Anne era la más morena de tez, y la única que tenía los ojos castaños. Una cierta altivez innata indicaba bien a las claras que era hija del señor Darcy, pero también tenía el encanto de Elizabeth, y había leído mucho. Su ambición, dijo sin falsa modestia, era escribir una novela en tres volúmenes al estilo de las del señor Scott [32]. Las aventuras le llamaban más la atención que los amoríos, Y consideraba que las damiselas encerradas en mazmorras eran un asunto absurdo.
Cathy también tenía el pelo de color castaño, pero mientras su hermano tenía los ojos grises y Georgie los tenía verdes, los suyos eran de un profundo azul oscuro donde brillaba el atrevimiento un diablillo… aunque sin malicia ninguna. Informó a Owen de su padre le había dado un cachete por haberle puesto melaza en la cama. No mostró ningún indicio de arrepentimiento, a pesar del cachete, que recordaba como una señal de distinción. Su única ambición parecía ser ganarse más cachetes, lo cual, a ojos de Owen era una demostración de lo mucho que Cathy quería a su padre y lo poco que lo temía.
Era evidente que las cuatro chicas estaban necesitadas de compañía adulta; a Owen le pareció muy triste y lo lamentó por ellas Su rango era el de sus altezas, y como todas sus altezas, estaban encerradas en una torre de marfil. Ninguna de ellas era coqueta, y ninguna de ellas consideraba que su vida fuera lo suficientemente interesante como para centrar una conversación; lo que querían oír era la opinión y las aventuras de Owen en aquel enorme y desconocido mundo exterior.
La reunión se disolvió en medio de una consternación general cuando entró Elizabeth. Levantó las cejas cuando vio allí al señor Griffiths, pero Georgie saltó sin ningún temor en medio de la previsible refriega.
– ¡No le eches la culpa a Owen! ¡Fui yo! -dijo.
– He sido yo -corrigió su madre automáticamente.
– ¡Ya lo sé, ya lo sé…! «El verbo en su forma perfectiva debe utilizarse cuando no sé qué…». No quería venir, pero yo lo obligué.
– ¿Qué? ¿A quién?
– ¡Oh, a Owen! De verdad, mamá, ¡estás siempre tan ocupada en corregirnos la gramática que nunca dejas de regañarnos!
– Owen, puedes venir a tomar el té a la sala de estudios siempre que te apetezca -dijo Elizabeth plácidamente-. ¿Así, Georgie? ¿Ya estás contenta?
– ¡Gracias, mamá, gracias…! -exclamó Georgie.
– ¡Gracias, mamá! -repitieron las otras tres a coro.
Sujetando la puerta, Owen dejó que Elizabeth saliera delante de él. La señora de la casa avanzó por aquel interminable pasillo hasta llegar a unas imponentes puertas dobles, y una vez que cruzaron, Owen se encontró en lo que los Darcy llamaban «la parte pública» de la casa, aparentemente porque estaba abierta a curiosidad de los extraños cuando la familia no se encontraba en ella.
– Le sorprenderá que una buena parte de Pemberley no esté arreglada -dijo, indicándole el camino hacia el Salón Holandés, azul y blanco, lleno de Vermeers y Brueghels, con dos Rembrandts mi lugar de honor, y, cubierto tras una pantalla, un Bosco.
– Yo… bueno… -balbuceó, sin saber qué decir.
– Lo restauraremos cuando presentemos a Cathy… dentro de ocho años. Aunque no parece muy agradable, la estructura de esa parte de la casa se encuentra en perfecto estado. Lo único que necesita es una mano de pintura y cambiar algunas balaustradas y algunos peldaños de las escaleras. Un Darcy, hace ya muchas generaciones, sentenció que las partes «no públicas» de la casa no deberían arreglarse con tanta frecuencia como las otras, y que bien podían repararse cada treinta años, como poco, y eso se convirtió en una ley no escrita. Cuando Cathy se presente en sociedad, se cumplirán veintisiete años desde la última reparación, pero Fitz dice que ya es suficiente tiempo. Yo confieso que estoy deseando acometer esa reforma, y desde luego no dejaré ese color marrón… ¡tan oscuro!
– ¿La reforma incluye las dependencias de los criados? -preguntó.
