Barnum estaba muy orgulloso de su barco. Era uno más entre los treinta de la flota de la NUMA, pero también único en su especie. El almirante Sandecker le había encargado la dirección de la remodelación, y Barnum había aceptado complacido, sobre todo cuando el almirante le había dicho que el dinero no era un problema. No había escatimado ni un céntimo y Barnum nunca había dudado de que este puesto representaba la cumbre de su carrera.
Las campañas duraban nueve meses y las dotaciones de científicos cambiaban con cada nuevo proyecto. Los otros tres meses se dedicaban a visitar las zonas donde se desarrollarían los nuevos estudios, así como al mantenimiento y a incorporar los equipos e instrumentos de última generación.
Mientras Barnum se acercaba, contempló la superestructura que tenía la altura de un edificio de ocho pisos: la enorme grúa situada a popa, que había bajado al Pisces hasta el fondo marino y que se utilizaba para levantar y recuperar vehículos dirigidos por control remoto y submarinos tripulados. Miró la gran plataforma del helipuerto instalada en la cubierta de proa y el bosque de antenas de los equipos de comunicación alrededor de la gran cúpula donde estaban instalados los sistemas de radar.
Barnum se centró en la navegación y acercó la lancha a la amura. En el momento en que apagaba los motores, el brazo de una grúa pequeña asomó por encima de la borda y bajó un cable de acero con un gancho. Sujetó el gancho a la argolla de la eslinga y descansó mientras subían la lancha a bordo.
En cuanto pisó la cubierta se dirigió inmediatamente al gran laboratorio de la nave con el enigmático objeto que le había dado Summer. Se lo entregó a dos estudiantes en prácticas de la escuela de arqueología náutica A amp;M de Texas.
– Limpiadlo lo mejor que podáis -les ordenó Barnum-. Hacedlo con mucho cuidado. Podría ser un objeto muy valioso.
– Tiene todo el aspecto de ser una olla vieja cubierta de légamo -comentó una de las estudiantes, una rubia con una camiseta de la escuela muy ajustada y pantalón muy corto. Era obvio que no le hacía ninguna gracia el trabajo de limpieza.
– En absoluto -replicó Barnum con un tono severo-. Nunca se sabe qué viles secretos se esconden en el arrecife. Así que ten cuidado, no vaya a ser que te sorprenda el genio maligno que vive en su interior.
Feliz por haber dicho la última palabra, Barnum salió del laboratorio para ir a su camarote, mientras las estudiantes lo miraban marchar con una expresión suspicaz antes de ocuparse del objeto.
A las diez de la noche, la urna iba en un helicóptero que la llevaba al aeropuerto de Santo Domingo, donde la cargarían en un reactor con destino a Washington.
3
El cuartel general de la NUMA estaba en un edificio de treinta pisos en la orilla este del río Potomac, con vista al Capitolio. Su centro informático en el piso diez tenía toda la apariencia de haber sido copiado del escenario de una película de ciencia ficción. El fantástico entorno era el dominio de Hiram Yaeger, un genio de la informática. Sandecker le había dado carta blanca para que creara la mayor biblioteca del mundo sobre temas marinos, sin ninguna interferencia ni limitaciones presupuestarias. La cantidad de información que Yaeger había acumulado y catalogado era inmensa y abarcaba todos los estudios científicos conocidos, investigaciones y análisis, desde los más remotos registros hasta el presente. No había nada que se le pareciera en el mundo entero.
No había paredes en todo el piso. A diferencia de lo que se estilaba en los centros informáticos gubernamentales y privados, Yaeger consideraba que los cubículos eran el peor enemigo de los buenos hábitos de trabajo. Había organizado el vasto complejo a partir de una gran consola circular instalada en una plataforma elevada en el centro. Excepto por la sala de conferencias y los lavabos, el único espacio cerrado era un cilindro transparente del tamaño de un armario que estaba a un lado de la batería de monitores instalada alrededor de la consola de Yaeger.
