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Los días en que había encontrado un consuelo en la oración habían pasado hace mucho tiempo, aunque ahora, sin nada que hacer, rezó, pero para entretener el tiempo, más que con la confianza de que Dios escuchara sus súplicas. «Si yo fuera mi madre», pensó, «encontraría descanso y consuelo en el sueño; mamá siempre fue capaz de dormir para olvidar. Pero yo no estoy hecha de la misma pasta que mamá, así que no puedo pasarme las horas durmiendo».

Así que para alejar la mente del frío, comenzó a diseccionar su conducta desde que la muerte de su madre la había liberado, y llegó a la conclusión de que todos sus esfuerzos habían sido ridículos. Nada había salido conforme a lo planeado, lo cual significaba que, una de dos, o Satanás estaba conspirando contra ella o que sus aspiraciones, sus habilidades en el ámbito práctico y su misma persona adolecían de serias carencias. Como le pareció bastante improbable que ella fuera lo suficientemente importante como para llamar tanto la atención de Satanás, llegó a la conclusión de que la segunda opción era evidentemente la correcta.

«Estaba obsesionada con Argus, y pensé que si escribía un libro confirmando sus teorías y sus observaciones, le impresionaría tan profundamente que acabaría deseando conocerme. Bueno, ahora nunca sabré si las cosas podrían haber salido así. Albergué un espíritu de cruzada respecto a los pobres y oprimidos, pero ¿quién soy yo para pensar que puedo hacer algo para ayudarlos? Ahora entiendo que mi investigación no estaba bien planeada, ni siquiera aunque le dedicara todos mis recursos financieros. Debería haberme puesto en contacto primero con varios editores, y haber averiguado cuánto me habría costado exactamente publicar el libro. Y, puesto que definitivamente había admitido que tendría que irme a vivir a Pemberley con Lizzie cuando hubiera gastado todos mis ahorros, ¿por qué me negué incluso las comodidades más elementales que precisa una dama cuando viaja? En parte era para no parecer superior a aquéllos a los que deseaba entrevistar para mi libro, pero… soy una ingenua: debería haber ideado un plan en el que yo hubiera podido viajar cómodamente y, sin embargo, una vez que me apartara de las diligencias, pareciera, digamos, una institutriz con escasísimos medios. Por otro lado, estos errores tuvieron su origen en la euforia absoluta de ser libre por fin para hacer lo que me apeteciera, pero, sobre todo, en la abismal ignorancia que tenía del mundo en general.

»¡Piensa en lo que te ha pasado, Mary Bennet! La experiencia te ha aportado sabiduría, pero los caprichos del azar te han puesto en peligro. Al parecer, no puedes viajar en una diligencia pública sin que todo sea un desastre, pero eso apenas es nada comparado con tu actual situación…

»Una mujer con cabeza habría aceptado la propuesta de matrimonio del señor Robert Wilde, que era un buen hombre, pero, a ver… ¿qué hiciste tú? Porque tú lo mirabas como si al pobre hombre le hubiera salido otra cabeza… ¡y luego se la arrancaste! Pero sabes cuál era la verdadera razón: era más joven que tú, más rico que tú, y más atractivo que tú para el sexo opuesto. Demasiado bien comprendiste que aquélla habría sido una unión apropiada. Y, no te apures, Mary, ¡hiciste bien al rechazarlo! Encontrará una esposa más adecuada que tú, una a la que pueda amar sin que se rían de él, pues ése habría sido su destino si se hubiera casado contigo».

Su pensamiento se deslizó desde Robert Wilde hasta Angus Sinclair, que no le había dicho ni una palabra de amor. Sólo le había ofrecido amistad, y ella había sentido que al menos eso sí era capaz de aceptarlo. A él era a quien había echado de menos en sus viajes: era el sentimiento de poder compartir los mismos intereses la mirada amiga que escucha y entiende lo que se dice. Sí, le había echado de menos intensamente, y sabía que si hubiera estado con él, sus aventuras habrían tenido otro final bien distinto. Le costaba recordar el rostro del señor Robert Wilde, pero el del señor Angus Sinclair se le representaba inmediatamente en su imaginación, como un cuadro pintado por un maestro retratista.

