Cuando volvió a aparecer el padre Dominus, llegó con una barra reciente de pan y una jarra de agua.
– ¡Oh, cuánto me alegro de verle, padre! -exclamó Mary, luciendo su mejor sonrisa y esperando que aquello no representara ningún rasgo de seducción-. Estoy languideciendo aquí porque no tengo nada que hacer, y estoy deseando escribir el nuevo capítulo de su Cosmogénesis.
El anciano se sentó, perfectamente consciente al parecer de que su sonrisa no mostraba ningún rasgo seductor, pero en vez de colocar el pan y la jarra de agua en la bandeja de la celda, los dejó en el suelo, junto a su silla. Su mensaje -Mary estaba segura de ello- sería que merecer semejante liberalidad dependía únicamente de su conducta durante aquella conversación.
– Antes de que comencemos el dictado, padre -dijo Mary, con su voz más encantadora (un verdadero esfuerzo para Mary)-, hay muchas cosas que me gustaría entender sobre la oscuridad de Dios. Lo de Lucifer es evidente, y estoy de acuerdo plenamente con su Cosmogénesis en ese punto. Pero aún no hemos hablado de Jesús, que deberá ocupar una parte importante de su cosmogonía, o de otro modo no habría bautizado a sus seguidores como los Niños de Jesús. Hay cincuenta, dice usted, treinta niños y veinte niñas. Esas cifras deben tener algún significado, pues nada de lo que dice o hace usted carece de relevancia.
– Sí, eres muy lista… -dijo el anciano, complacido-. Todos los números importantes deben terminar en un «no número»… esto es, lo que los griegos llamaban cero. Un redondel, según los símbolos árabes. El cero no sólo es un «no número», sino que en el mundo árabe no tenía ni principio ni final. Es eterno. Es el cero eterno. Cinco más tres más dos son diez. La línea que nunca se cruza consigo misma y el círculo que siempre se repite sobre sí mismo.
Se detuvo; Mary parpadeó. ¡Qué absoluta estupidez! Pero, en vez de eso, dijo con tono estremecido:
– ¡Qué profundidad! ¡Qué asombroso! -Tuvo serias dudas respecto al tiempo en que podría continuar con ese juego, y entonces, muy delicadamente, añadió-: ¿Y… Jesús?
– Jesús es el fruto de un cruce entre Dios y Lucifer.
Mary se quedó boquiabierta.
– ¿Qué?
– Pensé que eso te resultaría prácticamente evidente, hermana Mary. Los hombres no pueden adoptar la ausencia de forma de Dios, ni su ausencia de rostro, ni la ausencia de sexo, que son propiedades de Dios, pero también se niegan a estar completamente enfangados en las vilezas de Lucifer. Nada tenían de Dios y nada tenían de Lucifer. Así que descubrieron un meteorito en el cielo que de inmediato se convirtió en una estrella, y así forjaron a Jesús. Un hombre, pero no sólo un hombre. Mortal, pero también inmortal. Bueno, y también malo.
Mary no podía evitar sentir el sudor que rompía a brotar por todo su cuerpo, ni el temblor de repugnancia que la obligó a levantarse de la silla.
– Padre, ¡es usted un blasfemo! ¡Anatema, anatema! ¡Apóstata! ¡Ya ha contestado usted a todas mis preguntas, incluso a aquellas que no le he planteado! Lo que quiera que pretenda hacer con esos niños, ¡es maligno! Nunca se les permitirá crecer, ¿no es así? Las niñas pequeñas hablan de una escuela en Manchester, dirigida por una mujer llamada la madre Beata, que las enseña a ser criadas, pero aquí ni siquiera hay escuela, y no hay ninguna madre Beata. ¿Qué hace usted con los niños? De eso no sé nada, porque el hermano Ignatius está demasiado amedrentado y el hermano Jerome es demasiado astuto como para contármelo. ¡Malvado! ¡Es usted malvado! ¡Y yo lo maldigo, Dominus! ¡Roba usted a los niños demasiado pequeños! Es imposible suponer que se los arrebata a amos crueles y malvados. ¡Y eso sólo significa que los compra a cambio de ginebra a padres sin entrañas, o a los administradores de los albergues parroquiales! ¡Explota su inocencia y cree que cumple con su deber porque los alimenta, los viste y les cura las enfermedades! ¡Como terneros engordados para la mesa! ¡Usted los mata, Dominus! ¡Mata usted a esos niños inocentes!
