Su larga cabellera roja se agitaba con el viento y tenía todo el aspecto de un marinero que sale a disfrutar de un día de navegación desde la playa de Newport a la isla Catalina. Al cabo de una hora, cogió los prismáticos con una sola mano para mirar hacia el horizonte.
– Creo que veo la torre -anunció, al tiempo que la señalaba.
Dirk miró en la dirección que le indicaba. No alcanzaba a ver la torre, pero una mancha sobre la línea del horizonte no tardó en convertirse en la silueta de una isla.
– Aquella tiene que ser Branwen. Navega en línea recta. La rada está en la costa sur.
Un cardumen de peces voladores saltó repentinamente del agua delante mismo de la proa y se dispersó en todas las direcciones con un reflejo multicolor. Unos cuantos saltaron junto a la embarcación, como si esperaran que les arrojaran comida. Luego fueron reemplazados por cinco delfines, que se dedicaron a jugar alrededor del balandro como unos payasos que esperan el aplauso del público.
La isla ya estaba a poco menos de cinco kilómetros y se veía claramente. Divisaron sin problemas la torre y una casa de tres pisos en la playa más cercana. Dirk cogió los prismáticos para mirar la casa. No vio a nadie; las ventanas estaban cerradas. Había un embarcadero que salía de una playa de arena, pero no había ningún casco amarrado.
Cambiaron lugares. Dirk se hizo cargo del timón y Summer fue a proa, donde se sujetó al aparejo para mirar el entorno. Carecía de los atributos habituales en las islas: no había una vegetación exuberante con flores tropicales, ni palmeras que se inclinaran sobre la playa. La mayoría de las islas tienen su propio olor. El de la vegetación que se pudre, de las plantas tropicales y los olores de los habitantes y sus comidas, el olor acre del humo de los campos quemados junto con el aroma del aceite de copra y coco. Pero esta isla parecía ser la esencia de la muerte, como si hediera a maldad.
Escuchó el lejano retumbar de las olas contra el arrecife que rodeaba la laguna delante de la casa. Al final de una pista de aviación divisó un edificio bajo que debía de ser un hangar. Como le había sucedido a su hermano, no vio ninguna señal de vida. Branwen tenía el aspecto de un cementerio abandonado.
Dirk se mantuvo bien apartado del arrecife mientras miraba con ojo avizor el agua, transparente como la de una bañera. El fondo era visible: suave, arenoso, libre de corales. Controlaba frecuentemente la pantalla de la ecosonda para asegurarse de que un brusco ascenso del suelo no pusiera en riesgo la quilla. Con el timón bien sujeto, fue costeando la isla hasta que llegó al extremo sur. Consultó la carta y efectuó una pequeña corrección en el rumbo antes de meterse en el canal que le marcaba la ecosonda. El oleaje era un poco más fuerte cuando cruzó la brecha de unos cien metros en el arrecife.
No se trataba de una maniobra sencilla, pues la corriente lo empujaba a babor. Pensó en Ulises y sus tripulantes y se dijo que para ellos, que venían de cruzar el Atlántico, habría sido una maniobra muy simple. La ventaja que habían tenido al navegar por aguas turbulentas era que podían emplear los remos. Dirk podría haber puesto en marcha el motor, pero al igual que los pilotos, que prefieren ser ellos quienes aterricen sus aviones en lugar de dejar que lo hagan los instrumentos, quería utilizar sus conocimientos y pericia en el gobierno del balandro.
En cuanto cruzó la entrada el agua se calmó y Dirk observó cómo el fondo pasaba lentamente por debajo de la quilla. Le cedió el timón a Summer y arrió las velas. A continuación puso en marcha el motor para navegar por el interior de la rada.
Era pequeña, de unos ochocientos metros de largo y otros tantos de ancho. Summer se inclinó sobre la borda, atenta a la presencia de cualquier anomalía en el fondo mientras Pitt iba y venía de un extremo a otro de la laguna. Intentaba hacerse una idea de las corrientes al tiempo que se imaginaba a sí mismo en la cubierta de una de las naves de Ulises, como ayuda a la hora de decidir en qué lugar de la rada habrían anclado los antiguos marineros, tantos siglos atrás.
