En aquella penumbra, los niños tenían la capucha echada hacia atrás… todos eran chicos, en opinión de Ned, puesto que lucían el pequeño círculo rapado de la tonsura que adornaba sus coronillas. Las chicas nunca llevaban tonsura, que él supiera. Había casi una treintena de niños, con un muchacho más alto rondando de mesa en mesa… rasgos vulgares, mirada implacable. Era evidente que los niños le tenían miedo, y que se encogían o temblaban cuando él se acercaba. Desde luego, decidió Ned, aquél no era el hermano Ignatius de Mary. Aquél no tenía corazón.
Evitar la mirada del hermano Jerome (con ese nombre se dirigió a él uno de los niños) fue difícil, pero Ned lo consiguió cuando el joven se acercó al fuego y exigió más carbón: cargar con aquellos sacos de hulla debía constituir un gran esfuerzo para los pequeños. Cuando el fuego de nuevo crepitó con virulencia, la cueva se mostró como un túnel alto y bastante ancho. Un pequeño pasadizo se abría más allá en otra enorme cueva artificialmente iluminada, en la cual había más mesas. Allí había frascos que se llenaban mediante embudos, con unos cucharones que se introducían en jarras… ¡Las chicas! Pelo largo, sin tonsuras. Estaban trabajando frenéticamente, sin nadie que las vigilara. Eso significaba que el hermano Jerome debía de estar a cargo de todos los muchachos. ¿Y dónde estaba el padre Dominus?
El aire estaba lleno de olores de todo tipo, desde pestes asquerosas a perfumes empalagosos hasta el mareo. ¿Elaboraría también el padre Dominus perfumes para las mujeres, además de esos ungüentos tradicionalmente apestosos que curan las enfermedades? En aquella mezcla pestilente, la nariz de Ned identificó un olor peculiar, un olor que conocía bien, y que olía habitualmente…¡Pólvora! «Por todos los santos, ¿qué demonios está fabricando ese hijo de puta?». En el momento en que lo inhaló, Ned supo por qué las Cuevas del Sur se habían derrumbado: el padre Dominus, disfrazado de Guy Fawkes [35], ¡las había volado! Eso significaba que también debía haber utilizado aquellas Cuevas del Sur, y se dio cuenta de que debía abandonarlas cuando se encontró con Charlie. ¿Qué mejor método que la pólvora? Era boticario, sabía cómo fabricarla. «Incluso yo», pensó Ned, «podría fabricarla si supiera las proporciones correctas de los ingredientes, que no son más que azufre, salitre y carbón en polvo. Así de simple, así de destructivo…».
¿Dónde estaba la pólvora? Entonces vio que el pasadizo entre el laboratorio y la cueva de embotellado era más ancho de lo que parecía; en sus laterales estaban apilados muchos y pequeños barriles. ¿Pero dónde estaba la mecha del tonel detonador? La pólvora era negra como la brea, el suelo parecía cubierto de polvo negro… ¿acaso era todo el suelo un reguero incendiario? No, demasiado disperso, no funcionaría. Aunque el aire entraba hasta la cueva de embotellado era bastante más agobiante que la del laboratorio. Al producir gases nocivos y humo en un gran fogón tuvieron que disponer el laboratorio más cerca del aire fresco del exterior.
Ned decidió que lo primero que tenía que hacer era eliminar al hermano Jerome. Tarde o temprano acabaría pasando por el pasadizo porque tendría que ir a ver qué andaban haciendo las niñas. Ned se ocultó en un lugar más oscuro, cerca del extremo del pequeño pasadizo, y sacó un cuchillo. Tendría que ser rápido y letal, si permitía que el muchacho gritara, aunque sólo fuera una vez el padre Dominus podría aparecer. No sería difícil eliminar al hermano Jerome, pero el padre Dominus era inteligente en la misma medida que estaba loco, y hasta que pudiera encontrar la mecha, Ned quería que el viejo ignorara completamente su presencia. Porque necesitaba tiempo para sacar a las niñas de allí; eso era lo que Fitz habría querido que hiciera por encima de cualquier cosa. Los niños estaban más alejados de los barriletes de explosivos, y al menos podría sacarlos más fácilmente. Si explotaba la pólvora, las niñas podrían quedar enterradas bajo un montón de rocas o emparedadas en la más completa oscuridad, destinadas a morir lentamente, quizá agonizando entre horribles heridas. Un pensamiento insoportable.
