– Si me lo permite, haré una sugerencia -dijo Pitt. Sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa estampada y señaló un edificio en la calle bordeada de palmeras-. Éste es el cuartel general. Puede aterrizar en la azotea y apresar a los principales ejecutivos de Odyssey antes de que tengan tiempo de escapar en su propio helicóptero.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Nash, intrigado.
– Al y yo robamos un helicóptero que estaba en la azotea cuando nos escapamos hace seis días.
– En el edificio hay por lo menos diez guardias. Sus hombres tendrán que encargarse de ellos -añadió Giordino.
Nash los miró con un respeto que crecía por momentos, pero aún dudaba si podía creerles.
– ¿Había guardias de seguridad cuando escaparon?
Pitt se dio cuenta de las reservas de Nash.
– Sí, había cuatro.
– Desarmarlos fue como robarle un caramelo un niño de pecho -afirmó Giordino.
– Me dijeron que ustedes era ingenieros navales -manifestó Nash, desconcertado.
– También hacemos eso -dijo Giordino con un tono divertido.
– De acuerdo, si ustedes lo dicen. -Nash sacudió la cabeza-. Otra cosa: no puedo darles armas. Vendrán como guías. Mis hombres y yo nos encargaremos de combatir si es necesario.
Pitt y Giordino intercambiaron una mirada traviesa. Ambos llevaban sus armas en la cintura debajo de las holgadas camisas tropicales, Pitt la Colt.45 y Giordino la automática calibre.50.
– Si nos vemos en un apuro -comentó Giordino-, les tiraremos piedras hasta que sus hombres vengan a rescatarnos.
Nash no tenía muy claro si esa pareja de graciosos le caía bien. Consultó su reloj.
– Despegaremos dentro de diez minutos. Ustedes vendrán conmigo. En cuanto aterricemos, asegúrense de que vamos al edificio correcto. No podemos perder ni un segundo dando vueltas, si queremos salvar a los rehenes antes de que los guardias de Odyssey los ejecuten.
– Me parece bien -asintió Pitt.
Exactamente diez minutos más tarde, él y Giordino se abrochaban los cinturones en el interior del enorme helicóptero de transporte Chinook, al costado del teniente coronel Nash. Los acompañaban treinta hombres a cuál más corpulento, vestidos con uniformes de camuflaje y chalecos antibalas, unas armas enormes que parecían sacadas de una película de ciencia ficción, y todo un surtido de lanzacohetes.
– Una pandilla de tipos duros -comentó Giordino con admiración.
– No sabes lo feliz que me hace saber que están de nuestro lado -dijo Pitt.
Despegaron y en un par de minutos estaban sobre el lago. Solo había veinticuatro kilómetros hasta las instalaciones de Odyssey. Toda la operación se basaba en la sorpresa. El plan del teniente coronel Nash era reducir a los guardias, rescatar a los rehenes y después evacuar a los centenares de trabajadores en las embarcaciones que ya habían zarpado desde las ciudades y pueblos costeros hacia Ometepe. En cuanto sacaran a la última persona de la isla, Nash transmitiría la orden al piloto del bombardero B52 -que volaba en círculos sobre la isla, a una altura de veinte mil metros- para que dejara caer una bomba de demolición en la base del volcán y provocar una avalancha que hundiría los túneles y arrastraría las instalaciones al fondo del lago.
Pitt tuvo la sensación de que el helicóptero no había acabado de despegar cuando se detuvo en el aire y aterrizó. Nash y sus hombres saltaron a tierra sin perder un segundo e instaron a dejar las armas a los guardias que vigilaban la cerca electrificada que rodeaba el edificio donde estaban los rehenes.
Los otros cuatro helicópteros también estaban en tierra. Un puñado de guardias abrieron fuego sin tener idea de que se enfrentaban a una fuerza de élite. Al ver que era inútil cualquier resistencia, se apresuraron a arrojar las armas y levantaron las manos. No los habían contratado para luchar contra soldados profesionales. Su misión se limitaba a vigilar las instalaciones y no estaban dispuestos a perder la vida en el intento.
