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Mientras ambas estaban fuera, habían llegado Jane y Charles Bingley; habían salido de Bingley Hall cuatro horas antes. Charlie había regresado a su Gibbon; Bingley y Darcy se encontraban de pie junto a la chimenea, embebidos en una conversación muy seria al parecer, y Jane estaba encorvada junto a la mesa, con un pañuelo apretado contra los ojos. «¡Cuánto nos hemos distanciado, que hasta en esta desgraciada hora estamos separadas!».

– ¡Mi querida Jane! -Elizabeth fue a abrazarla.

Jane se arrojó a aquellos acogedores brazos, y volvió a llorar. Decía algo ininteligible; Elizabeth sabía que pasarían días antes de que sus tiernos sentimientos se calmaran lo suficiente como para permitirle un discurso lúcido.

Como si poseyera un sentido especial, Charlie dejó su libro y se acercó inmediatamente a Lydia, llevándola a una silla con abundantes halagos a propósito de lo bien que le sentaba el negro y sin darle ninguna oportunidad para apropiarse de una de las jarras de cerveza que había en la mesa y que habían traído para los caballeros. Fitz chasqueó los dedos y Trenton se llevó las jarras de cerveza de la estancia.

– Padre… -reclamó Charlie.

– ¿Sí?

– ¿Puedo ir en el coche de tío Charles con la tía Lydia? Creo que mamá estaría más cómoda viajando con la tía Jane.

– Sí -contestó Darcy bruscamente-. Y ahora, Charles, tenemos que irnos.

– ¿Va a venir Ned Skinner a caballo con nosotros? -preguntó Charles Bingley.

– No, tiene cosas que hacer. Tú y yo, Charles, nos bastaremos para ayudarnos si por casualidad se nos desboca un caballo. Los carruajes pararán en Derby, en Three Feathers, pero tú y yo no tendremos excesivos problemas para llegar al pabellón de caza que tengo por allí. Nos uniremos a las señoras en Leicester, mañana por la noche.

Bingley se volvió para mirar a Jane y su rostro reveló la ansiedad que lo atenazaba, pero estaba demasiado acostumbrado a seguir los deseos de Fitz como para plantear objeción alguna al hecho de dejar a Jane en las manos de Elizabeth. Estaba seguro de que aquellas damas falsamente compungidas, si tuvieran necesidad de auxilio, se las arreglarían mejor solas que con ayuda de sus maridos. Entonces, dio una palmada de alegría: el refugio de caza de Fitz en Leicester era precisamente el mejor reclamo para romper la monotonía de un viaje de doscientas millas hasta Shelby Manor.

Mary sabía que sólo sus hermanas y sus respectivos maridos podrían acomodarse en Shelby Manor; el resto de la familia lejana tendría que alojarse en The Blue Boar y en otras posadas de Hertford. No es que ella tuviera mucho que decir sobre esas cuestiones. Fitz se ocuparía de organizado todo, como siempre, en cuanto pudiera hablar con las distintas personas que se ocupaban de Shelby Manor, e incluso se encargaría de los asuntos menores, como la entrega del dinero que le correspondía a su mujer para sus gastos personales. Fitzwilliam Darcy, siempre el centro de todo.

Había sido precisamente Fitz quien se había asegurado de que su suegra permanecería absoluta y cómodamente aislada, y lejos de todas sus hijas, excepto de Mary, el chivo expiatorio; de algún modo, ninguna de ellas quiso dejar de complacerle, incluso aunque, como Kitty, no tuvieran nada que ver con él. «La pobre mamá solía beber los vientos por su Lydia, pero luego nunca había vuelto a suspirar por ella como antes; y las visitas muy ocasionales de Kitty dejaron de tener lugar hacía mucho tiempo». Sólo Elizabeth y Jane habían continuado yendo durante los últimos diez años, pero las delicadas condiciones en que solía encontrarse Jane habitualmente le impedían estar fuera de casa durante mucho tiempo. Como quiera que fuese, Elizabeth siempre bajaba a Shelby Manor en junio para llevar a su madre a Bath y disfrutar de unas breves vacaciones. Unas vacaciones -Mary era perfectamente consciente de ello- pensadas principalmente para darle a ella, a Mary, unas vacaciones de su madre. Y… ¡oh, qué vacaciones tan maravillosas…! Porque Lizzie siempre llevaba a Charlie y lo dejaba en casa para que le hiciera compañía a Mary. Nadie podía imaginar la complicidad que había entre Charlie y ella: los juegos en los que se entretenían, los lugares a los que iban, las cosas que hacían. Desde luego, ¡no eran las cosas que habitualmente se asocian con lo que las tías solteras hacen con los sobrinos a los que cuidan!

