededores: no era común que le contestaran de aquel modo. Aquella mujer… frágil, sucia y sola, pero no tenía miedo.

– Entrégueme el dinero.

Mary aferró los puños en el bolso hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

– ¡No! ¡Esmi dinero! ¡Lo necesito!

El caballo permanecía tranquilo y ramoneaba apaciblemente; cuando aquel hombre le puso las manos encima a Mary, el animal permaneció firme, aparentemente desinteresado de la lucha que se entablaba, aunque el hombre dio un tirón a las riendas. El plan que Mary había estado pensando era abalanzarse sobre el caballo y darle un puntapié. Hasta entonces, nada en su vida había revelado lo fuerte que era físicamente; la mediana de las Bennet sorprendió al hombre por la fuerza con que luchaba para conservar su dinero. El ladrón no podía ni siquiera doblarle los dedos para rompérselos: hasta ese punto convulsivo se había aferrado la mujer a su bolso. Nerviosa y ágil, Mary consiguió zafarse del ladrón. Corrió camino abajo, dando gritos, pero pocas yardas más allá él la alcanzó, agarrándola por los hombros de la manera más violenta.

– ¡Bruja! ¡Zorra! -dijo, zarandeándola y agarrándole el cuello con la mano izquierda. Con la mano derecha le sujetó con violencia ambas muñecas hasta que, sin fuerzas, las manos de Mary dejaron resbalar el bolso. Comenzó a caer, y el ladrón rebuscó en su interior.

Mary casi se volvió loca. Empezó a darle patadas en las espinillas, y con rodilla intentó alcanzarle la ingle, y le clavó las uñas en la cara hasta hacerle sangre… «¿Cómo se atrevía aquel maleducado a robarle…?».

Pero él no dejó de sujetarle la garganta. Un ruido sordo invadió sus oídos, el rostro de aquel hombre enfrente de sus ojos desorbitados se tornaba cada vez más turbio, menos nítido. Las fuerzas la abandonaron, y exactamente cuando un violento puñetazo golpeó su frente, Mary perdió la consciencia.

Quejándose, enferma del estómago, se despertó y descubrió que estaba derrumbada a los pies de un árbol enorme, casi oculta entre sus poderosas raíces. Una luz mortecina se filtraba a través de las hojas que formaban un toldo sobre ella, y estaba lloviendo. Si tenía que guiarse por el estado de sus ropas empapadas, debía concluir que había estado lloviendo durante algún tiempo.

Transcurrió casi una hora antes de que pudiera arrastrarse y sentarse en uno de los troncos derribados que había alrededor, y allí pudo comprobar sus heridas. Tenía el cuello muy dolorido y magullado; las muñecas llenas de cardenales, una gran hinchazón en la parte derecha de la frente y un punzante dolor de cabeza.

Cuando se sintió con fuerzas para permanecer de pie, buscó sus bolsas de viaje y su bolso, pero fue en vano. Sin duda, el capitán Thunder se las había llevado y las había arrojado entre la densa vegetación de helechos, probablemente lejos de donde la había abandonado a ella. Aunque no soplaba ni una brizna de aire en lo más profundo del bosque, le castañeteaban los dientes y su piel estaba helada; tenía frío y estaba magullada, y dondequiera que mirara no había más que árboles y árboles. No era uno de esos bosques replantados, pues sus viejos moradores parecían tener más de mil años. Tal vez era Sherwood; y en ese caso, estaba a muchas millas de donde se había peleado con aquel ladrón. Entonces, el buen juicio acudió a consolarla: «¡No, esto no es Sherwood!». Era otro bosque, otro bosque infinitamente antiguo en un condado famoso precisamente por sus bosques. Probablemente ni siquiera era muy grande, pero cuando una persona se encontraba en medio de aquellos árboles, perdía toda perspectiva y la medida de las cosas.

Si quería seguir viva, tendría que buscar refugio ante la inminente llegada de la noche. Tras caminar una breve distancia, encontró un haya podrida en su interior. Le ofrecía suficiente protección para cubrirse y evitar la lluvia; retorciéndose, se metió en la estrecha cavidad, y entonces Mary sintió que las fuerzas la abandonaban sin remedio, y volvió a perder la consciencia.

La hinchazón de la frente era más grave de lo que ella creía, y durante muchos días el dolor fue terrible, hasta el punto de perder el conocimiento en varias ocasiones; cuando volvió a levantarse, de nuevo era de noche. Se había arrastrado fuera del haya y se encontraba sentada en el suelo, pero al menos ya no llovía. Entonces cayó en una especie de coma, inquieta y asediada por horribles pesadillas, pero cuando volvió a abrir los ojos, descubrió la luz del día. Unos breves pasos le confirmaron que no se encontraba bien; le dolía todo el cuerpo y sospechaba que tenía mucha fiebre. «Estoy enferma y perdida, sin esperanza… ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer…? ¡Si al menos la cabeza dejara de darme esas punzadas…!».