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– ¡Aprenda a escribir, señora! -gritó, poniéndose en pie en un arrebato-. ¡No estoy aquí para ser su diccionario!

– ¡Sé escribir perfectamente bien, padre, pero no soy boticaria ni química! Cuando le pido que me deletree una palabra, es porque la desconozco por completo. Si su materia fuera música, no necesitaría preguntarle cómo se escribeglissando o toccata, porque soy una experta en música. Pero lo que me está dictando hoy es para mí un libro en chino.

– ¡Buah! -exclamó airado, y desapareció. El menú volvió a su fórmula habituaclass="underline" pan, mantequilla y queso, aunque Mary había cambiado la cerveza por agua: y ése fue uno de los grandes debates que mantuvieron. Para el padre Dominus, el agua significaba fiebres tifoideas y tifus; el tres por ciento tóxico que había en la cerveza, así como el proceso de destilación, permita considerar que se podía beber con toda tranquilidad. Y, en esa creencia, el anciano no estaba solo de ningún modo; la mayoría de las familias pasaban directamente de la leche a la cerveza ligera en la alimentación de sus hijos. Mary detestaba la cerveza, y sólo bebía agua, después de señalarle al anciano que los arroyos que discutan por las grutas eran «tan puros como el agua».

Por Ignatius, que todavía acudía para sacarla de la celda y dejarla bajar a la gruta del río, Mary comenzó a recibir señales alarmantes de que no todo iba bien en el mundo de los Niños de Jesús.

Con el farol en la mano y las botas en los pies, Mary apoyó la mano en la manga de Ignatius y, con el tacto de aquella lana áspera, lo obligó a mirarla a los ojos.

– Ignatius, dime, ¿qué ocurre?

– No me permiten hablar con usted, hermana Mary -susurró.

– ¡Tonterías! Aquí no puede oírnos nadie. ¿Qué pasa?

– El padre dice que tenemos que salir de las Cuevas del Sur inmediatamente, ¡y hay mucho que hacer! Jerome tiene demasiada ligera la mano con la vara y los pequeños no pueden con todo.

– ¿Cuánto de pequeños son los pequeños?

– Cuatro… o cinco años… o algo así.

– ¿Dónde está Therese?

– Se ha marchado ya a las Cuevas del Norte. La cocina nueva ya está preparada.

– ¿Y qué va a pasar conmigo? ¿Me van a trasladar?

Parecía abatido y muy desgraciado.

– No lo sé, hermana Mary. ¡Ahora váyase!

Cuando regresó de su paseo hasta el río subterráneo, el muchacho la apremió para que entrara en la celda, recogió las botas y desapareció por detrás de la pantalla. A Mary se le cayó el alma a los pies. Aquello no presagiaba nada bueno… y los malos augurios se completaron con la confiscación de las botas, que Ignatius solía dejar a la entrada del pasadizo.

Cuando el padre Dominus volvió, estaba tan inquieto como un niño en un taburete con un capirote de burro, y su dictado, cuando finalmente se produjo, era de todo punto merecedor del capirote de burro: deslavazado, laberíntico y sin ninguna relación con el oro, ni con Dios o Lucifer. Al terminar, Mary le pidió, con la voz más humilde y sumisa que pudo fingir, que le deletreara una lista de términos que desconocía, para que en el futuro no tuviera la necesidad de perder el hilo del dictado pidiéndole ayuda. La lista alcanzó las treinta y dos palabras, y entonces, repentinamente, se levantó y desapareció bruscamente.

Durante unos instantes, Mary intentó convencerse de que todos aquellos movimientos y secretos no eran más que el resultado de la mudanza; seguramente debía de ser agotador controlar traslado de cincuenta críos revoltosos por un sistema de cuevas que habían sido su hogar durante años e ir a otras grutas que quizá les daban más miedo, porque evidentemente allí estaban tanto el laboratorio como la cueva de embalaje. ¿Y el oro? No, no podía creerse aquello… El oro estaría donde Dios quisiera, y lo que había dicho el viejo no representaba información suficiente para imaginar que verdaderamente se encontraría en un lugar concreto.

