Para la velada, Elizabeth eligió una gasa lila, porque no salía del luto hasta noviembre. Durante los segundos seis meses no era obligatorio el negro, pero el blanco resultaba soso y el gris, un tanto deprimente. Los caballeros lo tienen más fácil, pensaba; una banda de luto en el brazo y ya podían ponerse lo que quisieran. Fitz hubiera preferido que se hubiera engalanado con el collar de perlas, seguramente el más valioso de Inglaterra, pero ella eligió el de amatistas, así como unos brazaletes de las mismas piedras.
Se encontró con Angus Sinclair y Caroline Bingley en lo alto de la escalinata.
– Mi querida Elizabeth, eres la personificación de tus jardines -dijo Angus, besándole la mano.
– Eso podría tomarse erróneamente: ¿quieres decir que Elizabeth es muy amplia y está aderezada con mal gusto? -dijo la señorita Bingley encantada con sus lentejuelas de ámbar y bronce y deslumbrantes zafiros amarillos.
La furia de Elizabeth se despertó.
– Oh, vamos, Caroline, ¿de verdad crees que los jardines de Pemberley están mal arreglados y son de mal gusto?
– Sí, me atrevería a decir que sí. Y aún no consigo comprender por qué los antepasados de Fitz no llamaron a Iñigo Jones o a Capability Brown para que los diseñaran… ¡Qué capacidad para todo lo que está a la moda [21]!
– Entonces no has visto los narcisos que cubren la hierba, por debajo de los almendros en flor, ni el pequeño valle en el que las campanillas blancas de invierno casi se juntan con los zarcillos colgantes de las cerezas rosadas.
– No, confieso que no he visto todo eso. Aún me ofende a la vista el recuerdo de esos parterres de caléndulas naranjas, de salvia escarlata y de unas cosas azules… -dijo Caroline, sin darse por vencida en absoluto.
Angus había recuperado el aliento y sonrió.
– Caroline, Caroline, ¡eso no es muy agradable! -exclamó-. Fitz ha intentado emular Versalles, lo cual ha propiciado esos parterres que combinan tan horrorosamente mal. Pero estoy con Elizabeth: los prados floridos de Pemberley son como los paraísos de Oberon y Titania [22].
Para entonces ya habían llegado al final de la gran escalinata y entraban en el Salón Rubens, suntuosamente adornado en carmesí, marfil y plata, con su mobiliario Luis xv.
– En todo caso -dijo Angus, rodeando su cintura con el brazo-, esto no podrás criticarlo, Caroline. Las residencias de otros caballeros quizá estén atestadas de mugrientos retratos de sus ancestros (la mayoría de ellos ejecutados de mala manera, por cierto), pero en Pemberley sólo podrás encontrararte.
– Estos desnudos de mujeres gordas me parecen repulsivos -dijo la señorita Bingley desdeñosamente, y al ver a Louisa Hurst y a Posy, se alejó y se reunió con ellas.
– Esa mujer es agria como el limón de Lisboa -dijo Angus en voz baja para que sólo pudiera escucharlo Elizabeth.
Los ojos de la señora Darcy se habían encendido y, desde el color lila, se habían tornado absolutamente púrpuras; miraban a Angus con agradecimiento.
– Esperanzas truncadas, querido Angus. ¡Deseaba tener a Fitz!
– Bueno, todo el mundo lo sabe.
Fitz entró con el duque y la duquesa, y pronto se reunieron los invitados en un alegre aperitivo. Su marido, así lo percibió Elizabeth, parecía particularmente complaciente; y también estaba muy feliz el señor presidente del Parlamento, un gran amigo de Fitz. «Entre los dos han estado arreglando el imperio en privado y han decidido que Fitz va a ser primer ministro en cuanto las cabezas coronadas de Europa puedan conseguir la abdicación de Bonaparte. Lo sé con la misma certeza que conozco la cara de mis hijas. Y Angus lo ha sospechado, y eso es muy triste, porque Angus no estory. Angus es un campeón de los whigs, más progresista y liberal. No es que haya mucha diferencia de unos a otros. Los tories defienden los privilegios de la pequeña aristocracia rural, mientras que los whigs se dedican especialmente a defender los derechos de los comerciantes y los industriales. Respecto a los pobres, ni unos ni otros comentan nada».
Parmenter anunció la cena, la cual exigía a los invitados una larga caminata hasta el pequeño salón comedor de la residencia, decorado con brocados de colores achampanados, dorados y retratos familiares, aunque no pobremente ejecutados, desde luego: allí había Van Dykes, Gainsboroughs, Reynolds y Holbeins.
