Luego volvió a su disertación sobre Lucifer, un batiburrillo de improperios contra los fenómenos naturales de la luz que sirvió para convencerla de que, al perder la vista, la severa experiencia en la caverna cuando tenía treinta y cinco años se había convertido en un desprecio de un mundo que él no podía ver sino muy débilmente. En todo el mundo había gentes que veneraban las cuevas y las grutas, e incluso llegaban a considerarlas como los hogares de sus dioses, pero pocos habían llegado al punto de detestar y temer la creación más conmovedora de Dios: la luz. Toda la variedad infinita de grises habían desaparecido de la filosofía del padre Dominus, y se había quedado sólo con el negro de su Dios y el blanco de Satanás, a quien él llamaba Lucifer porque se ajustaba más a su etimología latina: Lucifer, el portador de la luz. Era el desnortado credo de un fanático, y todas las religiones tenían gentes así. Pero ninguno era tan extremado como el padre Dominus, cuyas ideas eran, después de todo, bastante originales.
¿Cómo debió de ser aquel hombre cuando tenía treinta y cinco años? ¿Tal vez sano, simpático y con un ingenio vigoroso? ¡Aquellas lámparas! Sus panaceas y elixires, sus energías y su entusiasmo. Hubo una vez, Mary estaba segura de ello, en que aquel hombre fue un ser extraordinario. Pero ahora no era más que un loco. Viejo, casi ciego, dependiendo de la adulación de un pequeño grupo de niños para henchir un corazón que ya no tenía sangre. Incluso la adulación era secundaria: deseaba que sus siervos no desarrollaran su mente, y los había privado de letras y números, enseñándoles únicamente una cantinela de boticario sin explicarles jamás lo que significaban las palabras, para mantenerse así por encima de ellos… y dejaba a su servil secuaz, el hermano Jerome, la ejecución de los aspectos más desagradables de la disciplina, y así desviaba el temor y el odio hacia Jerome, como si todos aquellos males no tuvieran su origen en él.
Jerome… el extraño que vino de fuera, el forastero que se trajo de Sheffield, era mayor que el resto de los muchachos, o eso sospechaba Mary. Therese e Ignatius insistían en que no recordaban haber tenido un amo anterior, ni bueno ni malo, y decían sencillamente que lo mismo les ocurría al resto de los niños. ¿Un brebaje que conseguía que olvidaran su pasado? Desde luego, era posible. ¿O es que tal vez nunca habían sido arrebatados a amos malvados…?
¡Aquellas cavernas! En otros lugares, a aquellos que vivían en cuevas se les llamaba trogloditas, pero formaban comunidades enteras, desde ancianos a bebés recién nacidos, y no constituían un grupo artificial como aquél de los Niños de Jesús. Por Therese había sabido que su prisión se encontraba bastante cerca de la cocina en la que Therese y sus pequeñas ayudantes hacían pan, estofados, asados, tartas, sopas y bizcochos. Ningún «niño de Jesús: se ponía enfermo ni se moría de tisis; y siempre que realizaran su trabajo en el laboratorio (una de las palabras grandilocuentes que les había enseñado sin explicarles su significado), si eran niños, o en la sala de envasado, si eran niñas, eran totalmente libres para andar por las Cuevas del Norte y las Cuevas del Sur, e incluso podían salir fuera si así lo deseaban.
– El hermano Jerome siempre está demasiado ocupado como para darse cuenta -decía Ignatius-. Vamos donde queremos.
– Entonces -le preguntó una vez Mary-, ¿por qué nadie os ha visto jamás?
– Es por la oscuridad de Dios -dijo Ignatius sencillamente.
– ¿Te refieres a que salís de noche?
– En lo oscuro, sí.
– Pero… ¿no te gusta el día?
El hermano Ignatius se estremeció.
– ¡No…! ¡La luz del día es horrible! Nos hace daño en los ojos, hermana Mary, como si se nos quemaran.
– Sí, desde luego, os hará daño. No me había parado a pensar en eso… -dijo Mary lentamente-. Me atrevo a decir que a mí también me dolerían los ojos después de tantos días encerrada con la única luz de un quinqué. Y cuando salís a la oscuridad de Dios, ¿dónde vais? ¿Qué hacéis?
