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– Nada. Hoy cabalgamos hasta Chesterfield, pensando que podría venir por ese camino, pero no. Y tampoco la han visto en Derby. Mañana pensamos ir hasta Sheffield.

– Mañana parten los duques de Derbyshire y el obispo. Debes quedarte aquí para despedirte de ellos. El presidente de la Cámara de los Comunes y su esposa se irán pasado mañana. No podrás ir en busca de Mary antes del próximo lunes.

– Cuando Fitz y Elizabeth se casaron, inmediatamente supe que me iba a divertir -le dijo Caroline Bingley a Louisa Hurst-, pero ¿quién iba a imaginar que la diversión sería cada año mayor?

Iban ambas caminando formalmente frente a la colosal entrada de Pemberley, con las miradas clavadas en la asombrosa perspectiva del lago artificial. Una leve brisa flotaba en el aire, y era suficiente para hacer cosquillas en la superficie del agua y conseguir el reflejo de Pemberley pasara de ser la imagen en un espejo a un castillo de hadas temblando ante las pisadas de un gigante que se aproximara. Desde luego, la atención de las señoras no estaba centrada en la imagen de la casa señorial; ambas damas reservaban un pequeño rinconcito de su pensamiento para una escena distinta: la imagen que ofrecerían a cualquier mirada enamorada que pudiera pasar circunstancialmente por allí…

La pequeña figura de la señora Hurst iba envuelta en una finísima tela de algodón, de color hierbabuena pálido y bordada con puntillas de verde esmeralda, con cenefas de color chocolate; su sombrero, tremendamente moderno, era una pamela verde con cintas chocolate; los guantes cortos de cabritilla eran de color esmeralda y las botas de media caña, también de cabritilla, eran de color chocolate. Llevaba una preciosísima gargantilla de cuentas de malaquita pulida. La señorita Bingley, como era más alta y esbelta, prefirió un atavío más sugerente. Llevaba una organza transparente rosa pálido sobre un airoso vestido de tafetán de rayas de color cereza y negro; su sombrero era una pamela de color cereza con cintas negras; los guantes cortos de cabritilla eran de color cereza y las botas de media caña, también de cabritilla, eran de color negro. Llevaba una preciosísima gargantilla de perlas rosas. Si Pemberley precisaba algo para hacer resaltar sus encantos, eran esas dos mujeres; al menos, ellas estaban convencidas de ello…

– Sí, ¿quién iba a imaginarlo? -preguntó la señora Hurst, tal y como convenía. Ella era la caja de resonancia de su hermana pequeña, y nunca se había atrevido a tener pensamientos propios. Una Caroline era todo lo que la familia necesitaba; dos habrían sido de todo punto insoportables.

– ¡Oh, qué bendición haber estado presentes en la escena de la noche pasada…! ¡Y pensar que estuve a punto de rechazar la invitación de Fitz para venir este año…! ¡Qué lenguaje! ¿Cómo puedo contarle a nadie las obscenidades que dijo sin repetir las palabras que utilizó? Lo que quiero decir, Louisa, es… ¿hay alguna manera elegante de decir eso…?

– No que yo sepa. «Descarada» ni siquiera se aproxima a la definición de quien utiliza esas palabras… ¿no?

– Tendré que esforzarme en resolver ese problema, porque juro que no me voy a quedar callada por cuidar las formas…

– Estoy segura de que encontrarás la fórmula.

– No puedo permitir que la gente piense que el lenguaje de Lydia fue menos ofensivo de lo que fue en realidad.

– ¿Quién se asombrará más? -preguntó la señora Hurst, cambiando de tema.

– La señora Drummond-Burrell y la princesa Esterhazy. Voy a ir a cenar a la embajada cuando regrese a Londres la próxima semana.

– En ese caso, hermana, dudo que necesites contárselo a nadie más. La señora Drummond-Burrell lo hará por ti.

Una figura alta y elegante iba caminando hacia ellas; las damas cesaron en su paseo, incómodas ante la posibilidad de que el movimiento destruyera el bonito efecto que ambas causaban en el entorno.

– Vaya, vaya… ¡señor Sinclair! -exclamó la señorita Bingley, deseando fervientemente poder extender la mano para que el caballero se la besara, como estaba haciendo Louisa; una absurda obligación… ¡que las damas que no están casadas no puedan dar su mano a besar!