Pitt, con Giordino pisándole los talones, cruzó la verja y entró en el edificio antes que Nash y sus hombres. Los guardias apostados en el interior, aunque habían escuchado los disparos, se quedaron de una pieza al verse encañonados por sendas pistolas automáticas antes de tener la oportunidad de comprender lo que estaba pasando. El miedo, más que la sorpresa, los convirtió en estatuas.
Nash se enfureció al ver que Pitt y Giordino iban armados.
– ¡Entréguenme esas armas! -gritó.
Pitt y Giordino no le hicieron caso y comenzaron a abrir a puntapiés las puertas de las habitaciones. La primera, la segunda, la tercera y la cuarta. Todas estaban vacías. Pitt corrió detrás de los guardias que los hombres de Nash se llevaban prisioneros. Cogió al más cercano y le puso la pistola contra la nariz, con tanta fuerza que se la aplastó.
– ¿Hablas inglés?
– No, señor.
– ¿Dónde están los científicos? -le preguntó en español.
El guardia abrió mucho los ojos, que se le pusieron bizcos en su intento por mirar el cañón del arma que le aplastaba la nariz.
– Los llevaron a la dársena y los subieron al transbordador.
– ¿Qué pasa? -preguntó Nash-. ¿Dónde están los rehenes?
– Se lo acabo de preguntar -respondió Pitt-. Dice que se los llevaron al muelle para embarcarlos en un transbordador.
– Yo diría que se los llevan al lago para hundir la embarcación con todos los que están a bordo -opinó Giordino, con un tono grave.
Pitt miró al teniente coronel.
– Necesitaremos a sus hombres y a un helicóptero para detenerlos antes de que los guardias de Odyssey echen a pique el transbordador.
Nash sacudió la cabeza al escuchar la petición.
– Lo siento, no puede ser. Mis órdenes son asegurar la base y evacuar a todo el personal. No puede prescindir de ninguno de mis hombres ni de un helicóptero.
– Esas personas son vitales para el interés nacional -protestó Pitt-. Tienen la clave de la tecnología de las celdas de combustible.
El rostro del militar era una máscara de granito.
– Mis órdenes están por encima de todo lo demás.
– En ese caso, facilítenos un fusil lanzagranadas y nosotros nos apoderaremos del transbordador.
– Ya sabe que no puedo darles armas a los civiles.
– Es usted de una gran ayuda -se mofó Giordino-. No podemos perder el tiempo con un cabeza cuadrada. -Señaló un cochecito de golf idéntico al que había conducido en los túneles-. Si no podemos detenerlos en el muelle, quizá consigamos apoderarnos de una de las lanchas patrulleras de Odyssey.
Pitt miró a Nash sin disimular su enojo y luego él y Giordino corrieron a montarse en el cochecito.
Ocho minutos más tarde, con Giordino al volante, llegaron al muelle. Una expresión desesperada apareció en el rostro de Pitt al comprobar que el viejo transbordador se alejaba, seguido por una lancha patrullera.
– Demasiado tarde -exclamó Giordino-. Los acompaña la patrullera para recoger a los guardias después de que vuelen el fondo del transbordador.
Pitt corrió al lado opuesto del muelle. Vio una pequeña embarcación con motor fuera de borda amarrada a un noray a unos veinte metros más allá.
– Vamos, el Good Ship Lollipop nos espera -dijo, y echó a correr.
Era un Boston Whaler de seis metros de eslora y un motor Mercury de ciento cincuenta caballos. Pitt lo puso en marcha mientras Giordino soltaba la amarra. Giordino apenas si tuvo tiempo de apartar el cabo, cuando Pitt movió la palanca del acelerador hasta el tope y la pequeña embarcación salió disparada como si le hubiesen propinado un puntapié en la popa tras la estela del transbordador y la patrullera.
– ¿Qué haremos cuando le demos alcance? -gritó Giordino por encima del estrépito del motor.
– Ya se me ocurrirá algo cuando llegue el momento -respondió Pitt a voz en cuello.