– Podríamos quedarnos de brazos cruzados -replicó Pitt-, pero hay otra manera.
– ¿Podrías tener la bondad de decirnos qué se te ha ocurrido? -preguntó Sandecker, impaciente.
– Informen al gobierno nicaragüense que nuestros científicos han observado al volcán Concepción a través de los satélites, y que según ellos la ladera podría desplomarse en cualquier momento. Métanles el miedo en el cuerpo. Díganles que podría haber miles de muertos, y luego ofrézcanles el cebo.
– ¿El cebo? -repitió Seymour, desconcertado.
– Ofrecerles toda la ayuda necesaria para evacuar a zonas seguras a las personas del complejo y a los habitantes de las ciudades y pueblos costeros del lago de Nicaragua. Acabado el traslado y con la zona despejada, lanzaremos una bomba contra la ladera del volcán desde una altura de quince mil metros sin que nadie se dé cuenta, provocaremos el deslizamiento y destruiremos los túneles.
Sandecker se reclinó en la silla y contempló pensativamente la superficie de la mesa como si fuese una bola de cristal.
– Me parece algo demasiado sencillo, demasiado elemental para un acontecimiento de tanta magnitud.
– Por lo que sé de la región -intervino Martin-, el Concepción es un volcán activo. La bomba podría provocar una erupción.
– Lanzar la bomba en el cráter del volcán podría provocar una erupción -aceptó Pitt-. Sin embargo, no tendría que haber ningún problema si la guiamos para que estalle en la base de la ladera del volcán.
Por primera vez, apareció una sonrisa en el rostro del general Stack.
– Creo que el señor Pitt ha dado en el clavo. La simplicidad del plan lo hace lógico. Propongo que investiguemos las posibilidades.
– ¿Qué pasaría con los trabajadores en el interior de los túneles? -preguntó Seymour-. No tendrían posibilidades de escapar con vida.
– No lo creo -replicó Giordino-. Los habrán evacuado a todos por lo menos veinticuatro horas antes de abrir los túneles.
– No podemos perder ni un minuto -les advirtió Pitt-. Escuché la conversación de dos mujeres en las oficinas centrales de Odyssey. Dijeron que abrirían los túneles dentro de ocho días. Ya han pasado tres. Solo disponemos de cinco.
Heckt miró a Seymour por encima de sus gafas de lectura.
– Te toca a ti, Max, poner las cosas en marcha. Necesitamos la aprobación del presidente para proceder.
– La conseguiré en menos de una hora -respondió Seymour, muy seguro de sí mismo-. Ahora tendré que convencer a Hampton, el secretario de Estado, para que inicie las negociaciones con las autoridades nicaragüenses con miras a conseguir el permiso de entrada al país de la fuerza de rescate. -Miró a Stack-. En cuanto a usted, general, confío en que organice y dirija la evacuación. -Después le tocó el turno a Jack Martin-. Jack, usted se encargará de asustar al gobierno de Nicaragua hasta hacerles creer que la catástrofe es absolutamente verosímil e inminente.
– En eso puedo echarle una mano -ofreció Sandecker-. Soy amigo personal de dos de los mejores científicos oceánicos del país.
Por último, Seymour miró a Pitt y Giordino.
– Caballeros, tenemos una enorme deuda de gratitud con ustedes. Solo desearía saber cómo retribuirles.
– Hay algo que puede hacer -contestó Pitt, que cambió una mirada de complicidad con Giordino-. Hay un agente del servicio secreto que se llama Otis McGonigle. A mi compañero y a mí nos gustaría que lo ascendieran.
Seymour se encogió de hombros.
– No creo que sea difícil de hacer. ¿Algún motivo en particular para su elección?
– Tenemos una gran afinidad -dijo Giordino-. Es un crédito para el servicio.
– Quiero pedir otro favor -añadió Pitt, y miró a Heckt-. Me gustaría leer el expediente que tienen de Specter y su organización.
– Mandaré a uno de mis correos que se lo lleve al cuartel general de la NUMA. ¿Cree que puede haber algo que nos ayude en la presente situación?
