– El señor Darcy no desea eso.
– Y el señor Darcy es tu ídolo.
– Exactamente.
– ¿Has encontrado algún rastro de la otra hermana… Mary?
– Nada en absoluto. Es como si se hubiera esfumado de la faz de la tierra.
– Puedo asegurarte que no se ha metido en ningún burdel, a menos que esté al sur de Canterbury o al norte de Tweed, y eso es altamente improbable, dada su edad. Puede que sea hermosa, pero treinta y ocho veranos consiguen que el cuerpo de una mujer se ajamone o se amojame, todo depende. Por lo que dices, esa mujer está más bien amojamada.
– Sí, como la mojama. Con el pecho como una tabla también.
– Entonces no habrá podido entrar en ningún burdel -dijo la señorita Maplethorpe.
– ¿Durante cuánto tiempo te puedes ocupar de ésta, Mirry?
– Otros dos meses. Luego tengo que volver volando a Sheffield. Aggie es estricta, pero no le gusta utilizar la fusta.
– ¿Y podrías enviarme a Aggie para sustituirte?
– ¡Ned! ¡Esa chica es demasiado simplona! La señora Darcy y la señora Bingley se lo sacarían todo. No, te recomiendo que busques en un manicomio.
– ¿Es que esas mujeres del manicomio son menos simplonas? Le preguntaré al señor Darcy para que nos aconseje.
– Excelente. Seguro que encuentras a alguien. Tienes tiempo.
– Ahora tengo que irme, Mirry.
– Dile a tu idolatrado señor Darcy que la señora W. se encuentra perfectamente. En realidad… debe de tener la constitución de un buey para haber aguantado todo ese veneno. Porque, tomándolo en las cantidades que lo toma, el alcohol es puro veneno. He apostado a que pierde la cabeza antes de que pierda la vida. ¿Te gustaría que mezclara su oporto con la poción de sabor a oporto del padre Dominus?
– ¿De quién?
– Un viejo boticario que anda vestido como un fraile. Es el que me proporciona un abortivo estupendo, y el Viejo Amo al parecer tenía algunos de sus venenos a mano. También los estudios pueden llevar a uno a la locura, o inducirlo a la parálisis. Me sorprende que no lo conozcas. Era uña y carne con el Viejo Amo.
– Yo era demasiado pequeño, Mirry, y cuando el Viejo Amo estaba presente, yo me escondía. Debo decir… que no aparentas la edad que tienes, querida.
– ¡Gracias al padre Dominus!
– El señor Darcy no lo aprobaría, así que nada de pociones Mirry.
– ¡Creo que veneras a ese hombre como los locos veneran a Dios!
– Vamos, no blasfemes -dijo levantándose-. Y respecto a los barrotes de hierro…
Aunque le habría encantado escuchar el resto, Lydia cerró suavemente la puerta, corrió hacia su silla y volvió a balancearse como si estuviera borracha, con gran realismo. No mucho después pudo oír el sonido de unos cascos en el camino de gravilla, y se levantó indignada.
¡Oh, malditos villanos! Aunque le había parecido que Fitzwilliam Darcy aún conservaba algunos escrúpulos, era de todo punto despiadado y cruel. Bueno, siempre lo había sabido. «¡Enviar a George al extranjero, a luchar en una guerra tras otra…! ¡Oh, George, mi George…! ¿Cómo voy a vivir sin ti? ¡Sobria!», pensó con rabia. «Así es como viviré:sobria».
«No soy una mala actriz», pensó Lydia diez días después. «¡Se las haré pasar muy pero que muy mal!». Especialmente a esa bruja de Mirry Mu. Lágrimas, lamentos, gritos y alaridos… «Necesité mucho valor para continuar con mi representación cuando ese palurdo de Rob me amenazaba con estrangularme si no me callaba. Bueno, pues no me callé, y Mirry Mu se vio obligada a expulsarlo de la casa por temor a que verdaderamente me estrangulara. Le dije de todo en mi lenguaje particular… ¡Qué raro!, ¡cómo le disgusta a la gente mi vocabulario! En mi opinión, los arañazos y los mordiscos son mucho peores, y también fue bien servido…».
Lo cierto es que cuando el espléndido cortejo de Pemberley se acercó a la puerta de Hemmings, un poco después de la hora de comer, Lydia estaba casi fuera de sí del nerviosismo. ¡Ahora sus carceleros recibirían su bien merecida recompensa!
