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– Hola -dijo una vocecilla de niña.

Mary levantó la cabeza y vio una pequeña figura vestida con una túnica de color marrón terroso, con capucha, que la miraba con los ojos muy abiertos a través de los barrotes de su celda.

– Hola -dijo Mary, sonriendo.

La niña le devolvió la sonrisa.

– Tengo algo para usted, hermana Mary. El padre Dominus dijo que le gustaría.

– Me gustaría más saber cómo te llamas.

– Hermana Therese. Soy la mayor de las niñas.

– ¿Y sabes cuántos años tienes, Therese?

– Trece.

– ¿Y qué tienes para mí que tanto me va a gustar?

La muchacha no aparentaba su edad, pero tampoco parecía que estuviera desnutrida o que pesara menos por otras carencias Cuando llegara a la madurez completa, su nariz y su barbilla serían demasiado grandes para que pudiera considerarse bonita pero tenía cierto encanto, y tanto sus ojos, como el pelo, eran de un color castaño claro. Las dos manitas se aferraban a un trípode que colocó en la bandeja; junto a la niña había un hervidor con volutas de vapor saliendo por el pitorro, y la pequeña lo cogió para colocarlo también en la bandeja. Luego sacó una pequeña tetera de porcelana, una taza y un platillo, y una pequeña jarrita con leche.

– Si quita usted el tubo de cristal de una de las lámparas y pone el trípode encima, el agua del hervidor enseguida bullirá, y así podrá hacerse una tetera -dijo la hermana Therese, al tiempo que sacaba un bote con hojas de té-. El padre Dominus dice que el té no le hará daño, pero que no pida café.

– Therese, ¡es maravilloso! -exclamó Mary, colocando una lámpara bajo el trípode y poniendo el hervidor encima-. ¡Té! ¡Qué delicioso! Agradéceselo al padre Dominus de mi parte, por favor.

Therese se volvió para irse.

– Volveré luego con sábanas limpias, y recogeré el hervidor entonces. Puede arrojar las hojas por el retrete, y quedarse el trípode y la tetera.

– ¡Espera! -exclamó Mary, pero la niña vestida con la túnica marrón ya se había ido-. Hablaré con ella cuando vuelva -dijo, y se dispuso a hacerse el té que tanto necesitaba.

«¿Es la zanahoria para el burro?», se preguntó cuando se sentó a sorber poquito a poco aquel líquido hirviendo. «Ay, Dios mío, ¡qué bueno…! El padre Dominus tiene un té excelente…».

Therese regresó un poco después; Mary le entregó el hervidor, pero se demoró un tanto, deseosa de averiguar todo lo que pudiera de aquella pequeña adepta de la secta.

– ¿Cuántos niños tiene el padre aquí? -dijo Mary, haciendo como si estuviera limpiando la parte exterior del hervidor.

Los profundos ojos de la niña se clavaron en los de Mary confiadamente.

– Dice que cincuenta, hermana Mary. Treinta niños y veinte niñas -y una nube ensombreció su rostro, de pena o temor, pero luego se encogió de hombros y dejó escapar un suspiro de decisión-. Sí, cincuenta.

– ¿Tú te acuerdas de tu amo anterior, el malo?

¡Desconcierto! La hermana Therese frunció el ceño.

– No, pero el padre dice que es normal que no nos acordemos.

El hermano Ignatius y yo fuimos los primeros, ¿sabe? Llevamos con el padre desde hace mucho tiempo.

– ¿Y te gusta vivir con el padre?

– Oh, sí -respondió, pero de forma mecánica; no era una cuestión que despertara ninguna emoción en ella-. Por favor, ¿puede darme ya el hervidor?

Mary se lo entregó. «Apresúrate despacio», pensó. «Me da la impresión de que tendré tiempo más que de sobra para preguntarle lo que quiera».

Aquél era el encarcelamiento más extraño que pudiera imaginarse, acabó pensando Mary. Por otra parte, Therese tenía libertad para ir donde quisiera, eso era seguro. Pero no parecía tener deseos de escapar. La vida que llevaba allí era, al parecer, la única que había conocido, lo cual no dejaba de asombrar a Mary. Los propietarios de los telares y las fábricas no esclavizaban a niños muy pequeños, porque daban muchos problemas; generalmente cogían a niños de ocho años, pero Argus decía que la edad ideal para comenzar una vida de trabajo no remunerado rondaba los nueve o los diez años, porque podían trabajar bien a cambio de unas migajas de comida y un sórdido refugio. Así que Therese debería recordar una vida anterior a ser rescatada… ¿por qué no la recordaba?

La necesidad de ejercicio la había obligado a caminar de un lado a otro de su celda… ocho pasos bastaban para recorrerla. Caminando así, durante al menos dos horas, se cansaba lo suficiente Para poder dormir cuando le pesaban los párpados. Cuando se levantaba, comía -se percató de que el pan siempre era reciente- y se sentaba con John Donne [27] a pasar su horrorosa inactividad.

Pero eso no duró mucho; al final, volvió a aparecer el padre Dominus.

– ¿Estás dispuesta para empezar a trabajar? -preguntó mientras se sentaba al otro lado de los barrotes.

– A cambio de que me responda a ciertas preguntas, sí.

– Pregunta entonces.

– Describa con más precisión en qué situación me encontraba cuando me recogió, padre. ¿Dónde estaba exactamente? ¿Y con quién estaba?

– No conozco la identidad de tu captor -dijo de buena gana-, pero era muy grande, y llegué a la conclusión de que quizá era producto de una anomalía glandular. -Se rio levemente-. Tuvo un apretón, y te abandonó para aliviarse. Dio la casualidad de que yo andaba por allí recogiendo hierbas medicinales; el hermano Jerome venía conmigo y llevábamos la carretilla… El agua, cuando la primavera está a punto de llegar, es única, y yo quería llenar mis redomas en ese momento. Pero tú estabas con convulsiones, y cualquier idiota podría ver que no eran de naturaleza epiléptica. El hermano Jerome te puso en la carretilla y… ¡nos largamos de allí! Eso es todo.

– ¿Es usted médico, padre?

– No. Soy droguero… boticario. El mejor apotecario del mundo -advirtió en un tono grandilocuente-. No puedo curar la epilepsia, pero puedo conseguir que se mantenga latente, y eso es más de lo que ningún otro puede decir. Algunos de mis muchachos son epilépticos, pero yo los medico y así no sufren ataques. Y a otros muchachos míos los recogí infestados de lombrices, parásitos y con agusanamiento del hígado. ¡Pero ya no! Puedo curarlo casi todo, y lo que no puedo curar, al menos puedo mantenerlo a raya.

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[27] John Donne (1572-1631) es uno de los clásicos ingleses, representante de la poesía filosófica o metafísica.