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«¿Pero quién puede predecir las impredecibles locuras de una mente tan perturbada como la del padre Dominus?», añadió en su cabeza sin detenerse un instante. No todos los locos eran lunáticos peligrosos, aunque el padre Dominus en alguna ocasión se había comportado perfectamente como un lunático peligroso. En otras ocasiones parecía tan cuerdo como ella, capaz de ordenar los hechos en un orden correcto, e incluso, una o dos veces, había convencido a Mary de que su Cosmogénesis tenía algún sentido, dada la vida que había llevado.

«Tengo quever a esos niños», se dijo Mary, sabiendo que no había la más mínima posibilidad de que tal cosa ocurriera. «Tengo que hablar con ellos, y no con susurros furtivos, con una oreja pendiente del padre o de Jerome, sino ante un buen tazón de chocolate caliente y deliciosos pasteles, y todas las golosinas que permiten que los niños abandonen sus prevenciones. Tengo que saber que, tras haberles dado el nombre de un semidiós híbrido, mitad luz, mitad oscuridad, al menos no los ha echado a perder en el sentido en que se echa a perder, por ejemplo, la fruta perecedera; que su inocencia aún está ahí, todavía intacta. Si los utiliza como mulas para que trabajen para él, y ni siquiera se ha preocupado de educarlos en su Cosmogénesis, aún podrán sobrevivir. El peligro es que esos únicos discípulos se hayan educado en su filosofía, o teología, o como quiera que él llame a sus teorías. Desde luego, no es la ideología de un hombre cuerdo y en ella salen a relucir todas sus demencias. ¿Pero qué clase de cerebro pudo encerrarse en la más insondable oscuridad y, de ahí, pasar a adorarla como a un Dios? ¿Y cómo llegó a considerar que la luz es el mal?

Más calmada, tras unos instantes, observó con detenimiento su pequeña prisión. Sí, la jarrilla que había sobre la mesa aún tenía un poco de agua, la suficiente para resistir varios días si bebía a sorbitos muy pequeños. Respecto a la comida, sólo tenía un mendrugo de pan duro. Bueno, de algún modo, la comida no era tan necesaria para la vida como el agua. Admitiendo que ahora corría mucho más peligro que antes, sacudió y golpeó todos los barrotes de su celda, pero fue en vano. Estaban incrustados con mortero en los muros de la cueva; si hubiera tenido algún tipo de herramienta, incluso una cuchara, podría haber intentado escarbar en las paredes de roca, pero junto al régimen de pan y agua también había llegado una petición para que devolviera la cuchara, que era su único cubierto.

Las lágrimas corrieron por su rostro; y estuvo sollozando durante algún tiempo. Luego, agotada, se derrumbó en un extremo de la cama y se cubrió la cabeza con las manos. Las señales en lápiz en el muro indicaban que había estado en aquel lugar alrededor de seis semanas, y parecía que estaba condenada a morir allí, después de todo. Ningún Niño de Jesús iría a ayudarla; todos se habían ido a las Cuevas del Norte, incluidos Therese e Ignatius.

Pero la desesperación acaba por pasar, especialmente en las mujeres que son como Mary. Sus hombros se enderezaron, se sentó, y afirmó con fuerza su mandíbula. «¡No voy a sucumbir a este destinotandócilmente!», se dijo a sí misma. «Beberé dos tragos de agua y luego dormiré. Cuando recobre las fuerzas, intentaré aflojar esos barrotes: probaré con la puerta que utilizan para entrar Y salir de mi celda… Quizá ésos estén más sueltos».

Siguió su plan con toda precisión. Pero tampoco la gran puerta de barrotes cedía, y abrir la cerradura estaba fuera de sus posibilidades, igual que la cerradura de la bandeja donde le dejaban la comida. ¡Ay, si tuviera su caja de costura…! La pequeña aguja con ganchito que se utilizaba para coger los puntos podría haberle servido para hurgar en la cerradura de la puerta. Pero no tenía absolutamente nada.

