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– Ya sé que lo que más te inquieta ahora es la señora Wickham -le dijo a Elizabeth antes de cenar-, pero yo estoy más preocupado por Mary. Nunca he conocido a una persona más meticulosa, más obsesionada con la minuciosidad de los horarios y los calendarios que Mary; y, sin embargo, ha desaparecido, a pesar de haberme dicho exactamente cómo pensaba ir…

– Creo que le estás dando demasiadas vueltas, Angus -le dijo Elizabeth, cuyos aterrorizados pensamientos, en verdad, estaban centrados en Lydia-. Concédele a Mary dos o tres días más y aparecerá de su escondite sin tener ni la menor idea de la consternación que ha causado. Siempre ha sido así, ya lo sabes. Su meticulosidad guardaba más relación con las simples trivialidades, y su capacidad para controlar los tiempos y los acontecimientos no era especialmente notable. La vida siempre le ha resultado sorprendente, y se le notaba por mucho que intentara disimular sus asombros.

– ¡Tú no la conoces…! -dijo Angus con un tono de sorpresa.

Elizabeth se ruborizó, enojada ante su reacción.

– Es mi hermana, caballero. Y la conozco mejor que tú.

Sinclair levantó las cejas, permitiendo que fuera ese gesto el que expresara sin palabras que no estaba en absoluto de acuerdo, pero el anuncio de Parmenter -la cena ya estaba dispuesta- les evitó a ambos un enojo más serio.

El lunes, poco después de las siete de la mañana, Angus, Charlie y Owen partieron hacia Nottingham, decididos a averiguar si se había visto a Mary en aquella ciudad. Era un lugar lógico para alguien que se dirigiera al norte, de Hertford a Manchester, dadas las rutas de las diligencias. Aunque el caballerizo mayor, Huckstep, se quedó perplejo cuando los tres escogieron caballos fuertes y robustos en vez de los caballos ligeros que habitualmente montaba Charlie; pero no dijo nada, sabía que era mejor no preguntar. Herido en su orgullo porque el caballo del señor Sinclair había perdido una herradura durante el último paseo, en esta ocasión el caballerizo se aseguró de que aquello no volviera a suceder.

La distancia entre Pemberley y Nottingham era de unas cincuenta millas; montando tranquilamente, esperaban llegar a la ciudad en cuatro o cinco horas, sin agotar a sus cabalgaduras, aunque, según dijo Charlie, «he avisado a mi madre de que puede que no regresemos esta noche. Vamos tras los pasos del famoso gobernador de Nottingham, de la época de Robin Hood, y puede que tengamos que pasar la tarde interrogando a los campesinos del lugar…».

– ¿Qué demonios enseñan en Oxford? -preguntó Angus a Owen.

– Mitos y leyendas, entre otras muchas cosas inútiles. ¿No es así en Edimburgo?

– Muy realista; y muy práctico. ¿Hay alguna posada decente en Nottingham?

– The Black Cat -dijo Charlie, que conocía muy bien todas las tierras al norte de Birmingham.

Los caballos mantuvieron el tranco perfectamente, alcanzaron Nottingham a mediodía y almorzaron en The Black Cat antes de acercarse a la casa de postas a pie.

Y, por fin, ¡noticias!

– Sí, señores, recuerdo a esa dama… -dijo el señor Hooper, el jefe de la compañía de diligencias en Nottingham-. Vino de Grantham el pasado jueves… uno de esos viajes desagradables me temo. Cinco gamberros compartieron el coche con ella, ¡y puedo imaginar que no lo pasó muy bien! Yo estaba ocupado cuando llegó la diligencia de Grantham, pero dirijo un establecimiento decente aquí, y aquellos pasajeros no dejaron de dar problemas… los que iban en el pescante iban borrachos y eran unos pendencieros. Y fíjese, despedí al cochero Jim Pickett por no hacer las cosas como correspondía. Tiró las bolsas de la señora en un montón de estiércol. Es difícil encontrar a un cochero que no beba, y Jim bebía. ¡En fin, ya no beberá más ron a mi costa!

Los tres escucharon la narración cada vez más aterrorizados, pero cuando Charlie quiso interrumpir al señor Hooper, Angus le hizo una señal para que dejara hablar al hombre.

