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La primera noche constituyó una experiencia casi fantasmal pues pocos hombres decentes, fueran trabajadores o caballeros, estaban acostumbrados a moverse de noche a pie, y a escondidas además. Mientras se llevaba a cabo la búsqueda, la luna creciente irradiaba una pálida luz que se derramaba sobre el paisaje sin conferirle vida alguna; incluso después de que se pusiera la luna, un débil resplandor bañaba los cielos con la luz de una cantidad de estrellas que la mayoría de ellos ni siquiera hubiera soñado que podían existir. Con los ojos acostumbrados a la oscuridad, Angus descubrió que ver era más fácil de lo que jamás hubiera imaginado. Los pocos venados con los que se toparon también pudieron identificarse como lo que eran, especialmente cuando se les veía a través de un catalejo. Lo más sorprendente eran los perros que vagabundeaban en busca de presas (conejos, musarañas, ratas y, más adelantado el año, incluso corderos). Antaño habían sido animales de compañía o perros de trabajo, explicaba Fitz, pero habían sido abandonados o salían en busca de mejor comida que la que sus amos podían darles, y se habían convertido en perros salvajes, con todas las señales de domesticidad perdidas.

Entonces, Charlie tuvo una brillante idea, que fue vestir a un pequeño mozo de Pemberley con ropajes marrones y pedirle que caminara cerca de las orillas del río durante un trecho, y que luego volviera y caminara también por los páramos. Al muchacho, que tenía siete años, no le daba miedo ninguno, e incluso disfrutó de aquellas caminatas, especialmente porque se le permitía estar en pie pasada la hora habitual de irse a la cama. Observándolo en la distancia, los rastreadores pudieron tener una idea aproximada de lo que verían si aparecía uno de aquellos Niños de Jesús.

Transcurrió una semana y la luna creció hasta convertirse en luna llena, cuando aún el tiempo era relativamente bueno y el cielo estaba despejado; tan brillante era aquella preciosa esfera de plata que se podía leer con su luz, y eso a pesar de los vómitos ahumados de las chimeneas de Manchester, que no estaba muy lejos. Tuvieron suerte entonces, y el viento les favoreció alejando el humo hacia el este, hacia Yorkshire.

Entonces, la luna, elevándose más tarde cada día, comenzó a menguar; y aún no habían visto a ningún niño. Aquello sugirió que los pobres Niños de Jesús seguramente se encontrarían encarcelados en aquel momento. El desánimo comenzó a invadir los corazones de los buscadores, tan optimistas cuando empezaron la tarea.

Ned Skinner no quiso pertenecer a ninguna de aquellas tres partidas prefería trabajar solo, y tenía sus propias teorías respecto al lugar donde debía buscarse. Mientras los tres grupos de hombres aún estaban en un punto que, en su opinión, se encontraba demasiado al sur, él montó enJúpiter y fue remontando el Derwent especialmente hasta donde un gran afluente entregaba sus aguas. Fitz no había querido que Ned fuera a caballo, y había protestado porque su enorme silueta recortada contra el cielo estrellado delataría de inmediato su presencia, pero Ned no le hizo caso. Aquel era el principal problema de aquellas tres partidas, por lo que a él concernía: iban a pie, con los caballos detrás, y eso les obligaba a avanzar muy lentamente.

Él tenía su propio catalejo, un aparato mucho más potente que cualquiera de los de Fitz; había pertenecido a un capitán de navío muy aficionado a viajar por esa clase de lugares donde un marinero a menudo necesita comprobar si los nativos que hay en una playa llevan colgadas de la cintura cabezas humanas. Desde la altura del caballo, el aparato podía alcanzar grandes distancias, aunque al observar áreas más cercanas la imagen también era limpia y clara, puesto que se podía ajustar el enfoque telescópico; además, en ningún caso aquélla era la primera vez que había utilizado semejante aparato durante sus correrías nocturnas.

La luna ya iba menguando, así que aparecía más tarde. De todos modos, el atardecer no se diluía por completo en la noche hasta poco antes de que saliera la luna.

Ned no tenía ninguna intención de abandonar su escondite hasta que la tarde se convirtiera en noche cerrada. Se había acomodado en una gruta, pero era en realidad un refugio sencillo, probablemente un saliente recortado por el viento en un afloramiento de roca blanda. Le daba cobijo a él y aJúpiter, y había hecho varios viajes para acumular allí comida para sí y para el caballo. ¡No había buena hierba en los páramos…!