«Estaba seguro. Aquí viene el hermano Jerome». El muchacho nunca supo lo que le había ocurrido, pues el cuchillo fue tan rápido que se introdujo en la caja torácica, por debajo de las costillas, y se retorció en su interior hacia la izquierda, hasta romperle el corazón. Cayó como un fardo, sin emitir ni un gemido.
Ned salió de las sombras y caminó hacia la mesa más cercana, en la que seis niñas pequeñas estaban metiendo pastillas en pequeñas cajitas redondas. Las píldoras eran de color lavanda, una señal segura de que estaban destinadas a curar los problemas de riñón. Eso lo sabía todo el mundo.
– No tengáis miedo -dijo calladamente-. Y no gritéis. Estoy aquí para salvaros. ¿Veis esos barriletes apilados en el pasadizo? Están llenos de pólvora. Si estáis aquí cuando estallen, moriréis. Quiero que vayáis a las otras mesas y les digáis a las otras niñas que salgan fuera de la cascada… ¡de verdad, no voy a haceros ningún daño!
Las niñas lo miraron con los ojos muy abiertos: nunca habían visto a un hombre tan grande ni tan fuerte, y quizá aquella impresión de fortaleza tuvo un efecto calmante en ellas, pues ninguna gritó ni intentó correr. Habría sido difícil encontrar a un hombre más áspero y rudo que Ned Skinner, y sin embargo, en aquel momento, irradiaba tanta sinceridad como fortaleza. Lo que Ned no podía saber es que ellas sí eran horriblemente conscientes del poder de la pólvora y sus peligros, porque ellas mismas la habían fabricado, habían visto morir a dos de ellas y sospechaban que finalmente todas serían sus víctimas. Habían notado un cambio en el padre Dominus y lo temían horrorosamente. El padre había empezado a llamarlas malas, y sucias, y nocivas, e iba dando voces diciendo que las mujeres eran una creación de Lucifer. La hermana Therese había desaparecido; al principio habían pensado que se había ido con la madre Beata, pero luego el hermano Jerome empezó a fanfarronear y a decir que él le había retorcido el cuello y la había tirado a un río, y ellas habían acabado creyéndoselo.
Enseguida, todas las niñas empezaron a correr por el pasadizo, entre los barriles de pólvora, saliendo en avalancha entre los muchachos, que parecían desconcertados, e incluso algunos ciertamente disgustados. Cuando Ned apareció tras la última niña, los niños comenzaron a gimotear y a arremolinarse, y unos pocos intentaron escaparse en dirección a los túneles. Pero Ned siempre había sabido arreglárselas con los muchachos.
Sacó una pistola, y la blandió en el aire.
– ¡Vamos! ¡Salid fuera! ¡Este lugar se va a venir abajo! ¡Quedaos aquí y volaréis por los aires! ¡Fuera! ¡Fuera!
Como el único camino a la libertad conducía al aire libre, comenzaron a pasar bajo la cascada y a adentrarse en la noche, mientras Ned se daba la vuelta para localizar la mecha de la pólvora.
Mientras caminaba, amartilló la pistola, tiró hacia atrás del cebador y lo colocó en posición para que cogiera chispa; entonces curvó el dedo en torno al gatillo, levantó el arma y la colocó recta y completamente horizontal. Una vez que la pólvora estaba en el cebador, el arma no podía inclinarse ni volcarse, porque, si se movía orificio por el que discurría la chispa podría bloquearse y el arma estallaría en la mano.