– ¿Estás sugiriendo que entraron en una cueva? -preguntó Fitz.
– O eso, o cruzaron campo a través entre la zona de las cuevas y el norte de la comarca de The Peak.
– ¿Os pareció que llevaban comida… o agua?
– Bajo aquellos ropajes, padre… ¿quién sabe? El agua se encuentra fácilmente por todas partes, pero no he sabido de ningún grupo de personas desconocidas que hayan acampado o hayan instalado sus caravanas al raso. Los páramos son muy duros.
– Desde luego. Le preguntaré a Ned por si sabe algo.
Nada. Cuando Fitz fue a hablar con Ned, éste dijo que no había oído nada al respecto.
– Fitz, no importa lo famoso que pueda ser ese remedio para la impotencia del padre Dominus, apuesto lo que sea a que no sirve para nada. Todo esto que me dices tiene muy poco sentido, ¿no te parece? Tenemos a un individuo con auténticas panaceas llenándose los bolsillos, recaudando pingües beneficios, boticarios diciendo maravillas de todos los productos que les proporciona ese viejo, mientras anda vagando por caminos apartados que no conducen a parte ninguna salvo a Pemberley. Y a cargo de un grupo de críos que parece que han sido maltratados. ¿De qué estamos hablando? -preguntó Ned, frunciendo el ceño.
– Charlie cree que es un loco, y puede que ésa sea la verdad sin más. Nada de esto tiene ningún sentido. En realidad, es todo tan absurdo que a su lado las circunstancias que rodearon la muerte de Lydia parecen claras como el agua. Y ahora tú, Ned, también dices que nada de eso tiene sentido.
– Hay algo importante: ¿dónde tiene la fábrica ese viejo? Y debe de tener también un almacén. Un orfanato sería una tapadera muy inteligente, desde luego, ¿no te parece?
Fitz pareció verlo claro entonces.
– Claro, tienes razón: sería una buena tapadera… Todas las parroquias pueden tener su orfanato, aunque no todas tienen uno. Conozco a ciertos filántropos que financian orfanatos. Creo que podríamos prescindir de asilos de indigentes y albergues para pobres… allí hay indigentes de todas las edades. He escrito a todas las circunscripciones religiosas dependientes de una autoridad central, y recibiré sus respuestas a su debido tiempo, pero puede haber instituciones que no estén relacionadas con ninguna religión.
– ¡Tranquilo, Fitz!Júpiter y yo iremos de pueblo en pueblo, incluso llegaremos a York. No serán tantos orfanatos y casas de caridad; hay más manzanas en un árbol que orfanatos en Inglaterra.
A menos que el árbol sea un peral.
– Cuando haces chistes, Fitz, eres un verdadero desastre -dijo Ned, sonriendo-. ¡Qué maldito mechón de pelo blanco…! Juraría que cada día se te hace más grande.
– Elizabeth piensa que me proporciona distinción.
– Eso es lo mejor para un primer ministro, desde luego.
– Necesitarás bastante dinero. Aquí tienes. -Fitz le lanzó una bolsa de monedas y Ned se hizo con ella hábilmente-. ¡Encuéntralos Ned! Me da pena ver a Elizabeth sufriendo tanto.
– Qué raro, ¿no?
– ¿Perdona…?
– Bueno… todo este asunto comenzó con una carta de Mary a Charlie… aquella que yo intercepté y copié para ti. ¡Estabas muy nervioso por aquello! Pero mirando atrás y viendo dónde nos encontramos ahora, parece que aquello no tenía la menor importancia, y desde luego, no la importancia que tú le dabas.
– ¡No me lo restriegues en la cara, Ned! Por aquel entonces estaba muy preocupado por las posibles consecuencias, estaba muy ocupado pensando en los próximos meses… quizá en los años venideros. Debí esperar acontecimientos, ahora lo comprendo. Estabas en lo cierto cuando dijiste que estaba haciendo una montaña de un grano de arena.
– No recuerdo haber dicho eso -dijo Ned, levantando las cejas.
– No utilizaste esas mismas palabras, pero era lo que querías decir. ¡Debería haberte escuchado! Habitualmente tienes razón, Ned.
