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Al abrigo de un precipicio que se combaba sobre sus cabezas, se encontraron con una extrañísima procesión que venía hacia ellos a pie y cortésmente se apartaron del sendero para dejarla pasar. Tal vez eran unas treinta personillas, ataviadas con hábitos marrones, con capuchas que cubrían totalmente sus cabezas: caminaban emparejados tras un hombre pequeño y anciano que iba vestido del mismo modo, excepto por la capucha, que la llevaba echada hacia atrás, y porque llevaba un gran crucifijo en el pecho. Se parecía un poco a los frailes franciscanos. Al final venían dos muchachos más grandes, empujando una carretilla cargada con cajas que sonaban como si contuvieran frascos o botellas.

– ¡Salud, padre! -exclamó Charlie cuando el fraile estuvo a su altura-. ¿Dónde van?

– A Hazel Grove y Stockport, señor.

– ¿Y a qué? -preguntó Charlie, sin estar seguro de las razones de su propio interés.

– Los Niños de Jesús tienen que cumplir su misión, señor.

– ¿Y qué misión es ésa?

– Seguid, seguid… -El fraile se apartó a un lado-. Continuad andando, hijos -dijo, y los muchachos avanzaron obedientemente.

«¡Qué miserables parecen!», pensó Angus, mirándolos al tiempo que pasaban. Los hombros encorvados, las capuchas ocultando por completo sus rostros y los ojos clavados en la tierra. Tiritando y temblando como si estuvieran enfermos, incluso emitiendo débiles lamentos… Entonces Angus vio que el fraile se estaba acercando a la carretilla y lo siguió.

– ¡Alto! -gritó el viejo. La procesión se detuvo. Una mano nudosa mostró las cajas-. Tenga la bondad de abrir cualquiera de ellas, la que usted quiera, señor. Estas cajas hablan de la pureza de nuestras intenciones.

Una caja contenía frasquitos azules con la etiqueta Niños de Jesús – jarabe para la tos; y la caja con frascos verdes era un remedio para la gripe y los catarros. Un líquido viscoso y marrón se autoproclamaba como un elixir para la curación de la diarrea. Otra caja, con frascos transparentes que contenían un líquido rojo, anunciaba: Niños de Jesús – Ungüento para furúnculos, úlceras, carbunclos & llagas. Otra caja de botecillos de latón contenía pomada para los caballos.

– Impresionante -dijo Charlie, disimulando una sonrisa-. ¿Esto significa que elabora usted ungüentos y bebedizos para enfermedades y achaques, padre?

– Sí. Vamos en camino para dejar los pedidos en las tiendas boticarias.

Charlie cogió una lata de pomada para caballos.

– ¿Y esto funciona?

– Lléveselo, tenga la bondad, y entrégueselo a su caballerizo mayor, joven señor -dijo el fraile.

– ¿Cuánto me va a cobrar por esto?

– Un chelín, pero en las tiendas al por menor es más caro. Es que es muy famoso.

Charlie buscó en el bolsillo de su gabán y sacó una guinea.

– Por las molestias, padre. -Utilizó un truco que había aprendido de su padre: parecer muy comprensivo por fuera y esconder un fondo de hierro-. ¡Hace un día precioso, padre! ¿Por qué sus muchachos llevan las capuchas puestas? Deberían tomar un poco el sol…

La furia bailaba en aquellos ojos azules petrificados, pero la respuesta fue amable y razonable.

– Todos ellos han tenido amos crueles, señor, y tengo que medicarlos con una loción que tiene mala reacción con el sol. Se les podría quemar la piel.

Angus intervino.

– Padre, ¿ha visto usted a una dama perdida por estos parajes?

La furia se difuminó y sus ojos se tornaron todo inocencia.

– ¿Una dama de qué tipo, señor?

– Es alta, delgada, de unos cuarenta años, de pelo color dorado rojizo. Bonita.

– No, señor; decididamente… no. La única dama que hemos visto fue la pobre Moggie Mag. Llevaba unos conejos a casa, para sus gatos, y perdió el camino. Pero ya le dijimos por dónde se iba.

– Gracias, padre -dijo Angus-. ¿Y por dónde viven usted y sus muchachos?

– En el orfanato de los Niños de Jesús, cerca de York, señor.

