El viejo había dejado caer las manos de las orejas, aunque el gesto de su cara mostraba bien a las claras que no le gustaba ni el asunto que estaba tratando Mary ni el tono de su voz. Pero no se levantó y salió corriendo; bien al contrario, se acercó para mirarla de frente y sus labios se estiraron hacia atrás hasta que mostraron una sonrisa de dientes perfectos.
– Yo soy Dios -dijo, perfectamente tranquilo y sonriente-. Todos los miembros del sexo masculino son Dios. Las mujeres son la creación de Lucifer, que las puso aquí para tentar, seducir y corromper.
Mary resopló con gesto de hastío burlón.
– ¡Vaya tontería! Los hombres no son Dios, o no son más que las mujeres. Hombres y mujeres son creación de Dios» ¿No se le ha ocurrido pensar que no es la mujer la que tienta y seduce, sino los hombres, que son débiles e indignos? Si hay un demonio en la Humanidad, ése es el hombre, que sólo intenta pervertir a la mujer, y luego le echa la culpa. He tenido alguna experiencia de la maldad de los hombres, señor, y le aseguro que no necesitan que la mujer les instigue. Su maldad es innata.
– Esta conversación es inútil -sentenció-. Tenga la amabilidad de coger el lapicero, señora.
– Lo haré, padre Dominus, si piensa hablar de un asunto nuevo. Hasta ahora llevamos cerca de doscientas hojas y sólo las primeras cincuenta son novedosas y originales. A partir de ahí, lo único que hace es volver siempre sobre lo mismo. ¡Avance un poco, padre! Estoy muy interesada en la gestación de la Cosmogénesis. Ya es hora de que le cuente a sus lectores qué ocurría antes de que usted entrara en este Trono de Dios, cuando tenía treinta cinco años. Por ejemplo, ¿por qué vino aquí?
Ahora sí que lo tenía agarrado por el cuello; el anciano la miró asombrado, casi como si hubiera recibido otra revelación celestial. Mary dejó escapar un callado suspiro de alivio. El viejo podía matarla si quería, y quizá durante unos instantes, cuando lo había humillado tan mordazmente, el padre Dominus había contemplado la posibilidad de que el hermano Jerome la arrojara por el pozo del retrete a una muerte segura, pero, sin saberlo, Mary había salvado la vida mostrándole al anciano dónde se estaba equivocando. El cerebro que antaño seguramente fue el más brillante de todo el país se estaba reblandeciendo, en un proceso gradual del que tal vez era consciente en alguna medida, aunque no sabía cómo remediarlo. En sus buenos tiempos, ¿habría azotado a la pobrecita Therese? ¿Pensaría entonces que el sexo femenino era sucio? Mary no lo sabía, pero deseaba saberlo. Ahora, con suerte, lo descubriría, porque el viejo parecía agradecido ante aquella crítica, hasta el punto de considerar que valía la pena perdonarle la vida a Mary. Él quería escribir aquel libro, pero no sabía cómo. Un cerebro que inventa quinqués y panaceas, al parecer, no tenía la habilidad para planificar un desarrollo narrativo. En tanto ella consiguiera dirigirlo en su trabajo literario, la mantendría viva.
– Escribe lo que te voy a decir -dijo-. «La gran estratagema de Lucifer, en su pretensión de controlar el destino de los hombres, es la invención del oro. Considérense sus cualidades, ¡y nos asombraremos ante la sutilidad del ingenio de Lucifer! He ahí su color, brillante y dorado como el sol. Nunca se empaña ni se deslustra. Es suficientemente dúctil y maleable para poder forjarlo y convertirlo en multitud de objetos. Es tan resistente como duro. No tiene impureza alguna. Desde que el hombre es hombre, ha adorado el oro, y adorando el oro, ha adorado a Lucifer. Los hombres matan por el oro. Lo amasan sin medida. Fundamentan prosperidad económica de sus sociedades en el oro. Se embarcan en conquistas y guerras por él. Exhiben su riqueza cargándose de lujo y ornamentando los cuerpos de sus mujeres, que desesperan por poseerlo en forma de adornos. El oro cubre las tumbas de los reyes y de los emperadores, para proclamar ante las generaciones futuras cuán grande fue el poder de los muertos que allí yacen.
»Cuando contaba treinta y cinco años, se me confió la custodia del oro que había amasado un hombre entregado por completo a Lucifer, aunque yo no lo sabía en aquel momento. El oro se encontraba en distintas formas: monedas, joyas, ornamentos, objetos… Mi amo desengarzó las piedras preciosas de las joyas y me entregó las monturas de oro, las cadenas y otras piezas. Yo tenía que fundirlo todo, eliminar las impurezas y hacer el vaciado en lingotes. Luego tenía que entregarle los lingotes. Pero el fundido y el vaciado debía hacerse en el más absoluto secreto, hasta el punto de que mi amo no quiso ni siquiera saber dónde se iba a realizar el trabajo».