Charlie y Owen habían llegado lo suficientemente pronto como para no ganarse la mirada desaprobatoria de Fitz, que en su fuero interno se sintió complacido. La última vez que había visto a su hijo había sido en el funeral de la señora Bennet y había comprobado que Charlie había crecido tanto física como mentalmente. No, nunca estaría absolutamente satisfecho con él, pero al menos ya no lo miraba como a un crío inútil.
Elizabeth sentó a Charlie a un lado del obispo de Londres y a Owen al otro; podrían conversar sobre escritores latinos y griegos si les apetecía. De todos modos, eso no sucedió. Con una mirada de desprecio hacia Caroline Bingley, su principal calumniadora, Charlie prefirió entretener a la mesa con las anécdotas de sus aventuras durante la excursión en la que le había enseñado a Owen la región de The Peak; el asunto era irreprochable y el énfasis, con un amable sentido del humor, muy propio para entretener a un auditorio tan dispar. No se hizo mención alguna de la señorita Mary, aunque Elizabeth temió que no hubieran encontrado ni rastro de ella. Si Manchester era su destino final, aún no había llegado ni siquiera a los alrededores.
La langosta, sencillamente asada y aderezada únicamente con mantequilla derretida, acababa de retirarse de la mesa cuando unos ruidos procedentes del exterior pudieron oírse perfectamente en el salón. Alguien estaba gritando y chillando, Parmenter también estaba dando voces, y una confusa barahúnda de gritos masculinos aseguraba que había varios lacayos que también participaban en el escándalo.
Las puertas dobles se abrieron intempestivamente; todas las cabezas de la mesa se giraron.
– ¡Lydia…! -dijo Elizabeth con un grito ahogado, al tiempo que se levantaba.
Su hermana parecía fuera de sí. Al parecer, una horrible tormenta la había sorprendido, porque el ligero vestido que llevaba estaba empapado, y se aferraba a su encorsetado cuerpo de un modo vergonzoso. Si había salido a la calle con un sombrero, éste había desaparecido, y tampoco llevaba guantes, y era obvio que desconocía por completo las convenciones del luto. Su vestido era de un rojo brillante -iba vestida como una ramera- y era muy corto. Nadie se había ocupado de peinarla y los mechones sobresalían y se desprendían sin sentido por todas partes; su rostro era un extravagante pastiche de mocos y cosméticos corridos. En una mano traía un papel arrugado.
– ¡Darcy… maldito bastardo! -gritó-. ¡No tienes corazón, eres un monstruo con la sangre muerta! ¡Bastardo hijo de perra! ¡Hijo de mala madre! ¡Cabrón!¡Hijo de puta!
Aquellas palabras cayeron tan violenta y espantosamente en el silencio del salón que las mujeres olvidaron desmayarse cuando las dijo. Como era costumbre obligada, Elizabeth estaba sentada en un extremo de la mesa, junto a las puertas, mientras Fitz ocupaba la cabecera, quince pies más allá. Cuando vio a Lydia, su rostro se contrajo, pero no se levantó, y cuando ella pronunció lo impronunciable sus facciones no registraron ningún gesto, salvo una mueca de asco y fastidio.
– ¿Sabes lo que dice esto? -preguntó Lydia, aún chillando y agitó en el aire el papel que llevaba en la mano-. Dice que mi marido ha muerto, ¡que ha muerto en la guerra, en América! ¡No tienes corazón! ¡No tienes corazón! ¡Maldito desgraciado! ¡Desgraciado! ¡Hijo de perra! ¡Tú enviaste a George a ese lugar! ¡Tú y nadie más que tú! ¡Era una molestia para ti, igual que yo, que también soy una molestia, como todos los parientes de tu mujer, que preferirías que no existieran! -Echó la cabeza hacia atrás, y dejó escapar un maléfico gemido-. ¡Oh, mi George, mi George…! ¡Yo lo amaba, Darcy, lo amaba! ¡Hemos estado casados veintiún años, pero sin vernos y sin saber el uno del otro…! Bonaparte te dio una buena excusa y utilizaste tu influencia para enviar a George a las guerras de España, dejando que me las arreglara como mejor pudiera con la paga de un capitán… ¡porque te negaste a ayudarme! ¡Soy la hermana de tu mujer! -y dejó escapar otro de aquellos horribles lamentos-. ¡Oh, George, mi George…! Muerto, en América, con sus huesos en alguna tumba que jamás veré… ¡Maldito hijo de perra, Darcy!¡Hijo de puta!