¿Un río? Recordó que su queridísimo Charlie le había hablado de grutas y cuevas y ríos subterráneos en The Peak, y de repente supo dónde se encontraba. Estaba encarcelada en las cuevas de The Peak en Derbyshire, lo cual significaba que no estaba lejos de Pemberley. Pero… ¿por qué? El instinto le decía que su virtud no había sido mancillada, y el capitán Thunder le había robado todo lo que poseía, así que no tenía ningún dinero. A menos que hubiera sido raptada y la estuvieran conservando viva para pedir un rescate… «¡Ridículo!», le contestó su sentido común. Nada en su persona delataba cuál podía ser su nombre, que, por cierto, no era Darcy, y su aspecto le tendría que haber dicho a su captor que ella no era nadie, o como mucho, que había secuestrado a una institutriz. ¿Quién iba a saber su relación con Darcy de Pemberley? La respuesta era «nadie». Así que cualesquiera que fuera la razón que tuviera su captor para raptarla, no era pedir un rescate.
Sin embargo, lo cierto era que el desconocido captor sí tenía una razón y un propósito; de lo contrario, no la habría socorrido, ni habría procurado mantenerla con vida. «Ni violación ni rescate… Entonces, ¿qué?».
Ocurrió mientras estaba reemplazando el tubo de cristal de su pequeño quinqué: entonces lo vio. Estaba sentado cómodamente en una sencilla silla de madera al otro lado de los barrotes… ¿Cuánto tiempo llevaría allí, observándola? Mary dejó el quinqué sobre la mesa y se encaró con él, escudriñándolo con la mirada.
¡Era un pequeño anciano! Casi un gnomo, tan pequeño y marchito era, con las piernas cruzadas por las rodillas zanquivanas que se remataban en unas sandalias marrones abiertas. Llevaba una especie de túnica de color marrón terroso, con capucha, ceñida en torno a la cintura con una cuerda ancha de color claro, y sobre su pecho lucía un crucifijo. Si el color de la túnica hubiera sido de un marrón más oscuro, podría haber sido un fraile franciscano, pensó Mary, observándolo concienzudamente. Su cráneo, arrugado y tortuoso, estaba completamente calvo, incluso alrededor de las orejas, y los ojos que la escudriñaban con tanto interés eran de un azul tan pálido que sus iris eran sólo un poco más oscuros que el blanco de sus globos oculares. Ojos legañosos, y sin embargo muy inquietantes, porque parecía que siempre estaban mirando a ambos lados. El estrecho perfil de su nariz era aquilino y sus labios formaban una línea delgada y severa, como una garza. «No me gusta», pensó Mary.
– Es usted muy lista, señora Mary -dijo el viejo.
«No», se dijo Mary a sí misma; «me niego a mostrar ningún signo de temor o inquietud; me mantendré firme ante él».
– Sabe cómo me llamo, señor -dijo.
– Estaba bordado en sus ropas. Mary Bennet.
– Señorita Mary Bennet.
– ¡Hermana Mary! -corrigió el anciano.
Mary sacó la silla que estaba junto a la mesa de los libros y la colocó exactamente frente a él, y luego se sentó, con las rodillas y los pies remilgadamente juntos, y con las manos entrelazadas en su regazo.
– ¿Qué le ha inducido a pensar que soy muy lista?
– Has descubierto cómo se rellenan los quinqués.
– La necesidad aguza el ingenio, señor.
– Te da miedo la oscuridad.
– Por supuesto. Es una reacción natural.
– Te salvé la vida.
– ¿Cómo lo hizo, señor?
– Te encontré a las puertas de la muerte. Tenías una inflamación cerebral de todo punto mortal, hermana Mary, y se te estaba yendo la vida por ahí. El enorme individuo que te había cogido era demasiado ignorante para darse cuenta de eso, así que cuando se apartó para hacer sus cosas, mis chicos y yo te raptamos. Yo había desarrollado una cura para esa dolencia precisamente, pero necesitaba un paciente en quien probarla. Estuviste a punto de morir… pero sólo a punto. Te trajimos a casa a tiempo, y mientras mis muchachos te bañaban y te ponían cómoda, yo destilé mi pócima. Tú eres la respuesta a nuestras oraciones.
– ¿Pertenecen ustedes a una orden monacal…? -preguntó Mary, fascinada.
Se levantó de la silla escandalizado.
– ¿Romano yo? ¿Yo? ¡Por supuesto que no! Soy el padre Dominus, custodio de los Niños de Jesús.
La frente de Mary pareció iluminarse.