Su rostro adquirió entonces un aire de ensoñación; Mary seguía escribiendo con el lápiz y no dijo nada, esperando pacientemente durante la pausa.
– «Él sabía que yo no lo traicionaría, porque mi alma le pertenecía. Recordé entonces los páramos y las cuevas de The Peak y encontré una enorme cueva que en la actualidad es mi laboratorio. Era perfecta para mis propósitos, porque tenía, muy cerca, una gruta escondida donde yo podría acoger a los burros que me traerían el instrumental necesario por la noche. Cuando me hube establecido aquí, le di ron envenenado a los hombres que me habían ayudado, y luego los arrojé a una sima oscura y profunda. Durante seis meses trabajé hasta la extenuación, fundiendo el oro y vaciándolo en lingotes de diez libras… un tamaño un poco más pequeño que el normal, pero necesitaba piezas de un peso que pudiera transportar yo solo. En aquel entonces era joven, y fuerte.
»Y cuando concluí el trabajo, exploré las grutas y así fue como descubrí que la Oscuridad es Dios. Fue una revelación en muchos sentidos, más allá de los fundamentos de la Cosmogénesis. Consideré los lingotes y vi para qué servirían: para contribuir a la obra Lucifer. Eran propiedad de Lucifer. El instrumento de Lucifer. Y entendí entonces que mi amo era un absoluto siervo de Lucifer. Así que decidí que jamás tendría su oro. Lo cogí y lo escondí en un lugar alejado de la cueva de mi laboratorio, y nunca regresé junto a mi antiguo amo.
»Permanecí con Dios en esta oscuridad durante muchas lunas ¿Cuántas veces pasó el sol de Lucifer por el cielo…? No lo sé. Pero cuando finalmente salí, ya era un hombre distinto. El oro ya no tenía ningún poder sobre mí, y ninguna de las otras añagazas de Lucifer influía en mi corazón. Esas raras arañas blancas tienden sus descoloridas redes sobre el oro, como un desperdicio que arrojé al rostro del poderoso Lucifer como si no tuviera ningún valor, como si no significara nada. Y ahí está, hasta el día de hoy en la oscuridad de Dios, absolutamente inútil e inservible».
Mary dejó caer el lápiz y miró con ojos asombrados al padre Dominus, con un temor reverencial y un nuevo respeto…
– Es usted una rareza, padre -dijo-. Es usted un intolerante y un tirano, pero ha tenido la fortaleza para resistir la tentación del oro.
Forzando sus viejos músculos como si le dolieran, se puso de pie.
– Estoy cansado -dijo en un susurro-. Pasa a limpio todo eso, por favor.
– Con mucho gusto, pero lo haría aún con más gusto si me enviara de nuevo a Therese…
Pero, como solía, desapareció en un abrir y cerrar de ojos, y Mary no podría jurar que el anciano hubiera escuchado sus últimas palabras.
¡Qué historia! ¿Sería cierta? El padre Dominus podía mentir, y de hecho mentía con frecuencia, pero de algún modo… aquel cuento del oro parecía tener ecos de una cierta verdad. Pero… ¿quién pudo ser ese amo mítico para haber acumulado tanto oro que el padre Dominus tardó seis meses en refinarlo? Y, por otra parte, ¿permitiría realmente que se hiciera público un acto que describió, sin ninguna emoción, como el asesinato de varios ayudantes?
Trajeron la cena: un filete de ternera con champiñones, puré de patata y, de postre, una porción de pastel de frutas al horno. Una buena recompensa por poner al narrador en el camino correcto de nuevo; supuso Mary. Como a caballo regalado nadie le mira el diente, Mary devoró su comida con verdadero deleite, y sintió que nuevo se fortalecía. Tal vez el viejo no estaba loco, pensó, ahora el estómago lleno y con una actitud inusualmente benévola, de todos modos, eso no duró mucho, porque a la mañana siguiente se presentó el padre Dominus, que apareció desaliñado y con gesto de no haber dormido, se sentó en su silla y procedió a lanzarle un verdadero tratado de química del oro y cómo refinarlo. Cada cuatro o cinco palabras, Mary tenía que preguntarle cómo se deletreaba tal o cual voz, porque el dictado estaba trufado de términos abstrusos, y aquello acabó con la paciencia del anciano.