– ¡Oh, Dios mío, pues claro que no! Los criados internos viven en el segundo piso. Sus dependencias se arreglan cada diez años, como todas las «partes públicas» de la casa. Son habitaciones alegres y bien dispuestas… Siempre creí que los criados deben estar cómodos. Los casados viven en pequeñas casitas, en una aldea que está sólo a un breve paseo de aquí. Y otras personas, como mi criada personal, Hoskins, y el ayuda de cámara del señor Darcy, Meade, tienen sus estancias en la casa.
– Debe consumir una gran cantidad de agua, señora.
– Sí, pero en eso tenemos suerte. El arroyo es absolutamente puro y no hay poblaciones entre esta casa y el manantial. Tenemos una gran cisterna en el techo… está colocada sobre pilares de hierro. Esa cisterna nos permite llevar el agua por tuberías y cañerías a toda la casa. Ahora que se han inventado los retretes de agua corriente, estoy intentando convencer a Fitz para instalarlos junto a las habitaciones, y también podríamos poner algunos en las dependencias de los criados. Y ahora que es tan fácil disponer de bombas de agua tan potentes, quiero poner una para el agua caliente en la cocina y algunas más para los nuevos cuartos de baño. Realmente, Owen, vivimos en una época apasionante y llena de novedades.
– Ya lo creo, señora Darcy. -Lo que no le preguntó fue dónde iba a parar toda esa agua sucia, porque conocía la respuesta: al río un poco más abajo de Pemberley, donde el agua ya no sería pura en absoluto.
– Sus hijas son encantadoras -dijo, sentándose.
– Sí, claro.
– ¿Nunca se relacionan con otras personas?
– Me temo que no. ¿Por qué lo pregunta?
– Porque están deseosas de saber lo que ocurre… ¿Por qué no se les permite leer los periódicos y las revistas? Saben más sobre Alejandro Magno que sobre Napoleón Bonaparte. Y es una pena que no se les permita conocer a personajes como Angus Sinclair. Seguramente no les haría ningún daño. -Se detuvo entonces, aterrorizado-. Oh, le ruego que me perdone… Seguro que parece que estoy criticando su manera de llevar la casa… y no tenía ninguna intención de…
– Está usted absolutamente en lo cierto, señor. Estoy de acuerdo con usted, sinceramente y de todo corazón. Desgraciadamente, el señor Darcy no piensa así. Y culpo a mis hermanas de ello. Mis padres nos dieron rienda suelta desde muy temprana edad a las cinco. Aquello no nos hizo ningún daño ni a Jane ni a mí, pero Kitty y Lydia deberían haber tenido algún freno, y no lo tuvieron. Eran peor que unos marimachos, eran coquetas, y en el caso de Lydia, esa peculiar tendencia a irse con oficiales de los regimientos sin ninguna compañía femenina la condujo a meterse en tremendos problemas. Así que cuando tuvimos nuestras propias hijas, el señor Darcy decidió que no se les permitiría mezclarse con el mundo hasta que se presentaran oficialmente con dieciocho años.
– Comprendo.
– Espero que su corazón no tenga dificultades a la hora de resistir los encantos de… digamos, ¿Georgie? -preguntó Elizabeth con un parpadeo.
Él se rio.
– Bueno, no hay que mirar los dientes a un caballo que tiene noventa mil libras en las alforjas.
– ¿Perdón?
– Así es como me lo ha planteado Georgie.
– ¡Ah, no tiene remedio! ¡No podré corregir nunca esa falta de delicadeza!
– No se preocupe. El mundo lo hará por usted. Bajo esa fachada feroz se oculta una enorme vulnerabilidad… Ella piensa que es como su tía Mary, pero en realidad se parece más a Charlie.
– Y se le ha asignado una dote excesiva. A todas ellas, aunque Georgie ha salido peor parada en ese aspecto. Las demás sólo tienen cincuenta mil cada una. No es una decisión nuestra, sino del padre de Fitz. Ese dinero lo legó en fideicomiso el abuelo para las hijas que Fitz pudiera tener. Tenemos miedo a los cazafortunas, naturalmente. ¡Algunos son tan encantadores, tan irresistibles…!