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– Yo sé quién es el hombre que la ayudó a levantarse cuando se cayó en los meados de caballo… -dijo.

Ned se adelantó hacia él con gesto aún más amenazador.

– ¿Quién?

– Es un salteador de caminos. Lo llaman capitán Thunder, pero su nombre verdadero es Martin Purling. Tiene una casa escondida en el bosque.

– ¡Quiero direcciones! ¡Habla, patético destripaterrones!

El patético destripaterrones balbuceó unas palabras con tanta incoherencia que tuvo que repetirlas varias veces.

¿Qué iba a hacer ahora con aquel idiota? Ned se maravilló de que hubiera encontrado trabajo en The Black Cat. ¿Un bandido que le había devuelto a Mary sus guineas? ¿Por qué? La respuesta era sencilla: no podía robarle en Nottingham. «Entonces, a la mañana siguiente, cogió la diligencia equivocada, pero apostaría que él la fue siguiendo sin importar a qué diligencia se subiera. Diecinueve guineas… dijo el mozo de la casa de postas. ¡Ay, señorita Mary Bennet, es usted una tonta! ¡El capitán Thunder le mataría por la mitad de ese dinero!».

Era demasiado tarde para perseguir a su presa aquel día, pero a la mañana siguiente Ned se montó enJúpiter, su amado caballo, grande y negro, y cabalgó a medio galope.

Sabiendo más o menos dónde se encontraba el domicilio del señor Martin Purling, no se dirigió a ningún sitio cerca de Mansfield o de The Friar Tuck, aunque avanzó en esa dirección. El camino de carros con roderas que cogió se adentraba en el bosque, pero se detenía repentinamente, bloqueado por un enorme zarzal, aunque Ned había sido advertido. Pertrechado con guantes, encontró el lugar donde se habían atado un grupo de aquellas espinosas zarzas, a un lado del camino, y también descubrió dónde se habían atado al otro lado. No le fue difícil apartarlas. Una vez que traspasó esa extraña cancela, volvió a colocar los zarzales en su lugar… no necesitaba advertir a nadie de su presencia demasiado pronto.

Cuatro horas desde The Black Cat, con las zarzas y todo, y ya se encontraba en el escondrijo del capitán Thunder. ¡Y qué escondrijo! Era una preciosa casita situada en un claro del bosque, como si fuera una ilustración para un cuento de hadas infantil. Con su techo de paja, encalada, rodeada de un precioso jardincito lleno de las primeras flores del verano, la casita estaba tan alejada de le que la imaginación popular supone que es la guarida de un salteador de caminos que, aunque la encontraran, aquellos que la vieran la admirarían y pasarían de largo. En la parte de atrás de la casita estaban los establos, un sencillo cobertizo para la leña y un retrete en una cuerda de tender ondeaban camisas, calzones y unos pantalones de montar de piel de topo, lo cual decía mucho de una esposa cuidadosa… ¿por qué había dado por hecho que el señor Martin Purling viviría solo? Evidentemente, no vivía solo. Bueno una complicación, aunque nada que no pudiera arreglarse.

CuandoJúpiter se detuvo ante la barrera de una pequeña valla de madera, una mujer salió de la casa. ¡Qué preciosidad…! Pelo negro, piel blanca, brillantes ojos azules tiznados con pestañas y cejas negras. Ned sintió una punzada de arrepentimiento al ver que tenía unas piernas largas, una cintura delgadísima, un pecho turgente. Sí, era de una rara belleza. No era una prostituta que pidiera a gritos ser asesinada. Sólo, como Mary Bennet, era una mujer virtuosa condenada por su belleza.

– Se ha equivocado de camino, señor -dijo con un acento muy londinense, mirando aJúpiter con gesto de apreciarlo en lo que valía.

– Si ésta es la casa del señor Martin Purling, no me he equivocado.

– ¡Oh! -exclamó, dando un paso atrás-. No está aquí.

– ¿Sabe cuándo volverá?

– A la hora del té, dijo. Dentro de unas horas.

Ned descendió de la silla, enrolló las riendas en el poste de la cancela, soltó un poco las cinchas deJúpiter, y siguió a la muchacha -era más una muchacha que una mujer- por el camino empedrado que conducía a la puerta principal.

