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– ¡Muy bien, muy bien…! -exclamó Elizabeth, aplaudiendo burlonamente-. Estoy encantada de que pienses que soy excelente siempre que me mantenga en mi sitio. ¡Últimamente me he dado cuenta de que eres tan absolutamente orgulloso y tan vanidoso como pensé que eras cuando viniste por primera vez a Hertfordshire!

– Es verdad que no tenía muchas razones para sentirme demasiado orgulloso de mí mismo en aquellos tiempos -dijo con rigidez-, pero la situación ha cambiado. Sé perfectamente que me casé por debajo de mis posibilidades… ¡oh, locuras de la juventud! Si tuviera que volverlo a hacer -dijo, haciendo hincapié-, no me casaría contigo. Me casaría con Anne de Bourgh, y así sería el heredero de la casa de los Rosing. No es que se lo quiera echar en cara a Hugh Fitzwilliam, pero por derecho… eso era todo mío.

Pálida, Elizabeth sintió que se tambaleaba, pero se mantuvo en pie sin recibir una ayuda que él probablemente no le habría prestado.

– Gracias por esa explicación tan franca -dijo con una frialdad prácticamente igual a la de su marido-. ¿Preferirías que saliera de Pemberley y de tu vida? Me acomodaría perfectamente en una de esas pequeñas casas que posees.

– ¡No seas tonta! -increpó-. Simplemente estoy intentando lidiar con el engorroso fastidio que representa tu familia. Lydia se irá a Hemmings mañana, y sin protestar. No hay ningún problema, querida. Ned le pondrá una botella de algún licor asqueroso debajo de la nariz y ella, con lo burra que es, la seguirá hasta el carruaje.

– Ya…

– De todos modos, tengo pendiente otra vergonzosa molestia… Concretamente, tu hermana Mary. Ha desaparecido.

– ¿Desaparecido? -Oh, qué otras desgracias iba a comunicarle…

– Sí. En algún lugar entre Chesterfield y Pemberley.

– ¿Y qué estás haciendo para…?

– Si no le hubieras estado prestando tanta atención a Lydia, Elizabeth, podrías haber escuchado lo que tenía que decirte tu hijo. Sí, todos hemos estado muy preocupados por ella, pero Charlie y Angus… y Ned, aunque por otra parte, han llegado a la conclusión perfectamente cierta de que ha sido raptada. Charlie podrá contarte la historia.

– Ha crecido en todos los sentidos, Fitz -dijo su esposa, apartándose de la conversación.

– ¡No estoy ciego! Estoy muy satisfecho de lo que Oxford y ese joven Griffiths han hecho por él.

– Sospecho que Angus ha tenido alguna influencia también.

Fitz dejó escapar una carcajada.

– La nuestra es una alianza por interés mutuo, mi querida Elizabeth. Angus espera ser tu cuñado. Si tal cosa ocurriera, la última amenaza que representa tu familia dejaría de serlo en absoluto, y yo tendría elWestminster Chronicle en el bolsillo.

– Por lo que respecta a una hipotética unión de Angus y Mary, yo me alegraría, pero si piensas que vas a tener ese periódico a tu disposición política, entonces estás equivocadísimo respecto a ese hombre. Y respecto a mi hermana también.

Elizabeth salió de la biblioteca y dejó a su marido con sus sueños de grandeza. «Un leopardo nunca deja de tener manchas», pensó. «¡Oh, pero cómo me engañaste! Verdaderamente pensé que te había curado de aquella vanidad y de aquel orgullo que tenías. Y cuando volviste de nuevo a camuflarte como un leopardo, lo achaqué a mi incapacidad para darte los hijos que querías. Pero no era eso, ahora lo veo. El leopardo ha seguido siendo un leopardo a lo largo de estos veinte años que llevamos juntos. Y yo, mientras, si he de creer a Lydia, me he convertido en un insignificante ratón. Una rata…vendida».

Capítulo 7

Habían transcurrido algunos días. Pero Mary no tenía ni la menor idea de cuántos, pues la gran hinchazón de la frente le había provocado al parecer una serie de desmayos sucesivos y desvanecimientos de los que se recuperaba muy lentamente. En su estado de postración había tenido parte también un extremado agotamiento nervioso, y el hecho de estar privada de la luz del sol le impedía tener modo alguno de saber si se despertaba o si comía y bebía o usaba el retrete con regularidad.

