Cuando pasaron por debajo de los ventanales de la pequeña biblioteca, Fitz salió y se reunió con ellos.
– Veo que ya te encuentras mejor -le dijo a Elizabeth.
– Sí, gracias. La visita a Jane se convirtió en una experiencia terrible y agotadora. Estaba muy preocupada por Lydia, pero la situación de Mary la dejó completamente abatida. Volví a casa con un dolor de cabeza espantoso.
Angus se deshizo del brazo de Elizabeth, le dedicó una leve reverencia y se alejó en dirección a las caballerizas. Los gritos de Charlie se oían perfectamente; ambos padres sonrieron.
– No saliste a despedir a Caroline -dijo Fitz.
– El dolor de cabeza era muy cierto, si lo que estás sugiriendo es que fue una excusa.
– No, seguro, no sugería nada… -dijo con aire de sorpresa-. Sabía dónde habías ido y cómo regresarías. Las señoritas Bingley lo comprendieron. También conocen a Jane.
– Espero que no pienses que me arrepiento de lo que le dije a Caroline -dijo Elizabeth, con voz firme-. El asco que siento por esa… por ese simulacro de mujer ha llegado a su culmen, y no puedo soportar su presencia. De hecho, no sé por qué no lo hice hace años.
– Porque eso implicaba una ofensa imperdonable.
– ¡En ocasiones, la abundancia de insidias constituye una ofensa imperdonable! Su engreimiento es tan monumental que se cree perfecta.
– Me horroriza tener que contarle todo esto a Charles Bingley y no sé si te lo perdonará.
– Haz lo que te venga en gana -dijo su esposa con voz imperturbable-. Charles no es tonto. El azar familiar le dio una hermana malvada, y él lo sabe perfectamente. Cuando ese mismo azar, por matrimonio, te dio a ti unos familiares inaceptables, tú los apartaste de tu vida. ¿Qué diferencia hay si yo aparto de mi vida a Caroline Bingley? Lo que vale para ti también valdrá para mí, ¿no, Fitz? -Le lanzó una mirada amenazadora-. ¿Por qué le asignasteis esa miseria de dinero a Mary? Sois inmensamente ricos y sin ningún esfuerzo podríais haberla compensado adecuadamente por los diecisiete años de tranquilidad que os proporcionó a ambos. Al contrario, tú y Charles acordasteis una suma miserable.
– Pensé que, naturalmente, tu hermana se vendría a vivir con nosotros a Pemberley, o a Bingley Hall, con Jane… -dijo con frialdad-. Si lo hubiera hecho, una cantidad que excede las nueve mil libras habría sido una renta absolutamente suficiente para sus necesidades.
– Sí, comprendo tu razonamiento -dijo Elizabeth-. De todos modos, cuando ella rechazó tus sugerencias, deberías haberle asignado de inmediato una suma bastante mayor. Y no lo hiciste.
– ¿Cómo iba a hacerlo? -preguntó indignado-. Insistí en que se pensara muy bien qué quería hacer, durante un mes, y que luego viniera a decírmelo. Pero nunca me dijo nada… ni siquiera me informó de sus planes. Simplemente alquiló una casa impresentable en Hertford y vivió allí sin dama de compañía. ¿Qué iba a hacer yo?
– Como Mary es una Bennet, seguro que lo peor.
Le hizo una excesiva reverencia con la cabeza, privándolo así de la posibilidad de despedirse antes que ella, entró en la casa y no le importó en absoluto que su marido fuera adonde más le apeteciera.
Angus, Charlie y Owen, tras las indagaciones escasamente fructíferas que habían llevado a cabo, se encontraban en un callejón sin salida. Así que, molestos y enojados, se desperdigaron por Pemberley como las bolas en una mesa de billar. Angus regresó a la compañía de aquellos que tenían su misma edad, Charlie sufrió un ataque de sentimiento de culpabilidad y volvió a sus libros, y Owen decidió conocer Pemberley.