– Señora Hurst, señorita Bingley. ¡Están ustedes realmente hermosas y llamativas! ¡Como dos helados en Gunter's: una rosa y otra verde!

– Oh, là, là, señor, ¡qué tonterías dice…! -dijo la señorita Bingley arqueando las cejas-. Me niego a derretirme.

– Y me temo, señorita Bingley, que yo no tengo ni el encanto ni la habilidad para conseguir que se derrita.

Louisa cogió el pie de un modo impecable.

– ¿Va a publicar usted los escandalosos acontecimientos de anoche en su periódico, señor?

¿Hubo un destello de desprecio en aquellos bonitos ojos azules?

– No, señora Hurst; yo no soy de ésos. Cuando mis amigos tienen problemas privados y tribulaciones, yo guardo silencio. -Y añadió con gesto indiferente-: Exactamente lo mismo que hará usted, estoy seguro.

– Desde luego -dijo Louisa.

– Desde luego -dijo Caroline.

El señor Sinclair se disponía a marcharse.

– Es una lástima que no podamos confiar en el silencio de todo el mundo -dijo.

– Es una lástima tremenda -dijo Louise-. ¡Ah, los duques de Derbyshire!

– Yo también me voy -dijo Caroline-. También está el presidente de la Cámara…

«Lenguas viperinas», pensó Angus mientras se tocaba el sombrero para despedirse de ellas.

Iba a encontrarse con Fitz en los establos, pero antes de llegar se encontró con Charlie, absolutamente abatido porque se veía obligado a quedarse en casa.

– ¿Puede hacer un viaje largo a caballo el próximo lunes? -preguntó Charlie-. Owen y yo iremos a Nottingham. Lo mejor es que meta ropa de recambio en las alforjas del caballo, por si nos entretenemos…

Angus se lo prometió y luego se alejó caminando.

La desaparición de Mary le había infundido más temor del que jamás hubiera sospechado. Mary Bennet era una mezcla de inocencia sobreprotegida y un cinismo de segunda mano que, como un cañón suelto en un buque de la Armada, podía girar en cualquier dirección, causando estragos indiscriminadamente. Si se hubiera ceñido a su plan, debería estar en Derbyshire en aquel momento. Entonces, ¿por qué no estaba allí? «El amor», pensó Angus, «es el mismísimo demonio. Aquí estoy, sudando de preocupación, mientras ella probablemente está cantando en alguna posada a cincuenta millas al sur, tomando copiosas notas de los granjeros y de los males que acechan al pueblo por cercar las tierras del común. ¡No, no está ahí…! Mary es demasiado estricta como para no estar en el lugar correcto en el momento correcto… ¡Oh, amor mío, amor mío! ¿Dónde estás?».

– Señor Sinclair…

Se volvió y vio a Edward Skinner que se acercaba, y se le nubló el gesto. Un individuo curioso, en el que Fitz confiaba ciegamente… Bueno, eso lo sabía desde siempre, aunque, de algún modo, en esta visita Angus había percibido que aquella confianza se había reforzado mucho. ¿Quizá gracias a los asuntos de Mary y Lydia? No era un hombre que tuviera mal aspecto, si a uno le gustan las personas grandes y de tez oscura. Sus ojos mostraban el mismo distanciamiento gélido de Fitz, sin embargo, era demasiado mayor para ser su hijo natural… Rondaría los cuarenta, en opinión de Angus.

– ¿Sí, señor Skinner? -preguntó, contestando así a Ned.

– Un mensaje del señor Darcy. No puede encontrarse con usted hoy.

– ¡Oh, qué fatalidad! -Angus permaneció allí durante unos instantes y entonces asintió para sí-. Bueno, no importa. Creo que necesito despejar la mente un rato, así que iré a dar un paseo a caballo solo. ¿Le importaría decirle a la señora Darcy que estaré de vuelta a la hora de cenar?

– Naturalmente.

Una vana esperanza: no podría hacer nada de provecho durante esas horas; era ya casi mediodía cuando Angus partió hacia Chesterfield, pero sabía que no le daría tiempo a llegar. Su caballo perdió una herradura y se vio obligado a buscar a un herrero, y todo lo que consiguió fue un molesto dolor de cabeza por cabalgar de cara al sol de poniente cuando regresaba.