– Andamos por ahí, jugamos a pillar… Saltamos a la comba.
– ¿Y no os ve nadie?
– No hay nadie que pueda vernos -dijo, reparando en lo que decía-. Sólo hay páramos fuera, en las Cuevas del Norte. En las Cuevas del Sur no salimos. -Con aire conspirador, se inclinó un poco hacia delante y habló entre susurros-. No nos queda mucho tiempo en las Cuevas del Sur: lo estamos trasladando todo a las otras. El padre dice que hay demasiados entrometidos en el sur… están levantando casas por todas partes.
– ¿Cómo conseguís los suministros, Ignatius? La comida… El carbón para el fuego, los materiales para el laboratorio… Las latas, las cajas y los frascos…
– Yo no lo sé… exactamente. Lo hace el hermano Jerome, no lo hace el padre. Tenemos una cueva llena de burros. Algunas veces el hermano Jerome sale fuera con todos los burros y vuelve cargado. Los muchachos descargamos los burros… carbón, todas las cosas esas…
– ¿Y el padre Dominus está siempre con vosotros?
– No, él sale mucho, pero cuando Lucifer está en el cielo. Apunta los mandados y recoge el dinero. Si Lucifer está ahí fuera, va andando, pero si sale en la oscuridad, el hermano Jerome lo lleva con un burro.
– ¿Tú sabes lo que es el dinero, Ignatius?
El muchacho se rascó la tonsura, allí donde el cuero cabelludo ya estaba brillante de tanto rascarse.
– No. No lo sé, hermana Mary.
Capítulo 8
Angus, Charlie y Owen regresaron a Pemberley el martes después de oscurecer, demasiado tarde para cenar. Aceptando la oferta de Parmenter, que les haría algo de comer un poco después, fueron a buscar a Fitz a la biblioteca pequeña.
Fitz les escuchó con cierta incomodidad, pues no estaba muy seguro respecto a qué parte de la historia de Ned debía contarles.
Estaba de mal humor, sobre todo por culpa de Elizabeth: él sabía que era una criatura encantadora, y sin embargo, sin embargo… Algo de aquella mujer era capaz de sacar lo peor de él, hacerle decir cosas que a ninguna esposa le agradaría oír, y menos que a ninguna, a Elizabeth. Ella no tenía culpa ninguna de que sus familiares fueran una pandilla tan desastrosa. De hecho, lo que más le desconcertaba a medida que pasaba el tiempo era cómo el señor y la señora Bennet habían sido capaces de traer al mundo a criaturas tan diferentes. Jane y Elizabeth eran sin duda dos perfectas damas; Mary estaba allí como si no estuviera; y luego estaban esas dos rameras descaradas, Kitty y Lydia. El milagro residía en Jane y Elizabeth, que simplemente parecían no pertenecer a ese cesto de basura que eran los Bennet. ¿De quién habían sacado esas dos mujeres aquel refinamiento y su saber estar? Desde luego, no de su madre, ni de su padre. Ni de la señora Phillips, su tía, que aún vivía en Meryton. Los Gardiners los visitaban sólo una vez al año, de modo que no pudieron ejercer ninguna influencia. Era como si una gitana hubiera robado a dos pequeñas zorrillas de los Bennet y hubiera dejado en su lugar a Jane y a Elizabeth. Estaban cambiadas, no eran de los Bennet.
Sin embargo, el matrimonio con una de ellas significaba en realidad el matrimonio con toda la familia. Él no había llegado a comprender por completo que aquello tuviera que ser forzosamente así y, cuando se casó con Elizabeth, pensó que lo mejor era llevarse a su mujer a Derbyshire como por arte de magia y desparecer, y asegurarse de que nunca volvería a ver a su familia, pero ella no lo había entendido de ese modo. ¡Su esposa realmente quería permanecer en contacto con ellos!
Con un formidable esfuerzo, Fitz consiguió apartar los pensamientos que lo llevaban hasta su mujer y procuró escuchar a Charlie, a quien Angus había encomendado que hablara por los tres; y habló perfectamente, ni ilógica ni emocionalmente.