El ánimo del señor Beatty no había mejorado mucho cuando llamó suavemente a la puerta de Angus unos minutos después.
– ¿Sí…? -preguntó Angus con voz irritada, ataviado ya con su camisón para dormir.
– Le ruego que me perdone, señor Sinclair, pero me ha parecido a mí que es usted el que lleva la voz cantante en el grupo, y no quisiera esperar hasta mañana… Tenemos un grupo de turistas que viene a visitar el bosque de Sherwood y puede que no tenga tiempo…
– ¿Qué es lo que quiere decirme? -preguntó Angus, percibiendo sus dudas.
– Mi mujer me ha dicho que el capitán Thunder anduvo merodeando por aquí el pasado viernes a mediodía, cuando llegó la diligencia de Sheffield. No es por disculparla, pero para ser justos, tenía miedo, y sólo estaba pensando en echar el tranco a la puerta. Aunque no tengo ni idea de por qué no le dio una voz a los mozos… -Se rascó la cabeza, descolocándose la peluca-. Después de que la diligencia partiera hacia el norte, hacia Pleasley, echó un vistazo fuera, y vio a su señora caminando calle abajo, hacia The Green Man. El capitán Thunder iba tras ella, pero siguiéndola a distancia. Parece que bajo aquella suciedad, la señora era muy hermosa, lo cual, siendo mi mujer como es… le hizo incurrir en un juicio erróneo… Por eso no llamó a los mozos. En vez de avisarlos, echó el tranco a la puerta.
– Entiendo -dijo Angus en voz baja-. ¿Y qué puede decirme usted de ese capitán Thunder, señor?
– Nada bueno, eso se lo aseguro yo. Los aldeanos lo temen, y con razón. Se dice que es un asesino, aunque yo nunca he oído que haya matado a nadie que haya robado. Le pegó un tiro a un viejo envalentonado en el hombro, pero pudo contarlo.
– Entonces, ¿a quién mata, señor Beatty?
– Dicen que a mujeres. The Green Man es una mancebía, además de ser posada, y el capitán Thunder tiene el privilegio de probar a las nuevas mozas ligeras. Si alguna, digamos, se pone un poco regañona, dicen que la mata.
– Gracias. -Angus cerró la puerta.
No pudo dormir aquella noche.
Cuando entró en el salón para desayunar, aún no había decidido qué parte de lo que le había contado el señor Beatty iba a compartir con Charlie y con Owen. Sólo cuando vio sus rostros descansados y frescos decidió no contarles nada. Si Charlie decidía quitarle el seguro a sus pistolas, sus problemas se multiplicarían; sin embargo, debía asegurarse de que aquel par de pistolas Manton estaban listas para poder usarlas si era necesario.
– No quiero parecer en exceso pesimista -dijo en el patio de caballos de The Friar Tuck, en medio de la barahúnda que se formó cuando empezaron a desenjaezar los varios carruajes que habían traído a los turistas-, pero has cargado las pistolas, ¿verdad, Charlie? Y, a propósito, ¿dónde las tienes? ¿Puedes cogerlas rápidamente si las necesitas?
Sonriendo abiertamente, Charlie levantó una de las alforjas de la silla de montar para descubrir una elegante pistola con empuñadura de plata en su interior: una preciosa arma de diez pulgadas de larga.
– Tengo otra en la cartuchera, al otro lado. Están cargadas y listas para disparar. Se pone la pólvora en la cazoleta, se amartilla y se aprieta el gatillo. Te aseguro que no sale fuego ni te estallará la cazoleta de la pólvora: Manton no hace pistolas de segunda categoría.
– Muy bien -dijo Angus, sonriendo como quien pide disculpas-. Esto es más complicado de lo que parece, Charlie.
– No temo dejarme la vida en ello.
– Larguémonos de este caos.
Cuando Angus animó a su caballo a iniciar el trote, Owen lo retuvo.
– Dado que The Green Man no está a más de una milla de aquí, ¿no sería mejor ir más despacio por el camino? Así podríamos buscar indicios de Mary, si es que ha ido por ahí…
Angus comprendió que aquello tenía sentido y sujetó de las riendas a su cabalgadura y la obligó a ir al paso. Los tres se separaron para poder cubrir todo el camino a lo ancho. Angus iba en el medio, Owen cerca de la cuneta derecha y Charlie a la izquierda. La espesura de los bosques a ambos lados desanimó a los caballeros; no había posibilidad de ver nada yendo a caballo.
Quizá sólo habían avanzado media milla desde The Friar Tuck cuando Owen lanzó un grito.
– ¡Eh, eh! ¡Ahí veo algo!
Saltó de la silla y bajó a la cuneta, y rebuscó entre las hierbas y los matorrales con las manos; sacó una bolsa de mano cosida con tela de tapicería. Angus la abrió sin ningún escrúpulo y descubrió la ropa íntima de una mujer y elBook of Common Prayer. Su nombre estaba claramente escrito en las guardas del libro. Todas las prendas apestaban a excrementos de caballo; Angus recordó que el señor Hooper había dicho que el cochero había arrojado las bolsas a un montón de estiércol. ¡Pobre Mary, pobre Mary…! Dispuesta a luchar contra las injusticias del mundo sin imaginar que ella misma sería víctima de ellas.
– Bueno, al menos tenemos una respuesta… -dijo Sinclair, y volvió a arrojar la bolsa a la zanja; el libro también se quedó allí-. No tiene ningún sentido llevarnos nada de eso… le compraremos ropa mucho mejor en la pañería más cercana.
– Oh, Dios mío, esos malditos debieron de atacarla… -dijo Charlie, y pestañeó para quitarse las lágrimas de los ojos-. ¡Les sacaré las entrañas!
– Tendrás que compartirlas conmigo -dijo Owen.
No pudieron encontrar ningún rastro de la otra bolsa, pero su sencillo bolso negro apareció tirado en mitad del camino, precisamente en el lugar desde donde ya se divisaba The Green Man, al doblar una revuelta.
– Vacío -dijo Angus-. De todos modos, lo guardaremos como prueba, a pesar del hedor… ¿Ves? Bordó su nombre en la tela. Negro sobre negro… su vista debe de ser estupenda.
Quizá porque aún era muy pronto y los malvados tradicionalmente permanecen en la cama hasta mediodía o más tarde, The Green Man parecía la mismísima imagen de la inocencia. La posada se encontraba casi oculta en una hondonada de terreno despejada de árboles, tenía establos y una especie de camino que conducía a una entrada lateral, y numerosos edificios anejos casi destruidos, que parecían albergar de todo, desde leña para las chimeneas hasta barriles y otros armatostes inservibles. El edificio principal era grande, tenía techo de paja y los muros lucían vigas de madera; la posada de The Green Man llevaba allí durante al menos dos siglos. Gallinas y patos picoteaban en la tierra del exterior, junto a las puertas de la entrada.
Nadie se asomó a las ventanas con parteluz cuando llegaron; evidentemente, The Green Man no ofrecía sus servicios a clientes que llegaran antes del mediodía.
– Entraré solo -dijo Angus, dispuesto a desmontar.
– No, Angus, iré yo -dijo Charlie con autoridad-. Te permito que vayas por delante en lugares civilizados, pero éste es mi territorio y sé cómo tratar determinados asuntos. -Cargó una pistola, se aseguró de que la cazoleta de pólvora estaba bien prensada, metió el arma horizontalmente en la cartuchera de su cintura y luego, con mucho cuidado, amartilló la pistola-. Angus, coge la otra pistola y permanece atento. Ya está cargada, pero no está amartillada.