Entonces, ella se volvió y se enfrentó a él.

– No puedo dejarle entrar. A él no le gustaría.

– Entiendo por qué.

Con tal rapidez que ella no supo qué estaba sucediendo, Ned lo cogió por las dos muñecas y las sujetó sólo con la mano izquierda tapándole la boca con la derecha, y empujándola para que cruzar la puerta.

En la cocina encontró hilo de bramante suficiente para mantenerla atada durante un tiempo, con un trapo largo y estrecho cubriéndole la boca; sus encantadores ojos lo miraron aterrorizados por encima de la mordaza, pues nunca se le había ocurrido pensar que nadie pudiera irrumpir así en la propiedad del capitán Thunder. Ned la llevó al saloncito, la sentó en una silla y arrastró otra para sentarse muy cerca de ella.

– Ahora, escúchame -dijo, con voz baja y muy tranquilamente-. Voy a quitarte la mordaza, pero no grites ni des voces. Si lo haces, te mato.

Y le mostró un gran cuchillo que llevaba.

Cuando ella asintió repetidamente, Ned le quitó la mordaza.

– ¿Quién eres? -le preguntó.

– Soy la mujer de Martin.

– ¿Legal o de hecho?

– ¿Qué?

– ¿Te casaste con una ceremonia de boda?

– No, señor.

– ¿Tienes parientes por estas tierras?

– No, señor. Soy de Tilbury.

– ¿Cómo llegaste aquí?

– Me trajo Martin. Me iban a llevar con los turcos.

– Una esclava, ¿eh?

– Sí, señor.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Unos doce meses.

– ¿Vas a la ciudad? ¿O al pueblo?

– No, señor. Va Martin, pero a Sheffield.

– Así que nadie sabe que estás aquí.

– Nadie, señor.

– Estarás agradecida a Martin por haberte librado de la esclavitud.

– Oh, sí, señor.

Satisfecha su curiosidad, volvió a ponerle la mordaza en la boca, y luego salió fuera para buscar algo menos cruel que el cordel de bramante para atarla. Encontró una cuerda delgada. Perfecto. Pobrecilla. Su belleza era de una clase que la había hecho destacar en un pueblo marinero como Tilbury. Sin duda, sus padres, anegados en ginebra, la habían vendido por una cantidad de dinero suficiente para satisfacer su pasión líquida durante varios meses. Si se hubiera ido con los piratas turcos, habría llegado a formar parte seguramente de algún harén otomano, y allí se habría marchitado de nostalgia sufriendo una forma de sumisión peor que cualquiera de las que se dan en Inglaterra. «Pobrecilla. Odio hacer esto, pero tengo que hacerlo. Tengo que hacerlo por Fitz, si es que no hay muchas otras razones. Nada de dejar lenguas sueltas, no importa cuán miserables sean».

En esta ocasión la ató con tanta eficacia que ella no podía moverse, le puso una pequeña patata en la boca, por dentro de la mordaza, y le permitió que asistiera al encuentro entre él y Martin.

Martin Purling regresó poco después de las tres, y venía silbando alegremente. Llevó al establo su caballo, exactamente el caballo perfecto para un salteador de caminos, y lo estregó un poco para secarlo; luego avanzó a grandes zancadas por el camino de atrás hacia la cocina, llamándola.

– ¡Nellie, Nellie, cariño…! ¿De quién es ese caballo negro? Espero que tenga pensado desprenderse de él, porque pienso quedármelo. Seguro que puede hacer doscientas millas con un hombre grande encima…

– El caballo negro es mío. -Ned apareció en el quicio de la puerta con una pistola apuntando directamente al corazón del capitán Thunder.

– ¿Quién eres…? -preguntó Purling, sin mostrar el menor temor.

– Némesis. -Ned se adelantó con una pequeña bolsa de arena en la mano izquierda y golpeó al capitán en la nuca. Purling se dobló, sólo aturdido, pero durante el tiempo suficiente como para que Ned pudiera atarle manos y pies. Entonces lo levantó como si no pesara nada y lo metió en el saloncito de la casa, donde lo arrojó sobre una silla a cierta distancia de Nellie. Cuando el salteador de caminos volvió en sí, lo primero que vio fue el rostro de la joven, y comenzó a retorcerse, intentando liberarse en vano.