Al día siguiente, el hermano Jerome apareció con el pan y el agua, aunque ya no había ni rastro de la mantequilla, ni del queso ni del jamón. Aquellos ojos oscuros la observaron con aire de desprecio; luego, le tendió la mano.

– Déme el trabajo.

En silencio, Mary le entregó las hojas en limpio a través de los barrotes: una despreciable y mínima cantidad de páginas, comparadas con las primeras sesiones, las cuales la habían mantenido tan ocupada copiando que había tenido muy poco tiempo para entregarse a preocupaciones o divagaciones.

«Un día, filete de ternera con champiñones y pastel de frutas; y ahora, pan y agua», pensó Mary. «¿Qué está ocurriendo? ¿Es que esa mente débil se ha desmoronado? ¿O mi nuevo régimen es simplemente el resultado de un hecho cierto: que me encuentro ahora a varias millas de la cocina? El agua está por todas partes y se puede conseguir por doquier, pero el pan y lo que se pone en el pan tiene que salir de una cocina…».

El segundo día a pan y agua, el padre Dominus apareció en la cueva de repente, gritando desde detrás de la pantalla, y agitando en la mano las hojas que Mary le había entregado a Jerome.

– ¿Qué es esto? ¿Quées esto? -chilló, con burbujas de espumarajos asomándose a las comisuras de la boca.

– Es lo que me dictó usted anteayer -dijo Mary, sin permitir que su voz delatara temor alguno.

– Estuve aquí dictándote dos horas, señora mía…¡dos horas!

– No, padre, no es así. Estuvo ahí sentado durante dos horas, Pero la única información utilizable de todo lo que me dijo se encentra ahí. Divagó usted, señor.

– ¡Embustera! ¡Embustera!

– ¿Por qué iba a mentir? -preguntó razonablemente-. Soy lo bastante inteligente como para saber que mi vida depende de complacerle, padre. ¿Por qué me iba a enfrentar a usted entonces? -Se detuvo e inspiró una bocanada de aire-. Aunque, en realidad, lo que pensé es que usted tenía una gran falta de sueño y pensé que era ese cansancio el que provocaba esos vacíos en su concentración. ¿Estoy equivocada?

Dos diminutos granos de pimienta se quedaron observándola desde el centro del azul vidrioso y blanquecino de la leche aguada pero Mary le devolvió la mirada sin un ápice de temor. «¡Que mire, si quiere!».

– Tal vez estés en lo cierto -dijo el anciano finalmente, y se fue bruscamente, sin intención, al parecer, de dictarle nada ese día.

La mente comenzaba a jugarle malas pasadas al anciano; de eso a Mary ya no le quedaba ninguna duda, pero era discutible si su estado mental podía denominarse claramente locura.

«¡Oh, si pudiera al menos mantener una relación más cordial con él para hablar razonablemente de los niños…!», se dijo a sí misma, sentada en el borde de la cama. «Aún no tengo ni idea de por qué los ha acogido, ni cómo, ni qué hace con ellos cuando llegan a la madurez… Como sea, tengo que conseguir hablar con él cuando esté más sociable…».

No había ni rastro del hermano Ignatius, ni Jerome volvió a aparecer para rellenar su cesta de pan, que se había quedado en media rebanada. Instintivamente, Mary no había gastado toda el agua para lavarse la cara o el cuerpo: podía necesitarla para beber, y si bebía, debía hacerlo con moderación. Sin dictados que copiar y con todos los libros leídos varias veces, los días se hacían interminables, especialmente porque ya no la dejaban salir para hacer un poco de ejercicio. El sueño tardaba en llegar, y cuando dormía, todo eran pesadillas, y finalmente, apenas descansaba un rato.