– Oh, Dios mío. Definitivamente, una maleducada. -Tenía ahora la cara a la altura de los pies de la muchacha, y podía ver claramente el pie atrapado en la hendidura del árbol-. Cógete a una rama fuerte con ambos brazos y apóyate con fuerza en ella. Cuando no estés apoyada en las piernas, dobla las rodillas. ¡Vaya, lo tienes bien atrapado…! -Y cuando levantó la mirada se dio cuenta de que estaba mirando directamente a las enaguas, y tosió sutilmente-. Cuando te libere, hazme el favor de colocarte bien la falda. Luego te ayudaré a bajar preservando tu modestia.
– ¡A la porra la modestia! -dijo, comenzando a perder fuerza en las rodillas.
– ¡Tú haz sólo lo que te he dicho, desvergonzada! -Y cogió con las manos el tobillo, moviendo el pie a ambos lados hasta que quedó libre.
En vez de «preservar su modestia» recogiéndose la falda y ciñéndosela fuerte a sus piernas, se dio la vuelta y se colocó por encima de los hombros de Owen; entonces se dejó resbalar todo lo larga que era hasta que finalmente llegó al suelo. Y allí esperó hasta que Owen bajó a su lado.
– Tengo que decir, idiota, que lo has hecho bien.
– En cambio, tú, desvergonzada, te has comportado con una absoluta falta de educación. -La miró entonces más de cerca-. Tú no eres una de esas estudiantes desvergonzadas, aunque ciertamente actúas como una de ellas. ¿Cuántos años tienes? ¿Dieciséis?
– ¡Diecisiete, idiota! -Y lo amenazó con una mano mugrienta, con las uñas mordidas hasta el borde-. Soy Georgie Darcy, pero, sobre todo, me gusta que me llamen desvergonzada -dijo sonriendo.
– Yo soy Owen Griffiths, pero no me gusta que me llamen idiota. -Se dieron un apretón de manos. Los ojos de la muchacha, entonces lo descubrió Owen, eran de un verde claro, del color de las hojas nuevas; nunca había visto unos ojos como aquellos antes. Por supuesto, era preciosa. Ningún hijo de semejantes padres podía ser feo.
– ¡El tutor de Charlie en Oxford! ¡Me alegra conocerte, Owen!
– Creo que deberías decir… señor Griffiths -dijo con seriedad.
– Ya sé que debería decirlo, pero la verdad es que da igual.
– ¿Por qué no te hemos visto…?
– Porque todavía no podemos presentarnos. Las señoritas en edad escolar que tenemos al señor Darcy por padre estamos secuestradas. -Y lanzó una mirada pícara-. ¿Te gustaría conocer a las chicas Darcy?
– Mucho.
– ¿Qué hora es? He estado atrapada en ese árbol mil años.
– Es la hora del té en clase.
– Entonces, ven y toma el té con nosotras.
– Creo que se lo preguntaré a la señora Darcy antes.
– ¡Oh! ¡Bah, bobadas! ¡Asumo todas las culpas!
– Sospecho que asumes todas las culpas demasiado a menudo desvergonzada.
– Bueno, está bien: no soy una hija perfecta -dijo, con los rizos ondeando al viento mientras se empeñaba en deslizarse por el difícil terraplén hasta alcanzar un camino empedrado-. Me van a presentar el año que viene, cuando cumpla los dieciocho, mamá cree que no tendré mucho éxito.
– Oh, estoy seguro de que tendrás éxito -dijo Owen con una sonrisa.
– ¡Bah, como si me importara! Me atarán uno de esos corsés para levantarme el pecho, me peinarán, me embadurnarán con loción toda la cara, me obligarán a utilizar una sombrilla si voy a ir por el sol, me prohibirán ir a caballo a horcajadas y, en términos generales, conseguirán que mi vida sea una desgracia. ¡Y todo para buscar un marido! Yo puedo hacer todo esosin necesidad de ir a pasar la temporada a Londres porque tengo noventa mil libras asignadas como dote. ¿Tú conoces a algún hombre que le mire los dientes a un caballo que valga la mitad de ese dinero?
– Eeeh… no. Excepto que yo no creo que la edad del caballo se ponga en duda, así que probablemente no te mirarán la dentadura de ningún modo.
– Ah… tú eres de esos hombres… ¡un aguafiestas!
– Sí, me temo que sí.
Dio otro salto.