– Una buena distancia para venir caminando -dijo Charlie-. Dado que no hay monasterios por ninguna parte en esta zona de Inglaterra, ¿dónde se quedan?

– Rogamos por todas las almas y dormimos en el monte, señor.

– Dios es bondadoso con nosotros.

– ¿Y tienen que ir tan lejos, hasta Stockport, para pregonar la mercancía?

– Nosotros no hacemos venta ambulante, señor. A los boticarios de esta parte de Inglaterra les gustan y aprecian nuestros remedios. Siempre compran todo lo que podemos acarrear.

Los tres caballeros se dispusieron a continuar su camino a caballo, pero el fraile levantó una mano para que se detuvieran y se dirigió a Charlie.

– Cuando dé las gracias a Dios por esta guinea, señor, me gustaría mencionar el nombre de la persona que me la entregó. ¿Puedo preguntar cuál es?

– Charles Darcy de Pemberley. -Charlie se tocó el sombrero con la punta de los dedos y espoleó a su caballo. Los otros lo siguieron.

– ¿Los Niños de Jesús? -dijo Angus-. ¿Has oído hablar alguna vez de ellos, Charlie? Yo no, pero no soy de esta parte…

– Jamás he oído ni una palabra de ellos. De todos modos, si realmente vienen de York, eso justifica que no los conozca en absoluto.

– Pero es que… -dijo Owen pensativamente-. ¿Por qué van por este camino tan apartado? ¿Por qué van por este camino, a través de montes feroces y desolados? Me parece a mí que éste no es el camino más propio para ir de York a Stockport. Parecían católicos romanos… puede que estén intentando evitar algunas muestras de odio y ciertas persecuciones: el tipo de cosas que se les hace a los gitanos. El fraile dijo que acampaban en el monte y que rogaba por las almas… en eso se parecen a los gitanos.

– Pero nadie podría confundirlos con unos gitanos, Owen, y, además, son muchachos pequeños… niños, me atrevo a pensar. Uno muy pequeño debía de tener una abeja dentro de la capucha y se la levantó para que un compañero pudiera espantarla… Era un niño, y con tonsura. Las gentes en estos lugares montañosos agrestes suelen ser amables… es en las ciudades donde la piedad es de mentira -dijo Charlie-. Le pediré a mi padre que indague un poco sobre ellos. En calidad de miembro del Parlamento, debe saber dónde se encuentran todos los orfanatos.

– No eran católicos romanos, Charlie -dijo Angus, dispuesto a hilar muy fino-. Las órdenes monásticas no venden remedios para la impotencia, y la mayoría de las cajas de la carretilla estaban llanas de frascos para eso. Esto también explica por qué el viejo puede vender sus productos de los Niños de Jesús en un lugar tan lejano de York como Stockport. Diría que ese remedio funciona, o de lo contrario no se habría concentrado en fabricarlo en tanta cantidad. -Angus protestó-. ¡Niños de Jesús! ¡Una de las muchas sectas cristianas que afligen el norte de Inglaterra! ¿No te parece, Charlie?

– Sí… aunque el premio para la pregunta más perspicaz es para Owen: ¿qué demonios andan haciendo por este camino tan apartado?

Una vez que los tres caballeros quedaron fuera de su vista, el padre Dominus detuvo nuevamente la marcha.

– ¡Hermano Jerome! -gritó.

Levantándose los faldones, Jerome acudió corriendo, dejando a Ignatius a cargo de la carretilla.

– Sí, padre.

– Tenías razón, Jerome. No debería haber sacado a los muchachos a la luz… poco importaba cuán solitaria fuera nuestra ruta: no deberíamos haber salido.

– No, padre, no es tan malo, sólo es un error -dijo el único miembro del grupo que sabía leer y que tenía buen cuidado de ser obsequioso en todas sus conversaciones con el anciano-. Han sido malos, necesitaban un castigo especial, ¿y qué mejor que un día bajo la luz de Lucifer? Además… es el camino más corto para llegar a las tiendas.

– ¿Habrán tenido suficiente castigo?

– Dado que nos hemos encontrado con el señor Charles Darcy yo diría que sí, padre. Ignatius y yo podemos llevar solos la carretilla una vez que los muchachos estén en las Cuevas del Norte, puede que no les guste tanto vivir allí como en las Cuevas del Sur, pero el castigo de hoy suavizará su rebeldía -dijo Jerome, con su verborrea más oleaginosa.