«He llegado al final del camino; ya no puedo más», pensó. «Pero me niego a rendirme. Estoy en manos de Dios, sí, pero también dependo de mis propias manos. Mientras tenga agua para beber, no me entregaré a la desesperación».

Capítulo 10

Demasiado bien sabía Lydia que estaba prisionera, y lo supo no mucho después de que Ned Skinner la hubiera dejado en Hemmings en las garras de la señorita Mirabelle Maplethorpe. Más vivida que cualquiera de sus hermanas, Lydia rápidamente reconoció los orígenes de aquella mujer: siempre había vivido en una mancebía. Pero nunca había sido una de las prostitutas que hacían el servicio. La señorita Maplethorpe ejercía de gobernanta de las putas y se aseguraba de que atendieran a los señores clientes tal y como éstos deseaban. ¿En qué estaba pensando Fitz para requerir los servicios de una mujer como aquélla? A su madre la habían encerrado, pero le habían dejado a Mary para que la cuidara; ¡a ella le habían endilgadounamadame! Eso tal vez significara que Fitz la consideraba más repugnante que peligrosa y no temía que pudiera desbaratar sus planes. Los barrotes en las ventanas indicaban temor, pero la presencia de la señorita Maplethorpe indicaba un absoluto desprecio.

No era que la señorita Maplethorpe fuera maleducada: en absoluto. Lo único que se le negaba a Lydia era la libertad. Disponía de un suministro ilimitado de vino, oporto y coñac -le bastaba con pedirlo-: parecía que Fitz verdaderamente esperaba que se hundiera en un permanente estado de embriaguez. Sin embargo, la verdad era que Lydia pertenecía a esa particular clase de borrachos que pueden, si lo desean, dejar de beber por completo. Y definitivamente había llegado el momento de dejar de beber; ¡tenía que averiguar qué demonios estaba pasando!

En todo caso, decidió que mantendría su sobriedad en secreto. Al principio vaciaba las botellas por las ventanas de su habitación, pero el líquido manchaba los ladrillos en la parte exterior de la pared. Entonces descubrió que si colocaba el cuello de la botella entre los barrotes de un ventanal que llegaba hasta el suelo, el contenido caía en la tierra de un parterre y lo absorbía sin dejar rastro Pasaba mucho tiempo sola, así que podía hacerlo sin dificultad, y simulaba que todo ese tiempo lo pasaba bebiendo. Al parecer,nadie quiere la compañía de una borracha.

Llevaba en aquella casa una semana cuando Ned Skinner fue a hacerle una visita… ¡Ahora! ¡Ahora era el momento! Salpicándose con un poco de brandy el vestido, Lydia comenzó a balancearse en una silla y esperó. Ned entró con paso seguro en la sala, con su carcelera, y se inclinó para verle a Lydia la cara, olió un poco el vestido y se incorporó.

– Apesta -dijo.

– Siempre está así. Vamos, podremos hablar en la otra sala.

En cuanto Lydia estuvo segura de que se habían acomodado en el cuarto de al lado, corrió de puntillas hasta la puerta que comunicaba ambas habitaciones, la abrió mínimamente y escuchó. Ambos estaban de espaldas a ella, así que podía escuchar y ver con total seguridad.

– ¿Cómo te las arreglas? -preguntó Ned.

– Oh, no da ningún problema. Empieza a beber a la hora del desayuno y sigue bebiendo hasta que se derrumba, pero le gusta mucho estar en la cama también. Mis hombres están bastante ocupados entreteniéndola. Muy inteligente por tu parte, Ned, recomendarme que me trajera ayudantes varones.

– El señor Darcy dice que su ingestión de alcohol tiene que moderarse un poco.

– ¡Por el amor de Dios!, ¿por qué?

– Sus hermanas van a venir a visitarla dentro de diez días.

– Comprendo. Pero moderar su ingestión de alcohol provocara unos escándalos sonados: ¿no sería mejor dejar que bebiera todo lo que quiera? Que las hermanas la vean tal y como es.