– Ah, ya entiendo… Es usted el predicador de una de esas infinitas sectas cristianas estrafalarias que abundan por el norte de Inglaterra. El boletín de noticias de la Iglesia anglicana siempre está lanzando invectivas contra gentes como usted, pero nunca he leído nada a propósito de los Niños de Jesús.
– Ni lo leerá -dijo con una mueca de desagrado-. Somos refugiados.
– ¿De qué, padre?
– De la persecución. Mis muchachos pertenecen a hombres que los explotaban y los maltrataban.
– Ah, propietarios de telares y fábricas… -dijo Mary, asintiendo con la cabeza-. Bien, padre, no debe temer nada de mí. Como usted, yo también soy enemiga de hombres como ésos. Libéreme, y permítame trabajar con usted para liberar a todos esos muchachos. ¿A cuántos ha liberado usted?
– Eso no es asunto suyo, ni lo será. -Dejó que su mirada vagara más allá de los hombros de Mary para observar los muros de la prisión-. Le salvé la vida, y en consecuencia, me pertenece usted. Trabajará para mí.
– ¿Trabajar para usted? ¿Haciendo qué?
En respuesta, al parecer, el anciano tendió sus manos hacia ella para mostrárselas; estaban como agarrotadas por la edad y alguna enfermedad había soldado sus articulaciones.
– No puedo escribir.
– ¿Y eso qué relación tiene con…?
– Va a ser mi escribiente, hermana Mary.
– ¿Escribir para usted? ¿Escribir qué?
– Mi libro -dijo sencillamente, sonriendo.
– Me encantaría hacer eso por usted, padre, pero por mi propio gusto, y no porque me tenga aquí encerrada como una prisionera -dijo Mary, presintiendo indicios alarmantes-. Ábrame la puerta. Luego llegaremos con seguridad a un acuerdo mutuo y satisfactorio.
– No creo -dijo el padre Dominus.
– ¡Pero esto es una locura! -gritó, incapaz de contenerse-. ¿Me va a tener encerrada para que sea su secretaria? ¿Qué libro podría ser tan importante como para mantenerme aquí…? ¿Es una nueva redacción de la Biblia?
El rostro del padre había adoptado una expresión paciente y sufrida; le habló ahora como si estuviera loca, como si no fuera una persona con intelecto.
– No desespero de usted, hermana Mary… Está muy cerca del camino recto. No se trata de una nueva redacción de la Biblia, ¡sino de una nueva Biblia! ¡La doctrina de los Niños de Jesús! Lo tengo todo aquí, en la cabeza, pero mis manos se niegan a transformar en palabras mis pensamientos. Usted hará eso por mí.
El viejo se levantó de la silla con una carcajada y un grito, dobló la esquina del gran telar y se fue.
– Gracias a Dios, estoy sentada -dijo Mary, mirándose las manos, que estaban temblando-. Está loco, completamente loco.
Le picaban los ojos, estaba a punto de llorar. Pero no, ¡no lloraría! Lo más urgente era repasar concienzudamente aquella conversación tan extravagante, intentar darle sentido, si no un fundamento, sobre el cual basar las conversaciones que seguramente tendrían lugar en el futuro. Desde luego, era muy cierto que el norte de Inglaterra era tierra abonada para todo tipo de sectas religiosas raras y, evidentemente, el padre Dominus y sus Niños de Jesús se ajustaban a ese patrón. No había revelado nada respecto a su teología, pero no cabía duda de que se acabaría hablando de ello, sobre todo porque tenía pensado escribir sus ideas dándole forma de texto religioso. El nombre que se había dado a sí mismo y el nombre que le había otorgado a ella apestaban a catolicismo romano, pero había negado su pertenencia a él rotundamente. Tal vez, siendo niño, había pertenecido o sufrido el papismo. «Niños de Jesús» sonaba bastante puritano; algunas de esas sectas estaban tan concentradas en la figura de Jesús que apenas mencionaban a Dios, así que quizá había algo de eso también en ésta. ¿Pero habría niños allí realmente? Mary no había visto ninguno, y no había oído a ninguno. ¿Y qué clase de curas y remedios practicaba ese hombre? Para hablar de la hinchazón cerebral con tanta autoridad se precisaba tener un pasado médico… Y aquel discurso sobre su condición de refugiados era completamente ilógico; si hubiera sacado a los niños de los telares y las fábricas, los amos probablemente se ocuparían de coger a otros niños en vez de intentar recuperar a los que se habían escapado. La fuente de niños era casi inagotable, eso era lo que decía Argus; una vez que los traían al mundo, sus padres estaban encantados de venderlos como mano de obra, sobre todo si no contaban con ayudas parroquiales.