* * *

Procedente de Londres, Kitty llegó al día siguiente de la muerte de la señora Bennet, con los ojos llorosos pero elegantemente vestida. Había llorado ya lo suficiente por el camino, reconfortada y compadecida por la señorita Almería Finchley, su inevitable dama de compañía, a la que, por decisión de Mary, se le puso una cama de servicio en la habitación de Kitty.

– A Kitty no le gustará, pero tendrá que aguantarse -le dijo Mary a la señora Jenkins.

Pero delante de Kitty, Mary intentó ser un poco más delicada.

– Mi querida Kitty, ¡Dios mío!, estás más elegante que nunca… -dijo mientras tomaban el té.

Sabiendo que esto era verdad, lady Menadew ahuecó un poco su plumaje.

– Es cosa de tener un poco de gusto… -susurró confidencialmente-. El bueno de Menadew estaba en la cima de su carrera profesional y disfrutaba conquistándome tal y como a mí me convenía. Acuérdate, Mary, cariño, fue una gran ayuda haber estado en Pemberley con Lizzie durante dos años antes de que Louisa Hurst me presentara en sociedad. ¡Señor, qué mujer más rancia! -exclamó Kitty con una risita-. ¡El disgusto que se llevó cuando vio que me casaba tan maravillosamente!

– ¿A Menadew no se le tenía por una antigualla? -preguntó Mary, demostrando que su modo de hablar, excesivamente directo, no había mejorado a pesar de los diecisiete años de convivencia con mamá.

– Bueno… sí, en años, quizá… pero en otros aspectos, no, desde luego. Le llamé la atención, me decía, porque yo era como arcilla reclamando que alguien me convirtiera en un diamante de primerísima calidad. ¡Ah, Menadew, un hombre encantador! Exactamente el marido perfecto.

– Sí, me lo imagino.

– Aunque… -añadió Kitty, continuando con su tema-, murió en el mejor momento. Yo me había convertido en una mujer deslumbrante y él estaba empezando a resultar aburrido.

– ¿No hubo amor…? -preguntó Mary, que nunca había estado en compañía de su hermana a solas y durante el tiempo suficiente como para satisfacer su curiosidad.

– ¡Señor, no! El estado marital era muy agradable, pero Menadew era mi señor. Yo obedecía todas sus órdenes. O sus caprichos. En cambio, la vida de viuda ha sido la mismísima felicidad. Ni órdenes ni caprichos. Almería Finchley no me martiriza y tengoentrée a todas las mejores casas, así como una magnífica renta. -Y alargó su delicado brazo para mostrar las monísimas pulseras de cuentas de azabache que adornaban la manga larga de muselina-. Madame Belléme se las arregló para enviarme esto antes de salir de Curzon Street, junto con otros tres vestidos de luto igualmente encantadores. Calentitos, pero a la última moda. -Sus ojos azules, aún húmedos desde su última tanda de lágrimas, se iluminaron-. Creo que sólo Georgiana puede competir conmigo. Porque Lizzie y Jane son bastante desaliñadas, ya sabes…

– Bueno, Kitty, te acepto que Jane lo sea, ¿pero Lizzie…? Creo haber oído que es la joyita de Westminster.

Kitty inspiró aire por la nariz.

– ¡Westminster! ¡Ni siquiera de los lores, además! ¡Los comunes! ¡Buah! La verdad, querida, no es mucho decir que una es la reina de un hatajo de aburridos miembros del Parlamento, te lo aseguro. A Fitz le gusta cargarla con diamantes y rubíes, brocados y terciopelos. Se puede decir que tiene cierta magnificencia, pero esa pareja no está a la moda, desde luego. -Kitty miró a Mary con gesto pensativo-. Ahora que el asombroso boticario de Lizzie te ha curado esos granos supurantes y su dentista te ha arreglado esa dentadura, Mary, te pareces bastante a Elizabeth. Es una lástima que esas mejoras lleguen un poco tarde para que puedas encontrar a tu propio lord Menadew.