– ¿Debo entender que se niegan a bañarse?
– Absolutamente, señora. De hecho, se niegan a quitarse esos ropajes, ¡que apestan a demonios podridos!
– Comprendo. En ese caso, Parmenter, cierra todas las puertas y ventanas que den al salón de baile, y no abras ninguna hasta que yo misma te lo ordene explícitamente.
Y Elizabeth se alejó para ir en busca de sus hermanas… pero, antes, fue a hacerle una visita al señor Matthew Spottiswoode.
– Matthew, no importa lo que estés haciendo, por favor, ¡déjalo! -ordenó, asomándose a su oficina.
Como la historia del salón de baile se había difundido por toda la casa, el administrador no intentó protestar; simplemente dejó caer las manos sobre su mesa y miró a la señora con gesto interrogativo.
¿Sí, señora?
Necesito a veinte niñeras, las más grandes y fuertes que haya en Yorkshire. Digo Yorkshire porque dudo mucho que las haya suficientemente grandes y fuertes en Derbyshire. Ofréceles el sueldo de un rey si es necesario para que dejen lo que estén haciendo y vengan a Pemberley de inmediato… quiero decir,¡ayer!
– Naturalmente, señora Darcy. Aunque mucho me temo que incluso aunque les ofrezca el sueldo de un rey, tardaré algunos días en conseguir que mis solicitudes den sus frutos… -dijo el señor Spottiswoode, con los ojos serios, la boca perfectamente ordenada, y riéndose a carcajadas para sus adentros-. ¿Entiendo que le gustaría que yo me encargara de esto a mi manera?
– ¡Sí! ¡Y comienza en Manchester! ¡Y si eso falla, en Liverpool!
De las cuatro hermanas, sólo Elizabeth tuvo alguna intuición de las causas que subyacían a semejante comportamiento en el salón de baile. No le cabía duda alguna de que hasta que fueron trasladados a Pemberley, aquellos niños habían estado más cerca de ser ángeles que niños mortales. Sabiendo esto, todo el mundo había esperado que aquella conducta angelical continuara. Mientras, Elizabeth vio aquella última semana como una prueba de una nueva y diferente clase de terror que atenazaba a los muchachos. Después de todo, ¿qué sabían de la vida, excepto lo que el padre Dominus les había metido en la cabeza? Y muchos años de cariño seguramente pesarían mucho más que el temor que les habían infundido recientemente Jerome y el padre Dominus. «Si yo fuera una niña de ocho años, y perteneciera a esos Niños de Jesús», pensó Elizabeth mientras avanzaba por los deslumbrantes pasillos adornados en beis y dorado de Pemberley, «¿cómo no iba a echar de menos el único hogar que hubiera conocido en mi vida, tras haber sido arrancada de allí por una banda de hombres, y luego me hubieran encerrado en un lugar absolutamente extraño? ¡Creo que yo también mostraría mi desagrado con todos los medios que tuviera a mi disposición! Por otro lado, ¿es que nosotras, Mary, Kitty, Jane y yo, nos hemos acercado a ellos desde que llegaron? No, desde luego que no: hemos hecho lo que hacen todas las mujeres de nuestra posición… Hemos esperado a que los criados los asearan e hicieran todas esas cosas que se hacen. Pero los criados son… ¡oh, todo tiene que ser a su gusto…! Si no les gusta el trabajo que se les encomienda, descargan todo su mal humor con la primera persona indefensa que tengan a mano. En este caso, los propios Niños de Jesús. No les habrán levantado la mano, pero no se podrá decir lo mismo de la lengua. Les habrán gritado, chillado, insultado. ¡Lo sé, lo sé!».
«Bueno», pensó cuando tuvo el final de su caminata a la vista, «ya es hora de cambiar todo esto. No con dulzuras y ternezas… no están acostumbrados a esas cosas. Sino con la autoridad emanada de personas que, a su entender, poseen tanto poder como el padre Dominus. Con órdenes destinadas a enseñarles cómo tienen que comportarse. No los hemos rescatado para arrojarlos al mundo sin una guía y destinados a la miseria; esto no significa sino que es nuestra responsabilidad comenzar a darles una educación aquí y ahora».
