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¿Qué podía estar haciendo Lydia, que no daba la alarma? Había luces en el salón y en el dormitorio superior; estaba allí, entonces, ¿pero sobria o borracha? «Borracha», decidió Ned. Si estuviera sobria, habría gritado hasta que la casa se hubiera venido abajo.

La cosa era: ¿qué hacer? Había llegado a una conclusión acertada en aquel momento, mucho antes de que amaneciera y Lydia se animara a caminar sola hacia… ¿Bingley Hall? Sí, seguramente iría a Bingley Hall. Por supuesto, a alguien encontraría por el camino, alguien que podría llevarla hasta su destino o hasta el puesto de policía de Leek. ¡Ah, pero no había puesto de policía en Leek! Como sus compañeros, también ellos estaban buscando a Mary. Pero poco importaba… Una vez que cualquiera la viera, Lydia quedaría completamente fuera de su control.

La obsesión que cegaba todos los actos en la vida de Ned era el amor que sentía hacia Fitz. Nadie podría ordenar semejante devoción. ¿Y qué importaba si la mitad de lo que hacía por Fitz no lo conocía Fitz? El amor era incondicional en la mente de Ned; era algo tan puro y poderoso que no necesitaba siquiera reconocimiento. Lydia Wickham estaba dispuesta a arruinar la carrera pública de Fitz… un gran hombre hundido por una idiota, una descerebrada que no merecía ni lamerle las botas.

Aquella noche. Si había que hacerlo, tenía que ser aquella noche mientras estaba sola en la casa desierta, sin criados ni compañía ninguna. ¿Tenía joyas? ¿Dinero? Dudó que tuviera dinero, pero era posible que tuviera joyas. Dos de sus hermanas eran realmente ricas, así que podían haberle regalado algunos adornos bonitos. No es que eso tuviera mucha importancia, pero parecería más lógico… Habían robado los muebles, las alfombras, la cubertería de plata… y las joyas.

Sacó el reloj y vio la hora que era: un poco más tarde de la una. Casi una hora antes del momento que había fijado en su mente.

– ¿Qué dices,Júpiter, viejo amigo? -le preguntó al caballo. Al oír su nombre, el animal levantó la cabeza para mirarlo, cabeceó un poco y volvió a su pasto. «Júpiter dice que sí», pensó Ned. «El viejo amigo Júpiter dice que sí».

¡Los muy idiotas ni siquiera habían cerrado la casa cuando se fueron! Ned empujó la puerta principal, que estaba abierta, y entró calladamente. Un débil resplandor procedente del salón le permitió hacerse con un candelabro; encendió una vela nueva y se dirigió hacia las escaleras, que no crujían. Hemmings era una casa buena.

El sonido de los ronquidos lo guiaron hacia el dormitorio de Lydia; aunque últimamente hubiera estado sobria, esa noche estaba perfectamente borracha. Allí estaba, tranquilamente, tumbada sobre la colcha de la cama, ataviada con un vestido de día, de muselina rosa. «Una bonita puta», pensó, mirándola sin el más mínimo ápice de deseo. Tenía un montón de pelo casi blanquecino revuelto en torno a la cabeza… un engorro, teniendo en cuenta lo que tenía que hacer.

Había muchas almohadas y cojines. Escogió la almohada más dura, seguramente llena con demasiado plumón, subió a la cama y se puso a horcajadas sobre ella, el mejor modo para tener a mano cabeza. No era un método ideal para matar a nadie, porque los colchones funcionaban mejor que las almohadas. Sólo un hombre muy fuerte podía hacer eso, pero Ned Skinner era extremadamente fuerte. Puso la almohada sobre el rostro de Lydia y lo sujetó allí, sentándose sobre ella para inmovilizarla, a pesar de su resistencia mínima y débil. Durante un buen cuarto de hora, a juzgar por el reloj de la repisa de la chimenea, no cedió ni un instante hasta que consideró que estaba muerta. La asfixia era un procedimiento lento, era consciente de ello.