– No lo sé -admitió Pitt sinceramente-. Pero desde luego lo leeré a fondo.
– Mis analistas ya lo han hecho, sin encontrar nada especial.
– Quizá, solo quizá -insistió Pitt-, puede que encuentre algo que se pasara por alto.
43
Vestido con un pantalón corto blanco, camisa blanca y calcetines largos, Moreau estaba puntualmente a las nueve de la mañana cuando Dirk y Summer salieron del vestíbulo del hotel con las bolsas del equipo de buceo. El conserje cargó las bolsas en el maletero y todos subieron al BMW 525 bajo una suave lluvia que caía de la única nube a la vista en el cielo azul. La brisa era suave y apenas si movía las largas hojas de las palmeras.
El muelle donde Moreau había pedido que amarraran la embarcación alquilada estaba a poco más de tres kilómetros y tardaron muy poco en llegar hasta el agua por un pintoresco camino de tierra. Moreau entró el coche en el angosto espigón de piedra que se adentraba en el agua, cuyo color cambiaba de un amarillo verdoso junto a la orilla hasta un azul oscuro a medida que aumentaba la profundidad. Aparcó donde estaba la embarcación, apoyada contra el muelle como un patito contra su madre. Los protectores, con aspecto de plumas, golpeaban alternativamente contra la piedra y el casco de fibra de vidrio, mientras la nave cabeceaba en las suaves olas que llegaban de la laguna. El nombre escrito con letras doradas en el espejo de proa era: DEAR HEART.
Era un velero muy bonito, un balandro con la mayor y el foque hasta lo alto del mástil. Medía ocho metros de eslora, tres de manga, y un calado de poco más de metro veinte, y contaba con un pequeño motor diesel auxiliar de diez caballos. En la cabina, equipada con baño, ducha y una pequeña cocina, podían dormir cómodamente dos tripulantes. Tal como les había dicho Moreau, el detector de metales Fisher y el perfilador de fondos Klein estaban en la bañera, preparados y listos para funcionar. Dirk dejó caer una escalerilla hasta la cubierta y cogió las bolsas que le tiró Moreau, antes de llevarlas a la cabina.
– Buen viaje -le deseó Moreau a Summer-. Llevaré el móvil conmigo, encendido a todas horas. Por favor, llámenme si surge cualquier problema.
– Lo haremos -prometió Summer.
Bajó la escalerilla ágilmente y se reunió con su hermano, que estaba poniendo en marcha el motor auxiliar. A una señal de Dirk, Moreau soltó las amarras y permaneció en el muelle con una expresión preocupada mientras el motor impulsaba al balandro a través de la laguna hasta el mar.
Después de dejar atrás la última boya, Dirk izó la mayor y el foque, con Summer al timón. La tela roja brillaba contra el cielo azul. Las velas aletearon durante unos momentos hasta que cogieron el viento y el balandro comenzó a hendir las olas a buena velocidad. Dirk miró a lo largo de la cubierta. Todo se veía limpio y brillante. El Dear Heart parecía tener menos de un año: las piezas de latón y cromo resplandecían con el sol, y la cubierta estaba fregada a fondo.
Era una embarcación muy marinera, que se deslizaba por el agua y cabalgaba la marejada como corre un gato por un jardín. Las gotas de un chubasco pasajero salpicaron el agua azul y adornaron con espuma las crestas de las olas. Lo dejaron atrás y volvieron a encontrarse con el mar suave y el aire seco. Por delante del bauprés el mar se extendía como una inmensa alfombra.
– ¿A qué distancia está Branwen? -preguntó Summer, que escorzaba con mano experta al Dear Heart para ganar otro nudo mientras el agua rozaba la borda de sotavento.
– A unos cuarenta kilómetros -respondió Dirk-. Pon rumbo al sur. No hace falta nada más. La isla tiene una torre en el extremo oriental.
El joven se quitó la camisa y orientó la vela. Summer se había quitado el vestido y ahora llevaba un biquini verde estampado. Sus manos sujetaban el timón con firmeza y pilotaba el velero por las crestas y los senos de las olas con maestría, un ojo atento a las islas que asomaban en el horizonte y el otro en la brújula.