Charlie podía entender el deseo de un forastero de ir a ver montañas, colinas rocosas, grandes muros, desfiladeros, precipicios, paisajes turbulentos y grutas, pero, habiendo crecido en Pemberley nunca pensó que mereciera la pena hacer una pequeña excursión por esos escenarios.
El campo en Gales era más agreste que en Derbyshire, al menos en el norte, así que el galés disfrutó muchísimo de las exuberantes arboledas que se extendían entre el palacio -en ningún momento le pasó por la cabeza considerarlo una simple casa- y las granjas arrendadas que ocupaban los alrededores de las tierras de los Darcy.
Le fascinaban los robles ingleses, increíblemente viejos y enormes. Sus lecturas le habían hecho creer que ninguno de aquellos árboles había sobrevivido a la locura de los astilleros que comenzó con Enrique viii, o el formidable incremento en la construcción de viviendas y mobiliario de las últimas décadas; pero era evidente que los robles de los bosques de Pemberley nunca habían conocido los filos de las hachas, las sierras y las cuñas de los leñadores. «Bueno», pensó, «dentro de los límites de esta imponente propiedad, la palabra del rey no contaría ni la mitad que la de un Darcy, sobre todo si el rey era un don nadie y un alemán de ojos saltones» [31].
La situación entre los Darcy también le fascinaba, porque tenía tanta intuición como educación, y podía sentir las tensiones que escondían todas aquellas amabilidades, como una fuerte marea golpeando un viejo embarcadero. Es innecesario decir que Owen adoraba a la señora Darcy, pero una relación más cercana y prolongada con el señor Darcy había suavizado la inicial prevención que tenía contra él. «Sí es un gran hombre», pensó, «probablemente lo sabe, y actúa como tal… siempre, y no sólo en ocasiones». Angus decía que el señor Darcy llegaría a ser primer ministro, posiblemente en breve, y que aquello lo convertía casi en un semidiós. De todos modos, no sería fácil convivir con él.
Lo mejor era que Charlie y su padre estaban entablando una relación que ciertamente no existía cuando Charlie llegó por vez primera a Oxford. Aquello se debería seguramente a que el joven estaba madurando, pero una parte de aquel cambio se debía a la natural tendencia del muchacho a ver todas las facetas de una cuestión: una cualidad que lo convirtió en un fabuloso estudiante El año anterior, Owen lo había visto alejarse un tanto de su madre y eso también fue un hecho positivo. Ella constituía un recuerdo de la dolorosa infancia que estaba olvidando con la edad a pasos agigantados.
– ¡Quieto ahí! -dijo una voz joven e imperiosa.
Sorprendido, Owen miró a su alrededor, pero no pudo ver a nadie.
– ¡Aquí arriba, idiota!
Orientado con esa peculiar sugerencia, Owen se fijó en un rostro ovalado enmarcado en un amasijo de desordenados rizos castaños; dos ojos de un color que no podía distinguir lo estaban observando.
– ¿Qué hago ahora? -preguntó Owen, que sabía lo que ocurría porque él mismo tenía tres hermanas. Aquella muchacha era sin duda hermana de Charlie, a juzgar por su pelo.
– Bájame de aquí, idiota.
– ¡Ah! ¿Estás atrapada ahí, desvergonzada?
– Si no estuviera atrapada, idiota, no habrías sabido que estaba aquí.
– Ah, comprendo. Lo que quieres decir es que me habrías lanzado piedras o nueces desde ahí, escondida.
– ¿Nueces? ¿En esta época del año? ¡Eres un idiota!
– ¿Cómo te has quedado atrapada ahí? -le preguntó, comenzando a trepar al roble.
– Se me ha quedado trabado el tobillo en esa hendidura.
– Es la primera frase educada que pronuncias.
– ¡A la porra las frases educadas! -dijo con un gesto de desprecio.