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– ¿Qué le pasaba a Therese?

– ¡Hermana Therese, si no te importa! Cuando era niña le dieron ginebra en vez de leche, y cuando creció un poco, tuvo carencia de alimentos. Eso afecta a su memoria… -dijo, pero sonó poco sincero-. Y ahora, ¿ya podemos empezar?

– ¿Empezar qué exactamente?

– La historia de mi vida. La historia de los Niños de Jesús. Los frutos de mis trabajos como boticario.

– Estoy segura de que me resultará apasionante.

– Eso no tiene ninguna importancia, hermana Mary. Tu tarea es escribir a mi dictado con un lápiz en este papel barato -dijo, sacando una gruesa resma de papel que dejó en la bandeja del enrejado con un débil ruido metálico.

– Mis lapiceros no tienen punta -dijo Mary.

– Y te gustaría que te diera un cuchillo para afilarlos, supongo. Pero he tenido una idea mejor, hermana Mary. Todos los días te entregaré cinco lápices afilados a cambio de los qué ya no tengan punta.

– Me gustaría tener una estantería para los libros -repuso Mary-. Esta mesa no es demasiado grande, padre, y me gustaría ponerla más cerca de los barrotes para oír bien el dictado. No debería dejar los libros en el suelo, porque cogen humedad y se enmohecen.

– Como desees -contestó con indiferencia, observándola mientras dejaba los libros en el suelo y transportaba la mesa hasta dejarla frente a él.

– Entonces, padre, ¿la nueva Biblia es también una autobiografía?

– Por supuesto. Así como el Antiguo Testamento es la historia de los hechos de Dios entre los hombres, y el Nuevo Testamento es la historia de los hechos de Jesús entre los hombres, la Biblia de los Niños de Jesús será la historia del menor de los hijos de Dios (yo) entre los hombres y entre los hijos de los hombres -explicó el Padre Dominus.

– Entiendo. -Mary se sentó a la mesa, colocó varias hojas de aquel papel barato frente a ella y cogió un lápiz.

– ¡Eh, eh! -exclamó el viejo con un débil gritillo-. ¡Una hoja cada vez! ¡Es demasiado difícil encontrar papel como para permitir que cualquiera lo gaste sin conocimiento!

– Señor -dijo Mary con un punto de ironía-, atravesaré una cuartilla de este papel si la pongo sola, porque la superficie de la mesa es bastante rugosa. Sólo pretendía usar una docena de hojas o así bajo la hoja en la que vaya a escribir a modo de almohadillado. Si es usted un hombre de ciencia, debería saber eso sin necesidad de que nadie se lo dijera.

– Era otra prueba para saber si eras lista… -dijo con altanería-. Y, ahora, empieza: «Dios es la oscuridad, pues Dios existía antes de que fuera la luz, ¿y no es pues Lucifer el Portador de la Luz? En el principio fue Lucifer, y luego Satán. Todos los días se encarna en el Sol, y entabla feroz batalla con el Dios de la oscuridad, y se eleva en el cielo cada mañana en otro viaje inútil hacia la nada. Cree Lucifer que siempre habrá equilibrio entre su luz y las sombras divinas, pero Dios sabe mucho más. Durante mucho tiempo la luz ha estado gastando sus fuerzas, y sin embargo la oscuridad ha permanecido, porque la oscuridad es Dios.

»Se me hizo presente esta sublime revelación cuando, a la edad de mis treinta y cinco años, di inesperadamente con la Gruta Primitiva, el Ónfalos, el Ombligo del Mundo, el Vientre Universal, el lugar que yo llamo el Trono de Dios, su morada. Porque, ¿dónde, en este mundo de luz, puede encontrarse a Dios? Sólo cuando descubrí inopinadamente el Trono de Dios lo comprendí todo. Allí, en la negrura profunda, mis ojos se marchitaron por la ausencia de incluso el más mínimo rayo de luz, allí, en el silencio más profundo, mis oídos se marchitaron por la ausencia del más mínimo susurro; allí me adentré en las entrañas de Dios. Fui uno con Él, y experimenté por vez primera lo que se convertiría en una sucesión de revelaciones cuando Él derramó su oscuridad sobre mí, bendición tras bendición».

