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– En total, unas diez mil libras -dijo Elizabeth.

– Sí. Un buen botín, supongo, incluso para ladrones profesionales, que con seguridad sabrán dónde vender lo robado al mejor precio. Si pierden aproximadamente un tercio en la venta, porque ése será el porcentaje del individuo que se lo compre, ya habrán obtenido una buena ganancia. La señorita Maplethorpe le pagará a sus hombres unas doscientas libras por cabeza, y se quedará para ella unas quinientas libras. Puede ser que esperara conseguir más y mejores piezas, dado que mi nombre estaba asociado al puesto de trabajo. No lo sé; lo cierto es que no mostró excesiva paciencia. Apenas un día en los libros de la agencia y ya estaba de camino a Hemmings.

Fitz comenzó a dar suaves golpecitos, rítmicamente, en la suavísima piel de las manos de Elizabeth; aquello le calmaba y le tranquilizaba, y se preguntó por qué se habían empeñado en discutir cada vez que se veían. Una parte del problema, él lo sabía, era su incapacidad para tolerar la inagotable ironía de su esposa, la costumbre que tenía de burlarse de él. En los tiempos en que la pasión había estallado como un fogonazo, él lo había soportado, suponiendo que por alguna razón que estaba más allá de su entendimiento ella pensaba que le sentaba bien que se burlara de él, que torturara y que hiciera chistes a su costa. Pero a medida que pasaron los años por el matrimonio, se le hizo más difícil aguanta aquellas caprichosas frivolidades, y finalmente había comenzado a darse la vuelta e ignorarla cada vez que ella lo menospreciaba Pero en ese momento, ciertamente, Elizabeth no tenía ningún interés en burlarse de nadie, así que era muy agradable estar con ella y sentir cómo se desvanecían sus accesos de deprimente melancolía.

– Eres muy inteligente, Fitz -estaba diciendo su esposa-. Resuelve este enigma. ¡Tiene que haber una explicación mejor! Cuando lo descubras, podremos descansar. -Elizabeth movió la cabeza, el halo se dispersó y Fitz vio que sus hermosos ojos estaban anegados en lágrimas-. ¡Pobre, pobrecita Lydia! ¡Qué mal le fue todo siempre, desde el principio…! ¿Quién puede creer en un amor a los quince años? Nosotras no… ni Jane ni yo. Ni papá, pues nunca ejerció sus deberes de padre y era demasiado indolente e indiferente como para ponerle freno a Lydia. Todos juzgamos que su fuga había sido fruto de la relajación moral, pero ahora comprendo que era el único camino que tenía para conseguir a su George. ¡Ella lo amaba con toda su alma! Y él era tan miserable, tan embustero… Su padre no le hizo ningún favor dejándolo crecer junto a ti como si las personas que estuvieran contigo se convirtieran necesariamente en tus iguales. Sus expectativas eran inexistentes, mientras que tú serías el heredero de una de las mayores fortunas de Inglaterra. Lo recuerdo de los días de Longbourn, tan ingenuo, tan sumamente maleducado… sí, ya sé que fue a Cambridge, pero no aprendió nada allí, ni siquiera en la escuela. Con toda seguridad, su único plan era utilizar sus miradas y su encanto para casarse con alguien que tuviera dinero, pero a cada paso se le desbarataban los planes. Así que supongo que con Lydia imaginó que tenía en alguna medida cierta seguridad, dada nuestra relación contigo.

– ¿Tú también crees que fui yo quien lo envió a la muerte? -preguntó Darcy.

– ¡Por supuesto que no! Era soldado de profesión y murió en combate, así lo dijo Lydia.

– Sólo tres clases de soldado mueren en combate, Elizabeth. Uno es el hombre valiente que lo entrega todo; otro es el pobre desventurado que se cruza con una bala o una bayoneta; y el tercero es el holgazán que encuentra un lugar apartado donde esconderse hasta que pase la batalla… sin asegurarse antes de que el lugar donde se ha escondido está fuera del alcance de la artillería enemiga.

– ¿George Wickham murió de este tercer modo?

