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Pensó que el anciano rondaría los setenta años, pero si estaba equivocada, se equivocaba por echarle de menos, no de más. Lo habían cuidado bien, aunque se pudiera discutir si habían sido sus muchachos u otras personas; era incluso posible que pudiera tener ochenta años. ¿Pero había estado siempre loco o era un achaque de la edad? No parecía senil en ningún otro sentido… su memoria era excelente y la fuerza de sus razonamientos, muy aguda. Se trataba de algo más… El problema no era sólo que su razón no fuera razonable o que su memoria estuviera desbaratada. Lo que había tenido delante era una persona cuyo ser no debía nada a la ética y la estructura de la sociedad inglesa. ¿Existían realmente aquellos cincuenta niños, treinta niños y veinte niñas? ¿Por qué se había transfigurado el rostro de Therese cuando había pronunciado aquellas cifras? ¿Hasta qué punto aquella niña había sido instruida rigurosamente por el padre Dominus para responder a las preguntas de la hermana Mary? Tenía el deber, para con la niña, de no ponerla en peligro, y quizá aquel gesto había acarreado severísimos castigos.

Así que Mary trató muy amablemente a Therese, a quien podía interrogar sobre asuntos menos peligrosos que las cifras y los castigos. Puesto que el padre Dominus no guardaba ningún secreto respecto a sus grutas, Mary se concentró en ese aspecto de su encierro. De acuerdo con Therese, había muchas, muchas millas de cuevas, todas interconectadas por galerías; hablando con temor, Therese le dijo que el padre Dominus conocía cada pulgada de cada túnel, cada caverna, cada rincón y cada grieta. Una parte se llamaba las Cuevas del Sur, y otro, las Cuevas del Norte; Mary y los Niños de Jesús vivían en las Cuevas del Sur, pero el trabajo se desarrollaba en las Cuevas del Norte, que sólo albergaba el Templo de Dios. ¿En qué consistía exactamente el trabajo? Eso llevaría algún tiempo averiguarlo. Pero poco a poco fue perfilándolo junto a Therese y un nuevo amigo procedente del grupo de los Niños de Jesús: el hermano Ignatius. Había aparecido un día con una lezna, un destornillador, algunas clavijas, varias escuadras de hierro y tres tablones de madera.

Fue entonces cuando Mary supo para qué servían aquellos grilletes de hierro que había en el muro del fondo: un segundo muchacho encapuchado, alto y delgado, había ayudado al hermano Ignatius a llevar su carga al interior… pero sólo después de sujetar a Mary contra el muro y de haberle puesto los grilletes en los tobillos para impedirle cualquier movimiento. Luego, tras usar una regla para marcar dónde debían ir los agujeros de las escuadras, se marchó y dejó que Ignatius hiciera el trabajo restante. El hermano Ignatius era un poco más bajo que el otro muchacho, a quien llamaban hermano Jerome, pero era más robusto y andaba ya muy cerca de la pubertad. Cuando Mary le preguntó la edad, dijo que tenía catorce años.

– Therese y yo somos los mayores -afirmó, enroscando las clavijas en el muro.

– ¿Y por qué el hermano Jerome mide y marca, si no te va a ayudar en nada más…? -preguntó Mary.

– Porque yo no sé ni leer ni escribir -dijo Ignatius alegremente-. El único que sabe leer y escribir es Jerome.

Mary dejó escapar un gesto de asombro.

– ¿Ninguno de vosotros sabe leer ni escribir…?

– Excepto Jerome. El padre lo trajo de Sheffield.

– ¿Y por qué el padre no os ha enseñado?

– Porque siempre estamos muy atareados, supongo.

– ¿Ocupados? ¿Haciendo qué?

– Depende. -Ignatius colocó un tablón sobre las dos escuadras, lo ajustó un poco y asintió con la cabeza-. Muy bien, nivelado. Jerome es muy perfeccionista.

– ¿Depende…?

Los apagados ojos castaños del muchacho se nublaron con el esfuerzo de recordar algo que había sucedido sólo unos segundos antes.

– Puede ser… machacar polvos, ir a buscar hierbas, filtrar, destilar, espesar o tintar… Azul para el hígado, lavanda para los riñones, amarillo claro para la vejiga, verde sucio para los cálculos de la bilis, rojo para el corazón, rosa para los pulmones y marrón para los intestinos… -Abrió la boca para seguir hablando, pero Mary lo detuvo precipitadamente.