El viejo había escuchado su diatriba con gesto de asombro, tan sorprendido que se había quedado sin habla. Lo que definitivamente le dejó con la boca abierta fue aquella acusación de que mataba a los niños inocentes; si Mary necesitaba alguna prueba de lo cierto de su alegato, aquel espantoso berrinche del anciano lo certificaba. Gritando con horrorosos chillidos, aullando y escupiendo, su cuerpo se convulsionaba con la enormidad de su rabia, y la llamó bruja, ramera, zalamera, Lilith, Jezabel, y añadió los nombres de otras doce prostitutas bíblicas, y luego comenzó de nuevo, y otra vez y otra vez. Mientras tanto, Mary, por su parte, no hacía más que gritarle aquella única acusación, una y otra vez.
– ¡Está matando a niños inocentes! ¡Está matando a niños inocentes!
Entonces ocurrió como si el viejo no supiera qué hacer y, cogiendo el cantarillo de agua, lo arrojó contra los barrotes de la celda, y todos los fragmentos de barro y el preciado líquido se derramaron sobre Mary. Luego, el padre Dominus se giró ciegamente y tropezando con la pantalla, huyó del lugar gritando y lanzando maldiciones contra ella.
La pantalla de lienzo se bamboleó durante unos instantes y finalmente cayó. Pareció que todo ocurría increíblemente despacio, y Mary vio que el borde superior del entramado arrastraba algo tras él y acababa derribándolo todo. Una inmensidad de luz se derramó entonces en el lugar, tan brillante que Mary tuvo que levantar el brazo para protegerse los ojos. Sólo cuando estuvo segura de que podía tolerar aquella intensidad, abrió los ojos… y entonces pudo contemplar una abertura en la roca y una escena que, en otras circunstancias, la habría asombrado con su belleza. Dondequiera que estuviera, se encontraba al menos a mil pies por encima del paisaje circundante, que se extendía en montes, extraordinarios espigones, montañas y abruptas colinas. ¡Derbyshire! ¡Lejísimos de Mansfield, el último lugar habitado en el que había estado…!
El viento silbó en la cueva. Era un viento que aquella sábana de lienzo verde oscuro debía de haber contenido; ahora estaba tendida en el suelo, un poco más allá de la pantalla. ¡Así que por eso en su prisión siempre se oían aquellos suaves quejidos y lamentos! No era una ventana con una ranura, sino una sábana de lienzo que no se había colocado bien y que aún tenía una pequeña abertura por la que se colaba el aire de la montaña.
«¡Oh!», pensó mientras temblaba, «¡pereceré de frío mucho antes de morir de sed…!».
Desde luego, no podía acercarse a la boca de la cueva; se encontraba a unos veinte pies, y los barrotes aún la mantenían a buen recaudo allí. También el pan estaba lejos de su alcance, y el agua se estaba secando rápidamente con aquel terrible viento.
¿Por dónde entraban y salían? A mano derecha, en el muro, no había nada, pero a mano izquierda tres cuevas abrían sus amenazantes fauces. Una era la del camino al río subterráneo; las otras dos se encontraban un poco más allá. Junto a la más alejada había un montón de antorchas de sebo y una caja de yesca; ése debía de ser el pasadizo subterráneo que conducía a las Cuevas del Norte. La del medio, en opinión de Mary, comunicaría con la antigua cocina, que probablemente estaba junto a la celda. ¡Oh! ¿Qué le habría ocurrido a Therese? ¿Y a Ignatius? Se encontraban peligrosamente cerca de la pubertad, una época que, tal y como el instinto de Mary le decía, señalaba la frontera límite para el padre Dominus. Una vez que un niño o una niña cruzaba la frontera hacia la madurez, el viejo se deshacía de ellos. Lo único que podía esperar era que, dado que los muchachos se encontraban en manos de un hábil boticario, la muerte fuera dulce y no dolorosa. Seguramente no precisaba recurrir a la violencia. Aunque, después de escuchar aquellos conceptos pervertidos y retorcidos sobre Dios y el Demonio, Mary llegó a preguntarse si cabía la posibilidad de que los niños fueran realmente terneros engordados y sacrificados en la pubertad a un dios de la oscuridad… ¡No, seguro que no!