– Eso es lo que me dijeron sus superiores. Pero Lydia nunca lo supo. -Darcy se levantó y besó las manos de su esposa-. Gracias por tu comprensión, Elizabeth. Traerán el cuerpo de tu hermana a Pemberley. La enterraremos aquí.

– No, debe ir a Meryton. Jane y yo la llevaremos.

– ¿Con Mary aún desaparecida? ¿Estás segura?

– Tienes razón… ¡Oh, a ella no le gustaría que la enterraran aquí!

– Así siempre podrá descargar su ira contra mí apareciéndose como un fantasma en Pemberley. Tendrá mucha compañía.

Un mozo de cuadras de Pemberley localizó a Charlie, a Angus y a Owen en Chapel-en-le-Frith, un pueblo tan antiguo como su nombre normando, y situado a poco camino de la región de las grutas, razón por la cual Charlie lo había elegido como lugar de descanso. Cuando el mozo los encontró, después de haber pasado un día entero en las cavernas bajo tierra, abandonaron sus planes y cabalgaron en dirección a casa.

Aparte de forjar una fuerte amistad, Charlie y Angus tenían en común el interés por las cuevas… un interés que Owen se negaba a compartir. Como su rechazo era más temor que desagrado, la presencia del galés se había convertido en un engorroso fastidio -así se lo dijeron los otros dos con toda franqueza-, especialmente cuando las grutas que exploraban eran más un túnel que una cámara. Así que Owen en raras ocasiones iba a las cavernas; prefería pasar el día en Pemberley, con las chicas Darcy. Con ellas al menos se sentía útil; podía montar a caballo con Georgie (¡a horcajadas!) ejercer como ingenuo crítico de arte de Susie, ayudar a Anne con sus clásicos y programar detenidamente con Cathy alguna broma descabellada para tener la seguridad de que la enviaban a la cama sin cenar. Por suerte para el tutor de Charlie, el día en que los fueron a buscar fue uno de aquéllos en que Owen los acompañó a una cueva. Había salido al amanecer de Pemberley y se había reunido con ellos a la hora del desayuno. Ahora regresaban juntos a Pemberley… ¡qué alivio!

Los tres estaban perplejos por la repentina convocatoria de Fitz. El mozo no sabía nada, y se le había ordenado que no volviera con ellos, lo cual le sentó muy bien a los tres… así podían especular en voz alta y en paz. De todo lo cual se podía deducir que no cabalgaron pensando en abstracciones, sino más bien con un ojo en cada cueva de cada colina o de cada desfiladero, de los cuales había muchos, aunque la mayoría no eran más que pequeñas oquedades. Angus había ideado un método mediante el cual no cometerían el error de explorar dos veces la misma cavidad; las que habían explorado se señalaban con un trapo rojo brillante en el exterior.

– Allí hay una sin señal -dijo Angus de repente-. ¡Vaya, ojalá tuviéramos mejores mapas! Le he escrito al general Mowbray para que me envíe mapas detallados del ejército, pero hasta ahora no he sabido nada de él. Lo cual probablemente significa que esos mapas simplemente no existen. -Marcó como pudo la cueva en su mapa, anotando el aspecto del terreno de los alrededores-. Se encuentra de algún modo fuera del camino que conduce a las otras cuevas, Charlie -dijo con aire inquieto.

– No te preocupes, Angus, entraremos en esa gruta en cuanto volvamos -le dijo Charlie en tono tranquilizador.

Angus no parecía muy dado a los juegos y a las bromas esos días, pensó Charlie. Tenía el pelo menos amelocotonado que de costumbre, y las arrugas de sus mejillas amenazaban con convertirse en grietas. Cualquier duda que hubiera tenido respecto a la profundidad de los sentimientos de Angus por su tía Mary se habían desvanecido; estaba enamorado hasta los tuétanos y casi enloquecido por la preocupación. Ya habían transcurrido más de cinco semanas y no había el menor rastro de ella. Si estuviera aún viva, tendría que estar en alguna de aquellas cuevas. Desde luego, también podría haberse esfumado y estar a muchos cientos de millas lejos de allí, pero…¿por qué?