– ¿Son medicamentos?

– ¿Qué?

– ¿Qué quieres decir con «filtrar»? -le explicó-. ¿Qué es eso de «destilar»?

El muchacho encogió aquellos hombros anchos y robustos.

– Yo no sé nada, salvo que eso es lo que hacemos, y que se llama así.

– Dijo que era boticario… -dijo Mary para sí-. Entonces… hacéis pociones y elixires para el padre Dominus, ¿no es así?

– Sí, eso es. -Y comenzó a colocar los libros en el estante de abajo, y puso los restantes en el del medio-. ¡Ya está, hermana Mary! Tiene sitio para poner otros tantos.

– Seguro que sí. Gracias, hermano Ignatius.

El muchacho asintió, recogió sus herramientas y se dispuso a marchar.

– ¡Eh, espera…! ¡Estoy todavía encadenada…!

– Jerome vendrá luego para eso. Es el que tiene las llaves.

Se fue y dejó a Mary esperando a Jerome, durante un tiempo que le pareció una eternidad, para que le abriera los grilletes que encadenaban sus tobillos.

«Este muchacho…», pensó mientras observaba desde arriba su cabeza, que mostraba el cerco rasurado de la tonsura en su coronilla, «este muchacho es muy distinto al hermano Ignatius. Sus ojos, casi tan claros como los del padre Dominus, parecen agudos e inteligentes, y muestran esa peculiar falta de emoción que la gente suele llamar… "frialdad"». Resultó evidente que le encantaba infligir dolor; cuando le quitó los grilletes, los apretó contra la carne hasta que ésta sangró.

– Yo no lo haría, hermano Jerome -dijo suavemente Mary-. Tu amo me necesita… sana, no inútil y tumbada en la cama con una infección en una herida…

– Te lo has hecho tú, no yo… -dijo, evidentemente molesto con la amenaza.

– Entonces, más vale que vigiles lo que haces tú… o lo que hago yo… para que no ocurra de nuevo.

– Lo odio -dijo Therese entre dientes cuando Jerome se hubo ido-. Es cruel.

– Pero es el preferido del padre Dominus, ¿me equivoco?

– No, son uña y carne -dijo, pero no añadió ni una palabra más.

– ¿Qué clase de trabajo hacéis vosotras, las chicas, para el padre Dominus?

Metemos los líquidos en los frascos, ponemos las píldoras en las cajitas, llenamos las latas con ungüentos, ponemos las etiquetas a todo y nos aseguramos de que los corchos están bien apretados en los frascos -dijo, como si lo estuviera haciendo de memoria.

– Y ese trabajo… ¿mantiene a veinte niñas ocupadas?

– Sí, hermana Mary.

– Los remedios del padre Dominus deben de ser muy famosos.

– ¡Oh, sí, famosísimos! Sobre todo, el elixir contra la cólera y el ungüento de caballo. Tenemos un acuerdo especial para esos productos.

– ¿Un acuerdo especial?

– Sí, con un boticario de Manchester que tiene un almacén. Todos los productos van allí, y luego se distribuyen a todas las tiendas de Inglaterra.

– Y el padre… ¿tiene una marca o…?

– ¿Una qué?

– Un nombre que todos los productos tengan en común, aunque sean distintos… No sé: «Padre Dominus», por ejemplo.

La frente de Therese se iluminó.

– ¡Ah, ya sé lo que quiere decir usted…! «Niños de Jesús». Todo lo que hacemos se llama Niños de Jesús, esto o aquello, da igual.

– No lo había oído nunca…

– Bueno, pues debe de ser conocidísimo, porque, de lo contrario, no estaríamos tan atareados.

Cuando el padre Dominus apareció, Mary estaba en condiciones de entregarle cuarenta páginas de un manuscrito limpio y exquisitamente caligrafiado. La mano que lo recogió de la bandeja enrejada temblaba ligeramente; acercó la gavilla de papel a los ojos y lo escudriñó cuidadosamente, y su rostro expresó un deleite asombroso que, así lo entendió Mary, no era falso en ningún sentido.