– ¡Os digo que estoy prisionera aquí! Mirry Mu no me deja salir si no es con ella.
– ¿Quién? -preguntó Elizabeth.
– Mirry Mu. La llamo así porque es como una vaca.
– Eres muy injusta con esa señora tan amable -dijo Elizabeth.
– ¿Señora? ¿Ella? Mirry Mu es la propietaria de un burdel en Sheffield.
– ¡Lydia! -exclamó Jane con un grito.
– ¡Que sí, que sí…! Oí como se lo decía a Ned Skinner hace diez días y desde luego no lo oculta en absoluto. Es más: él la conoce perfectamente. Estuvieron hablando de darme unas dosis de veneno o algo para paralizarme, o para volverme loca. Todo esto significa que Fitz la conoce también.
– Creo que es hora de que ofrezcas alguna prueba de semejantes afirmaciones -dijo Elizabeth con un gesto de enojo.
– Si no hay barrotes… ¡no tengo pruebas! -Lydia empezó a llorar-. ¡Oh, qué desgracia…! Si vosotras no me creéis, ¿quién me va a creer? Lizzie, tú eres una mujer sensata… ¿de verdad crees que puedo ser una amenaza para tu querido Fitz?
– Sólo por tu comportamiento destemplado, Lydia. ¿Cómo esperas que te creamos si acusas a Fitz de asesinato y lo insultas con palabras que ni la mujer más depravada utilizaría? ¡No puedo dar crédito a esas acusaciones sobre la señorita Maplethorpe… ni sobre el señor Skinner!, porque parece que te están cuidando muy bien… que te están cuidando muy bien y durante mucho tiempo. No, ciertamente, Lydia,no te creo.
Para cuando Elizabeth hubo concluido su discurso, Lydia estaba anegada en llanto y lágrimas.
– Vamos, cariño, las lágrimas no sirven de nada… -dijo Jane, abrazándola-. Vamos a utilizar la campanilla… Un té te hará mucho bien, y te sentará mucho mejor que todo el vino del mundo. Aún te dueles por lo de George, lo sabemos.
La comprensiva mirada que la señorita Maplethorpe le dedicó a Lydia cuando entró lo decía todo…
– Oh, Dios mío… ¿Qué ha ocurrido? ¿La señora Wickham ha estado intentando convencerlas a ustedes de que hay barrotes en las ventanas?
– Sí -dijo Elizabeth.
– Es parte de su estado alucinatorio, señora Darcy.
– Dice que tiene usted una casa de mala nota en Sheffield -dijo Jane.
Aquello consiguió que señorita Maplethorpe se echara a reír.
– ¿Cómo se le habrá metido eso en la cabeza? ¡Me asombra!
– Dice que escuchó a hurtadillas una conversación entre usted y el señor Edward Skinner. -Jane pronunció aquellas palabras con tal agresividad que Elizabeth se sorprendió.
– ¡Es extraordinario…! Sólo he visto al señor Skinner en una ocasión, cuando trajo a la señora Wickham a Hemmings.
– ¿Dónde vivía usted antes de venir a Hemmings? ¿Qué clase de trabajo tenía? -preguntó Jane con una extraña insistencia.
– Era administradora del manicomio de mujeres de Broadmoor; luego estuve cuidando a un familiar del marqués de Ripon -dijo la señorita Maplethorpe-. Llegué aquí con las mejores recomendaciones, señora Bingley.
– Un manicomio…¿de mujeres? Creía que esas instituciones acogían a hombres y mujeres indistintamente -dijo Jane, aparentemente muy poco impresionada por «las mejores recomendaciones».
– Y así es -dijo la señorita Maplethorpe, que parecía ahora un poco hostigada-, pero de todos modos es necesario contar con una supervisora sólo para las mujeres.
– No sabía que hubiera un manicomio en Broadmoor -señaló Jane.
– ¡Pues sí lo hay! Y también existe un marqués de Ripon -dijo la señorita Maplethorpe en tono un tanto áspero.
– Una lee en las cartas de Argus que a los locos se les maltrata horriblemente en los manicomios… -dijo Jane-. Como a los animales en las casas de fieras, e incluso peor. Los turistas pagan un penique para poder burlarse de ellos y hacerles rabiar, y los trabajadores se emplean con violencia con ellos…
– Por eso dejé mi trabajo en Broadmoor y me fui con el marqués, y cuando ese familiar suyo murió, vine aquí. -El rostro de la señorita Maplethorpe comenzaba a petrificarse-. Y eso es todo lo que tengo que decir, señora Bingley. Si tiene usted más quejas, le agradecería que se las hiciera saber a la persona que me ha dado este empleo: el señor Darcy.