La más completa oscuridad había caído cuando se aventuro a salir, con el plateado cielo de oriente brillando al anunciar la inminente aparición de la luna. Tal vez en ningún otro momento su avisada mirada habría distinguido el blanco fulgor de aquella corriente de agua derramándose en el afluente del Derwent, muchas millas al oeste del río principal. Sus enormes puños se contrajeron; se revolvió en la silla lo suficiente como para transmitirle aJúpiter un cambio en su estado de ánimo; el caballo sacudió la cabeza. Ned se inclinó hacia delante para darle unos golpecitos en el cuello.

– Bueno, bueno, amigo mío… -dijo calladamente.

Avanzaron poco a poco hasta que la cascada quedó claramente a la vista: tenía unos cincuenta pies de alto y derramaba una buena cantidad de agua, que se ensanchaba y se convertía en una amplia poza. Su única fuente posible tenía que ser un enorme manantial, no muy lejano, que brotara por encima del precipicio en el que se despeñaba. Si estuviera cerca de otros parajes espectaculares, habría atraído a visitantes y turistas, pero se encontraba en medio de un montón de colinas aburridas, desfiladeros y páramos. The Peak, mucho más al sur, estaba demasiado lejos y difícilmente los turistas se aventurarían hasta este lugar, a menos que fueran poetas, escritores, pintores u otras gentes peculiares enamoradas de los lugares desiertos en los que dedicarse á las ensoñaciones. Por la noche, incluso esas gentes solían estar bien arropaditas en sus camas, en una posada o en una casa de labranza. Con seguridad, ninguno de esos poetas estaba en aquel lugar esa noche. Tenía aquel espectáculo sólo para él.

Oculto bajo un saliente, en la penumbra, Ned se deslizó sobre el flanco deJúpiter y preparó al animal para una de esas esperas a las que le obligaba de tanto en tanto. Entonces, más quieto que un gato esperando su momento, Ned se acercó al borde de la poza, oculto aún en las sombras nocturnas.

Las márgenes de la poza eran de roca caliza, pulida hasta que el tiempo había conseguido un suave brillo en una franja de una yarda en derredor; la poza alcanzaba desde la parte de la cascada hasta la hierba, en la cual se adentraba alrededor de un centenar de yardas más antes de ir menguando hasta desaparecer. ¡Un sendero con una huella pequeña…! En el borde, entre la hierba y la roca, se detuvo, con la cabeza ladeada, escuchando atentamente, pero no pudo oír nada extraño más allá del sonido del agua cayendo. Rebuscó en el bolsillo izquierdo de su gabán y luego en el derecho, para asegurarse de que tenía las pistolas preparadas, y sus cuchillos. Siguió el camino hasta el borde de la cascada, y descubrió que el sendero continuaba tras la cortina de agua y que el interior estaba seco porque el viento se llevaba las gotas de agua hacia fuera.

Pasó a través de una amplia oquedad tras el agua, y se adentró en una enorme caverna iluminada por sorprendentes lámparas y antorchas que apestaban a sebo. Maravillosamente nivelado el suelo estaba cubierto con tablones lisos de madera en los cuales pequeñas figuras ataviadas con túnicas se afanaban con cuencos y cazoletas, morteros y maceros, aparentemente ocupados en mezclar sustancias o machacándolas para convertirlas en polvos o pasta. En un lado de la cueva, cerca de la entrada, había un enorme nicho en el que ardía un hogar de carbón al rojo vivo, y sobre unas barras de hierro había calderos y ollas hirviendo, por encima de los carbunclos brillantes y temblorosos. Una cúpula de extraño aspecto cerraba la parte superior de aquel nicho, y desde ésta partía un amplio tubo de metal que se dirigía, aferrado con abrazaderas, al exterior, pero por detrás de la cascada. Cualquiera que fuese el principio físico por el cual se regía, lo cierto es que era eficaz, porque no se veía prácticamente humo en la caverna. Cerca de allí había condensadores para la destilación y una mesa completa dedicada al filtrado de líquidos a través de estopillas y telas. ¡Era el laboratorio de los Niños de Jesús, donde el padre Dominus elaboraba sus panaceas!