– Al parecer, la señora no quiso tener nada que ver con aquellos cinco sinvergüenzas -añadió el señor Hooper, recuperando el resuello con dificultad-. Así que la dejaron en paz, sí. Pero cuando estaba saliendo le echaron la zancadilla… y cayó en el estiércol todo lo larga que era la señora. ¡Pobre mujer! Se burlaron de ella y la humillaron de mala manera. Se le echaron a perder el abrigo y el vestido… por los meados de los caballos, claro. Me dijeron que un hombre la había ayudado a levantarse, y que le quitó un poco la porquería. Pero el estiércol no se quita sacudiendo un poco la ropa. Su bolso salió volando, pero ella lo cogió, y el hombre le devolvió las guineas de oro. Yo sólo la vi salir del patio… no tenía buen aspecto.

El rostro de Charlie era la viva imagen del temor; con un nudo en la garganta, se apoyaba en el brazo de Owen.

– ¡Los muy perros…! -gritó, casi entre lágrimas-. ¡No… no puedo creérmelo! ¡Cinco hombres metiéndose con una mujer indefensa en una casa de postas pública! ¡Espera que lo sepa mi padre! ¡Lo pagarán caro, desde el primero al último!

Una mirada de extrema aprensión en el rostro del señor Hooper no presagiaba que pudieran obtener más información; de nuevo, Angus tuvo que pararle los pies a Charlie.

– ¿Fue ésa la última vez que la vio, señor? -preguntó Angus.

– No. Vino a las siete de la mañana del día siguiente… yo estaba muy ocupado, otra vez… es que siempre estoy muy ocupado. Londres no me envía ayuda ninguna, y espera que todo funcione como un reloj. Bueno, pues no… -Despotricó durante unos instantes contra sus jefes, y luego continuó su relato-. Tenemos aquí dos direcciones. Una hacia Derby, y otra hacia Sheffield. La señora cogió la diligencia que iba a Sheffield y se fue. Parecía que estaba completamente agotada, de verdad. No llevaba el abrigo, y traía un vestido limpio… Nada del otro mundo, y Len me dijo que seguía apestando a meados de caballo. Pero, señor, todavía tenía su bolso. Me atrevo a decir que se encontrará bien y a salvo.

Un rugido brotó de la garganta de Charlie.

– ¡Sheffield! ¡Oh, Mary…! ¿Por qué Sheffield?

– Algo debe de haberla arrastrado hasta allí -dijo Owen, intentando ver el lado positivo del asunto-. Quizá oyó hablar de una fábrica o…

– Muy bien. Mañana partimos hacia Sheffield -dijo Angus con un suspiro. Dejó caer una guinea en la mano del jefe de la casa de postas-. Gracias, señor. Nos ha sido de gran ayuda.

Los ojos del señor Hooper se abrieron desorbitadamente al ver la moneda y cerró rápidamente el puño para que no huyera; para cuando hubo recuperado el aliento, los tres caballeros -¡eran hombres de dinero…!- ya estaban saliendo del establecimiento.

– ¡Oigan, oigan…! -les llamó a distancia, con la guinea ejerciendo una mágica influencia en su memoria-. ¿No quieren saber el resto, amables señores?

Los tres se detuvieron en seco.

– ¿El resto?

– Sí, el resto. Mi cochero me lo dijo ayer. La señora se bajó en Mansfield. Se dio la vuelta porque pensaba que iba en la diligencia de Derby, y no en la de Sheffield. Mi empleado tuvo que llevarla cobrándole la tarifa de Nottingham a Mansfield, seis peniques, y luego continuó hacia Sheffield, ya sin ella. La última vez que la vio había entrado a preguntar en The Friar Tuck. Buscaba transporte para Chesterfield.

Aunque sobradamente recompensado con una segunda guinea, el señor Hooper no recordó nada que pudiera decirles a aquellos caballeros, hasta que éstos se marcharon. Pero entonces, entusiasmado ante la perspectiva de ganar una tercera guinea, corrió hasta The Black Cat inmediatamente para comunicarles lo que había recordado un poco después… ¡Demasiado tarde! Los tres caballeros ya habían partido.

– Oh, bueno, tampoco era tan importante… -se dijo. Sólo que resultaba un poco raro que hubiera habidotanta gente preguntando por la misma señora en el plazo de tres días. Un hombre grande, malhumorado, un maldito hijo de puta había estado preguntando allí el sábado pasado. Anda y que se muera. Ni una guinea le dio… ¡su idea de prodigalidad se reducía a un chelín! ¡ Un chelín a él, que era el jefe de la casa de postas!