Acabó decidiéndose por una zona que estaba protegida de los vientos por una elevación en la isla, un montículo arenoso que se alzaba una treintena de metros por encima de la costa. Apagó el motor y apretó un interruptor en el tablero de mando para echar el ancla.
– Este parece ser un lugar tan bueno como cualquier otro para zambullirnos e inspeccionar el fondo.
– Es tan plano como el comedor de casa -opinó Summer-. No veo montículos ni perfiles. Es lógico, dado que la madera de un pecio celta ha tenido que desaparecer después de miles de años. Si encontramos algún resto tiene que estar enterrado.
– Vamos a zambullirnos. Probaré la consistencia de la arena y el sedimento. Tú ocúpate de hacer una inspección visual.
Cuando acabaron de colocarse los equipos de buceo, Dirk comprobó que el ancla estuviese bien sujeta para evitar el riesgo de que el balandro acabara a la deriva. Claro que tampoco podía irse muy lejos en la rada. Como no necesitaban los trajes para protegerse del frío del agua o de los afilados corales, saltaron por la borda sólo con los bañadores. La profundidad era de unos tres metros y el agua transparente como el cristal. La visibilidad rondaba los sesenta metros y la temperatura era de unos veintisiete grados, condiciones ideales para el buceo.
Cuarenta minutos más tarde, Dirk subió a bordo por la escalerilla y dejó la botella de aire y el cinturón de lastre en la cubierta. Había pasado el detector de metales por la arena del fondo para descubrir la presencia de una primera capa de arcilla, pero comprobó que el fondo de piedra estaba por debajo de cinco metros de arena.
Contempló durante unos minutos la aparición de las burbujas que señalaban los movimientos de Summer alrededor del balandro. Su hermana no tardó mucho más en aparecer en la superficie. Subió un par de peldaños y se detuvo para dejar con mucho cuidado sobre la cubierta un objeto cubierto con incrustaciones de coral. Luego acabó de subir y las gotas de agua que se escurrían de su cuerpo mojaron la cubierta de teca mientras se quitaba el equipo de buceo.
– ¿Qué has encontrado? -preguntó Dirk.
– No lo sé. Pesa mucho para ser una piedra. Lo encontré a unos cien metros de la orilla, semienterrado en la arena.
Dirk echó una ojeada a la costa, que continuaba desierta. Tenía una sensación molesta en la boca del estómago, como si los estuviesen espiando. Recogió el objeto y comenzó a limpiarlo cuidadosamente con su cuchillo. Este resultó ser un ave con las alas desplegadas.
– Tiene el aspecto de ser un águila o un cisne -opinó. Con la punta del cuchillo hizo un pequeño corte en la superficie que dejó a la vista un color plateado-. Pesa tanto porque está hecho de plomo.
Summer lo cogió para mirar atentamente las alas y la cabeza, vuelta hacia la derecha.
– ¿Crees que podría ser celta?
– El hecho de que esté fundido en plomo es una buena señal. El doctor Chisholm me dijo que, además del estaño, en Cornualles abundan las minas de plomo. ¿Has marcado el lugar donde lo encontraste?
– Dejé la sonda y una banderita naranja.
– ¿A qué distancia?
– A unos quince metros en aquella dirección. -La señaló.
– Muy bien. Antes de pasar la draga o la sonda de agua, haremos un rastreo con el detector de metales. El sonar escáner lateral no nos servirá de gran cosa si los pecios están enterrados.
– Quizá tendríamos que llamar a Rudi y pedirle que nos envíe un magnetómetro.
– El magnetómetro solo sirve para detectar el campo magnético del hierro o el acero -replicó Dirk con una sonrisa-. Ulises realizó su viaje mucho antes de la era del hierro. El detector de metales, en cambio, nos informará de la presencia del hierro y de casi todos los demás metales, incluidos el oro y el bronce.
Summer encendió el detector Fisher Pulse 10 mientras Dirk conectaba el cable de telemetría y audio a la cápsula del sensor. A continuación pasó la cápsula por encima de la borda con la precaución de dejar la longitud de cable precisa para evitar que arrastrara contra el fondo durante la navegación a baja velocidad. Cuando acabó, levó el ancla.