– Gracias. ¿Podría traernos un poco de té? -dijo Elizabeth apresuradamente, y se llevó aparte a la señorita Maplethorpe-. Tengo una pregunta, señorita Maplethorpe… ¿La señora Wickham siempre ve visiones…?
– Es difícil asegurarlo. Espero que no.
– Pero si es así, ¿qué tipo de cuidados precisaría?
– El tipo de cuidados que recibe actualmente en Hemmings, en fin, esos barrotes tendrían que convertirse en realidad, parece que la señora es… bueno… hum… muy aficionada a disfrutar de la compañía de ciertos caballeros. Yo ya he tenido que persuadirla para que vuelva a casa en varias ocasiones. Si ése es otro síntoma, siento mucho tener que decírselo, señora Darcy.
– Le ruego que no crea que es un síntoma de postración mental -dijo Elizabeth-. Siempre ha sido así.
– Comprendo.
– Ella dice que ya no bebe tanto.
– Es verdad. Ha mejorado mucho.
– ¡Gracias!
Lanzándole a la señorita Maplethorpe una expresiva mirada, Elizabeth regresó junto a Jane y Lydia, que ya había dejado de llorar.
Aunque por naturaleza era superficial y alocada -y egocéntrica, dejando aparte su devoción por el difunto capitán George Wickham-, Lydia era lo suficientemente inteligente para comprender que la habían acorralado. La única cosa con la que no había contado era con el silencioso desmontaje de los barrotes; pero lo cierto era que no había barrotes, y Lydia pudo comprender que su propia conducta no predisponía a Jane y a Lizzie a creer su relato. También comprendió que mantenerse sobria había mejorado su aspecto -y su salud también-, hasta el punto de no parecer que era víctima de un secuestro. Bien al contrario. Y las lágrimas, se dio cuenta ahora, no le beneficiaban. Sus planes para salir de allí dependían ahora de sus propios actos; ni Lizzie ni Jane la ayudarían en nada: la habían dejado sola y únicamente ella debía ingeniárselas para salir de Hemmings. Así pues, se acabaron las lágrimas; y se acabaron las referencias a secuestros, encarcelamientos o a Ned Skinner.
Aunque no era la hora del té, la señorita Maplethorpe trajo uno excelente al cual se aplicaron con entusiasmo las tres hermanas, Lydia conversó con todo su encanto, calmando los temores que Jane y Elizabeth aún albergaban. «¡Imagínate! ¡Jane acosando a Mirry Mu! En todo caso, aquello no había durado mucho, desde luego…». Jane siempre pensaba bien de todo el mundo, aunque los individuos en cuestión estuvieran sujetos con grilletes.
Como Lydia no sabía nada de la desaparición de Mary desde su traslado, se concentró en ese asunto.
– Al principio pensé que simplemente aparecería después de darse el gusto de un ataque de ensimismamiento -dijo Jane.
– Era muy proclive a esas cosas -dijo Lydia-. Siempre tenía la cabeza metida en algún libro y se volvía loca por tener la posibilidad de acceder a bibliotecas más grandes.
– Pues ahora hace cuatro semanas que desapareció -dijo Elizabeth-, y yo, por mi parte, ya no creo que haya nada de voluntario en su desaparición. Y Fitz piensa lo mismo. Ha conseguido que dos tercios de los policías del condado estén buscándola, y el anuncio ha circulado de un extremo a otro de Inglaterra. Con una recompensa de cien libras. Mucha gente ha aportado información, pero ninguna ha conducido, ni siquiera remotamente, a Mary. -Su rostro reflejó entonces gran consternación-. Comenzamos a temer que esté muerta. Fitz está convencido de ello.
– ¡Lizzie, no! -exclamó Lydia, olvidándose de sus propios problemas.
Elizabeth suspiró.
– Yo todavía tengo esperanza -dijo.
– Y yo -replicó Lydia-. Mary podría dar lecciones de tozudez a una muía. Lo que me preocupa es que se haya dejado la búsqueda en manos de los policías… Jane, Lizzie, ¡los policías son unos estúpidos inútiles!