Al apartar la almohada, comprobó que los ojos se le habían salido un poco de las cuencas, y que el blanco estaba surcado por una red de rojas venillas, y que la boca estaba abierta mostrando unos dientes tristemente sucios. Se sentó pesadamente sobre su pecho, para asegurarse de que no podía inhalar ni una pizca de aire. No respiraba en absoluto, así que Lydia Wickham estaba muerta. Fitz ya estaba a salvo del último peligro de los Bennet.

Por la mañana vendría el carnicero o el hombre de las verduras, y se preguntaría por qué nadie respondía a su llamada, ni a sus voces después, ni a sus gritos finalmente. Después, el descubrimiento sería inevitable. Dos velas ardían en la habitación; aprovechando su luz, buscó dinero y joyas. El monedero vacío de Lydia estaba sobre la cómoda, junto a una cajita de latón gris, también vacía, que probablemente había tenido joyas en su interior. ¡Fantástico! Aquellos idiotas lo habían robado todo.

Eran las dos y media por su reloj; dos horas más y amanecería.Júpiter estaba listo para emprender el camino: Ned Skinner montó en él y se alejaron. Volvía directamente a casa, pero no por la ruta acostumbrada. Rodeó Pemberley y finalmente entró en la finca por el norte. Sólo una persona que lo hubiera estado siguiendo desde el principio sabría de dónde venía; y nadie lo había seguido. Como siempre tras este tipo de espeluznantes acontecimientos, Ned mantenía su mente absolutamente centrada en el recuerdo del imberbe rostro de Fitz contra su cabeza infantil. Era la primera cosa amable que veía en su horrorosa vida.

Curiosamente, fue el propio Ned quien llevó a Pemberley la triste noticia del fallecimiento de Lydia, y así fue como llegó a oídos de Elizabeth.

El sur de la comarca de The Peak se había convertido en el centro de la búsqueda de Mary, porque allí era donde estaban localizadas las grutas, y todo el mundo había decidido que Mary estaba atrapada en una de aquellas cuevas. Sólo se conocían bien las más espectaculares y visibles; los turistas se agolpaban en los alrededores para entrar en ellas, cada cual con su farolillo, y cada grupo ennegreciendo con el humo un poco más la belleza de aquellas grutas. Pero muchas cavernas no habían visto jamás una vela y nadie imaginaba que pudieran existir o que fueran tan grandes.

Cuando Ned entró en los establos montado enJúpiter, vio a la señora Darcy en el patio, y se llevó los dedos al sombrero para saludarla cortésmente. Para su sorpresa, cuando desmontó, la señora le hizo señas para que se acercara.

– Señor Skinner, ¿podría olvidarse un poco de la búsqueda y acercarse a Hemmings para ver cómo se encuentra la señora Wickham?

Se le erizaron los cabellos de la nuca; si sus ojos hubieran sido de un color más claro, la señora habría descubierto que sus pupilas se habían dilatado, pero la oscuridad de su mirada lo salvó. Aquella petición lo había pillado completamente por sorpresa. Durante un instante simplemente la miró, asombrado, y luego consiguió que su reacción tuviera algún sentido, al mirar a la señora Darcy con aire de confusión.

– ¿Tiene usted una corazonada, señora Darcy? -preguntó.

– ¿Una corazonada…? ¿De qué tipo?

– Oh, no sé exactamente… ¿Un presentimiento o algo así…? -Y miró con aire de disculpa-. Supongo que lo he dicho por el gesto de su cara, señora. Con todo este lío de la señorita Mary, confieso que había olvidado por completo a la señora Wickham.

Los pensamientos de Elizabeth fueron esta vez más amables hacia Ned, y le puso una mano en el brazo.

– Querido señor Skinner, tal vez haya tenido un presentimiento. ¡Qué perspicaz ha sido usted al descubrirlo! Me molesta mucho pedirle que vaya a caballo hasta allí, pero Angus y Charlie se han quedado no sé dónde, y hace una semana que la señora Bingley y yo visitamos a mi hermana. La señorita Maplethorpe prometió escribir, pero no lo ha hecho. Estoy preocupada por algo no va bien…