También echaba mucho de menos a su queridísima Lizzie, aunque no tanto a Jane. Jane lloraba mucho, y las lágrimas no resolvían nada ni cambiaban nada. Las únicas lágrimas que Mary respetaba eran aquellas del dolor más profundo, punzante y conmovedor, y desde luego no podía comparar aquellas lágrimas con las lágrimas de Jane. No, Lizzie era una mujer con sentido y sensibilidad… ¿por qué sería tan infeliz? «Cuando salga de todo esto», decidió Mary, «voy a descubrir la causa de la infelicidad de Lizzie».

Por la noche, acurrucada en la cama helada, formando una bola ligeramente angulosa para intentar calentar siquiera una zona pequeña, Mary se preguntó por el origen de aquella celda. En cierta ocasión, durante uno de esos escasos momentos en que el padre Dominus parecía más accesible, Mary aprovechó la oportunidad y le preguntó por qué se había visto precisado a construir una cosa semejante, pero el viejo sólo contestó con un bufido. No era que se negara a decirle la verdad… eso habría sido incluso comprensible; no, ¡el padre Dominus había negado incluso que la hubiera construido! Cuando Mary insistió en que se le diera una explicación, él había dicho que no tenía en absoluto una teoría al respecto y cambió de asunto. Bueno, entonces, ¿quién había construido una celda en una gruta? Es más, una gruta que estaba lejos de cualquier lugar habitado, o al menos eso era lo que decían Ignatius y Therese. ¿Quién la habría construido? ¿Y por qué? ¿Bandidos? ¿Refugiados? ¿Secuestradores? Nunca lo sabría, al parecer, pero haciéndose esas preguntas conseguía distraerse un poco, y podía dejarse llevar por el sueño. Cuando la liberaran, intentaría averiguarlo.

«Cuando salga de aquí», se decía una y otra vez… nunca pensaba «Si salgo de aquí». Tres cucharaditas de agua quedaban, y aún seguía diciendo cuando, y no si.

El nuevo amanecer fue soleado; lo pudo atisbar cuando apartó el cortinaje para ver la luz de la mañana, y luego volvió a correrlo para evitar el viento. ¡Frío…! ¡Qué frío! Tenía los labios secos, la piel cuarteada y escamada. «¿Lo hago o no lo hago?».

– No espero ya que me ayudes, Señor, pero dame fuerza y juicio sereno -dijo, y bebió lo que quedaba de agua.

Apenas había dejado en la mesa la jarra vacía cuando se oyó un bramido en las entrañas de la roca, bajo sus pies, un horroroso temblor que la arrojó al suelo… Confusa, se pudo poner de pie y vio que el asiento de madera que estaba colocado sobre el retrete se había retorcido y había quedado hecho astillas. El agujero aún seguía allí, pero en vez de oír el sonido de una corriente de agua, pudo ver cómo salía de allí una columna de polvo que inundó la celda como una ola.

Se oyó entonces otro rugido, esta vez en el interior de la celda… era áspero y metálico. Corrió hacia los cortinajes y los retiró para ver los barrotes. ¡Se habían combado y retorcido! Cuando intentó abrir aquella puerta enorme, se salió de los goznes, chirriando; la cerradura estaba partida en dos allí donde el pestillo se deslizaba en su agujero; Mary corrió al otro lado… ¡Si se iban a producir más derrumbamientos, mejor que sucedieran con ella fuera de la celda y no dentro! Entonces, recordando el frío que tenía, se armó de valor para entrar otra vez dentro de la celda y coger sus dos mantas. Más capas para conservar el calor.

– ¡Gracias, Dios mío…! -dijo entonces, y saltó fuera de nuevo, a salvo ya.

Había dos aberturas más en el muro de la izquierda de aquella especie de vestíbulo cavernario, además de la que había utilizado para bajar al río subterráneo y estirar las piernas. Miró a ambas fauces y no vio más que oscuridad. Había un montón de velas de sebo, de las más baratas, a la entrada del túnel más alejado, junto una caja de yesca bien seca con hebras tan delicadas como la lana. Pero ni por un momento se le pasó por la imaginación a Mary… Ella no era Ariadna con un ovillo de bramante tratando de dar con el camino en el laberinto del minotauro; además, después de aquellos terremotos en las profundidades, ¿quién sabe qué habría ocurrido en los túneles?