Jane, Mary y Kitty estaban disfrutando de una animada charla en el saloncito rosa; y continuaron exactamente igual hasta que Elizabeth entró vociferando.
– ¡Jane! -dijo Lizzie Bennet montando en cólera-. ¡Todo esto es idea tuya, así que no puedes esgrimir excusa alguna para que tu sensibilidad o tus delicados sentimientos impidan tu participación! ¡Kitty, quítate esa boba frivolidad de vestido y ponte algo de hule! ¡Pero ya! ¿Es que no me oyes? ¡Mary, como tú eres la responsable de haber acogido a los Niños de Jesús en el seno de Pemberley, deja tus temibles ensoñaciones y empieza a hacer cosas que sirvan para algo!
Las tres hermanas se quedaron mudas, con la boca abierta y los ojos como platos.
– Me halaga que me consideres temible, Lizzie, pero lo cierto es que no tengo ni la menor idea de lo que quieres decir con eso de «cosas que sirvan para algo» -dijo Mary-. Por favor, dime a qué te refieres. Algo será.
– ¡Los Niños de Jesús! ¡Parmenter los llama Hijos de Satanás! ¡Se están portando peor que salvajes! Mis criados están de los nervios, y si nosotras cuatro no les damos ejemplo, me voy a tener que buscar a varias docenas de nuevos criados, ¡empezando por un mayordomo! -dijo Elizabeth apretando los dientes.
– ¡Vamos, querida…! -se quejó Kitty, al tiempo que palidecía-. Es que yo no tengo nada hecho con hule, Lizzie…
– ¡Jane! ¡Si empiezas a llorar te juro que te doy una bofetada! Y más fuerte que las que Caroline Bingley les da a tu pequeñito y queridísimo Arthur… ¡ah, qué antipático es ese crío! Te espero en la entrada principal del salón de baile en media hora. ¡Vestida para la guerra!
– Creo que Lizzie está echando chispas -dijo Mary, percibiendo un cambio y sintiéndose de nuevo llena de vigor y fuerza.
Muy bien, chicas, ¡no os pongáis nerviosas! Kitty, si no tienes nada por lo que hayas pagado menos de doscientas guineas, te sugiero que le pidas prestado un vestido a una de las criadas. Te dejaría uno de los míos, pero te tropezarías.
Jane se había puesto en pie y miraba a todas partes aterrorizada.
– ¡Quiero llorar… pero no me atrevo! -dijo en un lamento.
– ¡Muy bien! -dijo Mary con satisfacción-. ¡Kitty! ¡Muévete!
Elizabeth estaba esperando, cargada con varios delantales blancos almidonados y con cuatro varas finas y flexibles. Con el rostro petrificado, les entregó tres cañas a sus hermanas y se quedó con la otra.
– Espero que sólo las tengamos que enseñar -dijo, sacando una gran llave del bolsillo de un enorme delantal que Kitty le había visto puesto a la señora Thorpe, la ayudante del ama de llaves-. Poneos los delantales, por favor. Un grupo de lacayos vendrá ahora con cestos de serrín, escobas, cepillos para fregar, trapos, cubos con agua y jabón, y mopas… ¡al menos, sería mejor para ellos que vinieran! Por lo que me ha dicho Parmenter, todo, desde comida a excrementos, decora en estos momentos las paredes y el suelo ahí dentro. Mary, soy tu oficial al mando en esta guerra, ¿entendido?
– Sí, Lizzie -dijo Mary, absolutamente acobardada.
– Procedamos entonces. -Elizabeth introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta.
Un característico olor a excrementos asaltó sus narices, pero había pasado demasiado poco tiempo para que los restos de comida hubieran empezado a pudrirse, gracias a Dios. Aquellos bultos que parecían un montón de pequeños fardos envueltos en tela marrón andaban patinando y resbalando por el suelo de maderas nobles pulidas, que durante decenios se había conservado brillante y destinado al baile. Ninguno de aquellos fardillos marrones se enteró de la entrada de las mujeres, lo cual le concedió a Elizabeth el tiempo necesario para cerrar y trancar la puerta, y luego volvió a guardar la llave en el bolsillo.