Como una perfecta dama de compañía, la señorita Maplethorpe se quedó sólo lo suficiente para asegurarse de que las visitas se encontraban cómodas, y luego las dejó solas con Lydia. En el momento en que se cerraba puerta tras ella, Lydia se levantó y abandonó por completo su representación de la borrachera.
– ¡Oh, así está mucho mejor! -exclamó.
Jane y Elizabeth se asombraron de ver el cambio que se había producido de repente en su hermana pequeña… ¡parecía que estaba tan bien! Todo vestigio de hinchazón se había esfumado de su rostro y de su cuerpo, y estaba limpia de la cabeza a los pies, y ataviada con un vestido muy moderno de linón azul hielo. Llevaba el pelo, tan rubio, recogido en un moño, en la coronilla, con unos rizos como zarcillos que enmarcaban su rostro, y lo que quiera que fuera lo que había utilizado para oscurecer las cejas era de todo punto irreprochable. Lydia parecía lo que no había parecido durante muchos años: una dama.
Jane miró a Elizabeth y Elizabeth miró a Jane; la mejoría era muy notable, por no mencionar cuán agradable resultaba.
– ¿Mejor? -preguntó Jane.
– Estoy sobria -les aseguró Lydia-. Tenía que estar sobria para contaros lo que está pasando…
– ¿Pasando…? -preguntó Elizabeth, frunciendo el ceño.
– ¡Sí, sí…! ¡Pasando! El elegante y despiadado de tu marido me tiene aquí secuestrada, Lizzie… Soy una prisionera en este espantoso lugar.
– ¿Cómo que eres una prisionera? -preguntó Jane.
– Oh, vamos, por el amor de Dios, Jane, ¿es que no tienes ojos en la cara? ¿Es que esos barrotes en las ventanas no hablan por sí mismos?
– ¿Qué barrotes? -exclamó Jane, pues incluso su temperamento calmado estaba poniéndose a prueba.
Los ojos de Lydia se entrecerraron ante el resplandor de aquel maravilloso día de verano, y entonces se percató de que no podía ver la sombra de los barrotes a través de las cortinas semitransparentes de la sala. Rápidamente se levantó, volcando la silla, y corrió hacia la ventana más cercana.
– ¡Venid, aquí están…! ¡Venid y ved los barrotes vosotras mismas…!
Jane y Elizabeth se levantaron y la siguieron, con una expresión de inquietud en sus rostros. Pero ahora que se encontraba junto a la ventana, Lydia pudo comprobar que no había ningún barrote ¿Dónde estaban los barrotes?
– ¡Oh, qué astutos…! -exclamó-. ¡Pandilla de crueles intrigantes! ¡Oh, me van a hacer quedar como una mentirosa…! Jane Lizzie, os juro que hasta hoy mismo había barrotes en todas las ventanas de esta planta baja de la casa… -Con los ojos brillantes y los puños cerrados, Lydia apretó los dientes y pudo oírse un espantoso chirrido-. ¡Os lo juro sobre el cadáver de mi marido…! ¡Había barrotes!
Elizabeth levantó la hoja de la ventana y escudriñó los ladrillos por todos sus lados.
– No veo los lugares donde podrían haber estado esos barrotes, querida -dijo con amabilidad-. Vamos, siéntate…
– ¡Había barrotes, los había…! ¡Lo juro sobre la tumba de George!
– Lydia, fue tu imaginación -dijo Elizabeth-. No has sido tú misma últimamente. Si estás sobria, verás que en esta ventana nunca ha habido barrotes.
– ¡Lizzie, no he estado tan hundida en el alcohol como para empezar a ver visiones…! Había barrotes en estas ventanas. ¡En todas! -Un gemido de desesperación se filtró en sus palabras-. ¡Tenéis que creerme, tenéis que creerme…! ¡Soy vuestra hermana!
– Si realmente estás libre de los efectos del vino, querida, ¿por qué te huele a vino el aliento? -preguntó Elizabeth.
– He tomado un vaso o dos en el desayuno… -dijo Lydia con gesto malhumorado-. Necesitaba hacer acopio de todo mi valor…
– Mi querida Lydia, no hay barrotes -dijo Jane con su voz más cariñosa-. Tienes muy buen aspecto, pero todavía te queda un largo camino por delante antes de que puedas decir que te has curado de la bebida.