Ned se rio con una gran carcajada.
– Es que eres tan estirado que parece que te has tragado una escoba, Fitz. Y te cuesta mucho aceptar que te has equivocado.
De otro hombre, una ofensa mortal; de Ned, una cariñosa verdad.
– Puntilloso con las faltas ajenas, ¿eh? El orgullo de mis ancestros fue siempre mi gran pecado.
– Y la ambición.
– No, ése es un pecado tardío. De todas formas, si hubiera esperado acontecimientos, no te habría pedido que vigilaras a Mary, y la habríamos perdido en Mansfield.
– La perdí de todos modos.
– ¡Oh, basta ya con eso, Ned! Si la encontramos, puede escribir su maldito libro con todas mis bendiciones. Yo mismo pagaré su publicación.
– El resultado será el mismo, lo pagues tú o lo pague el editor. Nadie lo leerá.
– ¡Sí…! ¡Eso! ¡Eso fue lo que dijiste!
Capítulo 11
No quedaban más que tres cucharaditas de agua en el fondo de la jarra, aunque la sed no había sido la tortura que Mary había imaginado tan afanosamente. En la gruta hacía un frío glacial, sobre todo por la noche; puede que hubieran puesto allí la pantalla para evitar que se vieran los barrotes desde fuera, pero el lienzo, sobre todo, había evitado el viento que soplaba continuamente, aunque no había impedido aquel lamento quejumbroso que se oía siempre. La única defensa de Mary era mantener corrida la pesada cortina de terciopelo, pero eso apenas servía de nada. En invierno no habría sobrevivido allí ni una semana. De todos modos, no se podía negar el hecho de que aquel frío también evitaba que sintiera una sed insaciable. Si se atrevía a caminar de un lado a otro de la celda, entraría en calor… pero también tendría sed.
Se había puesto encima toda la ropa que le habían dejado, la sucia y la limpia: cuatro pares de calcetines de lana, cuatro camisones de franela y una bata también de franela. No tenía guantes y tenía las manos heladas. Ya no quedaba nada del mendrugo de pan; se lo había comido antes de que se pusiera tan duro que no se pudiera roer. Ahora que podía ver la luz del día era más fácil calcular el paso del tiempo. Se le debía de haber encogido el estómago, pues no sentía las punzadas del hambre.
Para su absoluto espanto, las ratas aparecieron para darse un festín con el pedazo de pan que el padre Dominus había dejado en suelo, fuera de la celda, en su última visita; cuando terminaron, no se fueron, sino que estuvieron husmeando por allí durante las horas nocturnas, esperando una comida bastante más sabrosa… el cadáver de Mary. No se parecían a las ratas que había visto antes. Las que conocía eran negras y agresivas, mientras que éstas eran pequeñas y grises, y se asustaban fácilmente. Criaturas de los páramos, obviamente.
Sólo entonces, mientras el tiempo transcurría lentamente ante ella, se dio cuenta de cuán atareada y ocupada había estado durante la mayor parte de su encarcelamiento. Escribir con caligrafía perfecta y sin ningún error era, desde luego, una tarea bien distinta de la redacción habitual, en la que uno puede tachar una palabra o escribir encima o hacer un borrón en la firma o escribir por encima una palabra olvidada. Con todo, aunque había condenado las ideas del padre Dominus, haberlas puesto por escrito sin errores había sido todo un reto para ella, como lo habría sido para cualquiera que no fuera un escribano profesional, una de esas personas que adecentan la prosa de alguien que pretende ser escritor para que el resultado llame la atención de un editor.
Ahora parecía como si todas las desgracias hubieran caído sobre ella repentinamente. No tenía nada en lo que ocupar su tiempo, y esto no hacía sino incrementar la nómina de sus penurias. Era como estar de nuevo cuidando a su madre, viviendo en un limbo de inactividad, pero mucho peor; no tenía música para consolarse, ni libros que no hubiera leído al menos una docena de veces. Y a todo ello se añadía la falta de alimento, ejercicio y agua, y… «¡Oh, qué horror…!».