Como un testimonio de que no había hecho la transición de hippie a ejecutivo, Yaeger continuaba vistiendo tejanos Levi's con chaqueta a juego y unas viejas botas vaqueras. Llevaba los cabellos canosos recogidos en una coleta y observaba sus adorados monitores a través de unas gafas redondas sin montura.
Aunque resultaba un tanto peculiar, el genio informático de la NUMA no vivía de acuerdo con lo que podía sugerir su aspecto. Tenía una encantadora esposa que era una famosa actriz. Vivían en una finca en Sharpsburg, Maryland, donde criaban caballos. Sus dos hijas asistían a un colegio privado y estaban haciendo planes para asistir a un colegio universitario de su elección. Yaeger conducía un lujoso BMW de doce cilindros para ir y venir del cuartel general de la NUMA, mientras que su esposa prefería un Cadillac Esplanade para llevar a las hijas y sus amigas a la escuela y a las fiestas.
Intrigado por la urna que le había enviado por vía aérea el capitán Barnum desde el Sea Sprite, la sacó de la caja y la colocó en el cilindro que estaba muy cerca de su silla giratoria. Después escribió un código en el teclado. En cuestión de segundos la figura en tres dimensiones de una atractiva mujer vestida con una blusa estampada y falda a juego se materializó en el cilindro. Se trataba de un holograma creado por Yaeger que reproducía a su esposa, capaz de hablar y pensar y con personalidad propia.
– Hola, Max -dijo Yaeger-. ¿Preparada para hacer un pequeño trabajo de investigación?
– Estoy a tu servicio, mi amo y señor -respondió Max con voz ronca.
– ¿Ves el objeto que he colocado a tus pies?
– Lo veo.
– Quiero que lo identifiques y me des una fecha aproximada de su fabricación y la cultura que lo hizo.
– ¿Ahora jugamos a ser arqueólogos?
– El objeto lo encontró una bióloga de la NUMA en una caverna de coral en el arrecife de la Natividad -añadió Yaeger.
– Podrían haberse esforzado un poco más en limpiarlo -comentó Max con un tono severo, mientras miraba la urna con restos de las incrustaciones.
– Lo hicieron deprisa y corriendo.
– Eso es obvio.
– Ve a dar una vuelta por las redes de las escuelas universitarias de arqueología, a ver si encuentras algo que concuerde.
Max lo miró con una expresión de picardía.
– Ya sabes que me estás coercionando para que cometa un acto delictivo, ¿no?
– Piratear en los archivos ajenos con fines históricos no es un acto punible.
– Nunca deja de asombrarme la capacidad que tienes para legitimar tus actividades absolutamente infames.
– Lo hago llevado por mi benevolencia natural.
La mujer puso los ojos en blanco.
– No me vengas con esas.
Yaeger apretó una tecla y Max desapareció lentamente como si se vaporizara mientras la urna se hundía en un receptáculo debajo del suelo. En aquel instante sonó el teléfono azul que había entre otros aparatos de colores. Yaeger atendió la llamada sin dejar de escribir en el teclado.
– Dígame, almirante.
– Hiram -dijo la voz del almirante Sandecker-, necesito el archivo de aquella monstruosidad flotante que está anclada frente al cabo San Rafael, en la República Dominicana.
– Ahora mismo se lo llevo a su despacho.
James Sandecker, que tenía sesenta y un años, estaba haciendo flexiones cuando su secretaria hizo pasar a Yaeger al despacho.
Era bajo, de apenas un metro sesenta, y llevaba una barba a lo van Dyke que combinaba con su cabellera pelirroja. Miró a Yaeger con sus ojos azules, que eran como canicas. Fanático de la vida sana, salía a correr todas las mañanas y dedicaba parte de la tarde a ejercitarse en el gimnasio de la NUMA. También era vegetariano. Su único vicio eran los grandes puros que le preparaban a pedido. Miembro desde hacía muchos años de Beltway, el grupo dirigente de Washington, había convertido a la NUMA en una organización modélica dentro de la burocracia gubernamental. Si bien la mayoría de los presidentes a cuyas órdenes había servido como director de la NUMA nunca lo habían considerado parte de su equipo, su impresionante historial y la admiración del Congreso le aseguraban la permanencia en el puesto de por vida.