El padre Dominus se detuvo mientras el lápiz de Mary se afanaba para captarlo todo y su pensamiento daba vueltas intentando retener algo de su discurso para su propia reflexión y reacción.

«… tras bendición», escribió Mary, y se detuvo, con el lápiz balanceándose entre sus dedos y la mirada clavada en aquel rostro ajado, de ojos entrecerrados y blanquecinos con diminutas pupilas. «¿Por qué son como diminutos puntos negros?», se pregunto Mary con aquella parte de su mente que sólo le pertenecía a ella. «¿Se habrá drogado con algo? Parece que sí, efectivamente, sin embargo… ¿es posible que no vea nada? En efecto, sus manos agarrotadas le impiden escribir su propia obra, pero ¿también se lo impide la pobre visión que seguramente tiene?».

«¡No digas nada despreciativo, Mary! No digas nada para burlarte de él, o, de lo contrario, pondrás en duda su teología».

– Estoy anonadada… -dijo-, estoy anonadada por tener el honor de ser la escriba de una mente tan prodigiosa, padre.

– ¿Lo entiendes? -preguntó, inclinándose hacia delante con ansiedad.

– Sí, lo entiendo.

– Entonces, continuemos.

Y, efectivamente, continuó, y durante mucho rato; a medida que las páginas se apilaban a la derecha del improvisado almohadillado, las rodillas de Mary comenzaron a temblar y la mano empezó a dolerle. Finalmente, cuando el viejo se detuvo para tomarse un respiro, ella dejó caer el lápiz.

– Padre, no puedo escribir más por hoy… -dijo-. Tengo calambres en la mano, de tanto escribir, y dado que usted quiere que todo esto se pase a limpio, con buena caligrafía, debo rogarle que no siga.

Pareció que el anciano volvía en sí, como si hubiera estado fuera de su cuerpo, en un lugar distinto, y de repente parpadeó, se estremeció, y separó aquellos labios delgados en una sonrisa sin ninguna alegría.

– Oh, ha sido maravilloso… -exclamó-. Así es mucho más fácil que intentar extraer el sentido leyendo las palabras.

– ¿Cómo llama usted a esta teología? -preguntó Mary.

– Cosmogénesis -respondió el viejo.

– Raíces griegas, no latinas.

– ¡Los griegos sí quepensaban! Todos los que vinieron después no hicieron más que imitarlos.

– Estoy deseando empezar nuestra próxima sesión de dictado. Pero no es necesario que me mantenga aquí encerrada -lo intentó una vez más-. Necesito hacer un poco de ejercicio, y caminar arriba y abajo por esta celda no sirve de nada. Y también preciso una estantería para mis libros, por favor.

– Considérate afortunada: te he dado los medios para que te hagas té -dijo, poniéndose de pie.

– Es usted un mal hombre, padre Dominus: no es mejor que ésos a quienes arrebató sus muchachos. Me da de comer y me ofrece refugio, pero me niega la libertad.

Pero todo aquello lo dijo al vacío, porque el anciano ya se había ido.

Se sentó en la cama para permitir que su cuerpo adoptara un cambio de postura y de asiento, e intentó enfrentarse abiertamente con aquel compendio de majaderías que el viejo había proferido. Para Mary, una firme adepta de la Iglesia anglicana, aquel hombre era un apóstata, peor que un hereje, porque hablaba de Dios como no hablaría ningún cristiano, y, desde luego, Jesús ni siquiera había entrado en el mundo teológico que había pintado. Lo cual significaba que tenía poco en común con casi todo lo que las sectas del norte de Inglaterra podían cacarear. Si ella, que nunca había tenido en cuenta el coste de decir lo que la gente no quería oír, había mantenido firmes las riendas de sus pensamientos y se había contenido implacablemente para no insultarlo, lo había hecho sólo porque, cerca ya del final de aquella larga sesión de trabajo, se había dado cuenta de que el anciano estaba completamente loco. No le quedaba más que acabar diciendo que él era Dios, o quizá Jesús, y que sus juicios eran irrevocables. La lógica ya no tenía lugar en su modo de observar el mundo, el cual parecía existir simplemente para acomodarse a sus deseos o coincidir con ellos. Aunque, en realidad, ¿cuáles eran sus deseos? Por ahora no tenía ni la menor idea. ¡Había dicho que era el hijomenor de Dios…!