– Me atemorizarán para que parezca atontada y me prohibirán decir lo que pienso. Y todo será una porquería, Owen. Yo no quiero casarme. Cuando sea mayor de edad, me compraré una granja y viviré allí, a lo mejor con la tía Mary. Dicen… -y habló confidencialmente, en un susurro-, dicen que me parezco mucho a ella.
– No conozco a tu tía Mary, Georgie, pero es evidente que eres como ella. ¿Qué harías con tu vida si pudieras elegir libremente?
– Sería granjera -dijo sin dudarlo-. Me gusta sentir la tierra. Ver como las cosas crecen, el olor de un corral bien cuidado, el sonido de las vacas mugiendo… Bueno, no importa. Nunca me dejarán ser granjera.
– Puedes casarte con quien quieras: siempre puedes imitar a María Antonieta, que tenía una pequeña granja para jugar…
– ¿Jugar? ¡Buah! Además, a mí me gusta tener la cabeza sobre los hombros. María Antonieta era una idiota.
– Mi padre es granjero, en Gales, pero confieso que espero que no me dejen en herencia el corral y las vacas. Hay que ordeñarlas todos los días, ya sabes, a una hora horriblemente temprana.
– ¡Ya lo sé, idiota! -Y de repente parecieron nublársele los ojos-. ¡Ay, me encantan las vacas! Y las manos sucias.
– Tienen que estar limpias para ordeñarlas -dijo Owen con aire prosaico-. Y calientes. A las vacas no les gusta que les pongan las manos frías en las ubres.
Entraron en casa por la puerta de atrás, una puerta que Owen ni sabía que existía, y comenzaron a subir por una escalera desportillada y estropeada.
– ¿Y qué te gustaría a ti más que una granja, Owen?
– Los estudios. Soy profesor, y espero convertirme algún día en un catedrático de Oxford. Soy especialista en los clásicos.
Georgie se burló y fingió que le daban arcadas.
– ¡Aaargh! ¡Es insoportablemente aburrido!
Cruzaron varios pasillos largos, interminables y con olor a humedad, y se plantaron finalmente ante una puerta en muy mal estado y con mucha necesidad de una buena mano de pintura. ¡Extraordinario! Las partes de Pemberley que se abrían a los invitados estaban magníficamente conservadas, pero las que no se veían estaban prácticamente abandonadas…
– La clase -dijo Georgie, entrando en la salita con una reverencia llena de florituras-. Chicas, éste es el tutor de Charlie; se llama Owen. Owen, éstas son mis hermanas. Susannah, Susie, que casi tiene dieciséis años; Anne tiene trece, y Catherine, Cathy, tiene diez. Ésta es nuestra institutriz, la señorita Fortescue. Es muy alegre, y nosotros la queremos mucho.
– ¡Georgiana! ¡No puedes invitar a un caballero a tomar el té! -dijo la alegre señorita Fortescue, y no porque ella fuera demasiado circunspecta, sino porque, tal y como adivinó Owen, la institutriz sabía que Georgie tendría problemas si aquello llegaba a oídos de su madre.
– Por supuesto que puedo. Siéntate, Owen. ¿Té?
– Sí, por favor -dijo, poco dispuesto a dejar pasar aquella extraordinaria oportunidad de conocer a las hermanas de Charlie. Además, le encantaba el té… tres clases diferentes de tarta y pasteles y ni una sola rebanada de pan con mantequilla por parte alguna.
Le encantó pasar una hora con las señoritas Darcy. Georgie era única; si alguien conseguía que se pusiera algún vestido elegante y moderno, y hablara sobre asuntos socialmente aceptables, formaría un revuelo enorme en Londres cuando se presentara en sociedad, sin necesidad de recurrir a aquellas noventa mil libras. Pero si aquel asunto de la asignación se llegaba a difundir, cualquier soltero iría tras ella, y Owen pensaba que las miradas y los gestos serían tales que difícilmente sería capaz de resistirse a sus halagos. Más adelante, Owen cambió de opinión al respecto. Acero de la mejor calidad, Georgie.
Susie era más rubia que las otras aunque había conseguido eludir la incolora palidez en las cejas y las pestañas; tenía los ojos de un azul muy claro y un pelo sedoso y muy rubio. Extraordinariamente orgullosa de los talentos de la niña, la señorita Fortescue sacó sus dibujos y pinturas, y Owen tuvo que admitir que eran mucho mejores, con diferencia, que los habituales garabatos y pintarrajos de las estudiantes comunes. Por naturaleza, Susie era muy callada, incluso un poco tímida.