La cortina de terciopelo estaba descorrida. Entre los barrotes de hierro había un hueco que formaba una especie de bandeja. Allí encontraba amontonada la comida todos los días, con un poco de cerveza, una jofaina de agua limpia para su aseo personal y una lata con una pequeña abertura para verter un líquido oleaginoso que tenía dentro. Esto último, tal y como descubrió muy pronto, era para rellenar los depósitos de los quinqués. El terror a sumergirse en una oscuridad insondable estimuló su mente confusa y pudo descubrir cómo funcionaban las lámparas, y después aprendió a rellenarlas: quitaba el tubo de cristal, desenroscaba el centro metálico sujetando la mecha y echaba aceite nuevo encima de lo que quedara en el depósito de cristal. El quinqué pequeño duraba mucho más que los grandes y Mary descubrió, para su alivio, que cuando aplicaba su débil llamita a la mecha de una de las lámparas grandes, se encendía rápidamente.

En dos ocasiones había encontrado camisones limpios y unos calcetines de lana en la bandeja de las rejas, y una vez, una bata limpia, pero nunca le dejaron ropa de calle de ningún tipo. No pasaba frío, porque la celda nunca parecía enfriarse demasiado ni calentarse en exceso. Hacía una temperatura como la de un día fresco de primavera: ésa fue su conclusión.

¡Si al menos pudiera tener algún medio de medir el paso del tiempo! El salteador de caminos debió de robarle su reloj de faltriquera; eran muy caros y no era fácil conseguir uno. El suyo había sido un regalo de Elizabeth, y lo apreciaba muchísimo. No había elementos externos que penetraran en su prisión, aparte de aquellos débiles lamentos y gemidos, que no volvió a oír conscientemente. ¿A qué se podría parecer aquello? Lo único que se representó en su mente fue la imagen de una ventana que se ha dejado abierta por descuido, apenas una ranura, durante un día de fuerte viento, pero si había una ventana detrás de aquel enorme telar, Mary no podía verla… y, además, dudaba de su existencia. Las ventanas significan luz, y allí no había luz ninguna.

Rebuscando entre los libros de la segunda mesa, encontró plumillas, así como varios lápices; había un pequeño receptáculo con tinta negra y roja, y un bote con agujeros, lleno de polvo, para los borrones y para secar. También había varios cientos de cuartillas de papel, muy nuevas, cuyos bordes cortados dejaban traslucir una mezcla muy pura de algodón y lino. Los títulos de los libros eran interesantes, aunque no muy uniformes. Estaba el doctor Johnson, entre los poetas modernos, Oliver Goldsmith, Sheridan, Trollope, Richardson, Marlowe, Spenser, Donne, Milton… También había obras de química, matemáticas, astronomía y anatomía. Nada popular, nada religioso. Nada de lo que su cabeza desconcertada pudiera ocuparse en aquel momento. Era evidente que lo mejor era dedicar todo el tiempo posible a un sueño reparador.

Finalmente llegó el día en que se levantó de la cama con la mente despierta, con sus magulladuras casi curadas y con la certeza de que la hinchazón de la frente había desaparecido. Tras comer, beber y utilizar su peculiar retrete, cogió un lapicero e hizo una cuadrícula de siete casillas sobre la suave superficie del muro, en la parte más profunda de la celda, junto a lo que parecían como unos grilletes extrañamente clavados allí. Puesto que no le habían entregado sábanas limpias todavía, decidió que no había transcurrido aún una semana desde que la habían encerrado, porque, quienquiera que fuese el que la hubiera retenido, tenía alguna conciencia de la higiene y la limpieza, y eso significaba que tendrían que entregarle sábanas limpias en fechas inmediatas.

Aunque el líquido aceitoso que las alimentaba tenía un olor extraño, las mechas ardientes de las lámparas no producían humo de ninguna clase, ni impedían que Mary pudiera respirar perfectamente. Sacó el tubo de cristal del quinqué pequeño y recorrió la celda para ver si alguna corriente de aire hacía oscilar la llama, pero no se produjo ningún titubeo en la luz. Incluso cuando colocó la llamita encima del agujero de su peculiar retrete, la luz permaneció inmóvil. ¿Qué habría allí abajo? Desde luego, no era una sentina, porque de allí no subían los característicos olores de los desperdicios humanos. Cuando introdujo la luz en el agujero, la llama reveló algo inesperado… ¡no un estrecho respiradero, sino un túnel ancho y vertical, como un pozo! La luz no tenía fuerza para iluminar el fondo del pozo, pero cuando se inclinó y se acercó al asiento de madera, pudo oír algo que sonaba ligeramente, como agua corriente. ¡Así que era por eso por lo que el retrete no olía! Las cuestiones que ella arrojaba allí caían libremente por el aire hasta que se las llevaba una corriente de agua…