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Ahora que se conocían los actos delictivos que había cometido por orden de Specter, se convertiría en una fugitiva. Las policías de todo el mundo le seguirían el rastro. Se investigarían todos los detalles de las operaciones de Odyssey. Se presentarían demandas en los juzgados de Europa y los Estados Unidos. Era dudoso que Odyssey pudiese sobrevivir a las indagaciones. ¿Qué pasaría con Specter? Era el jefe de todo, así que él era el responsable. ¿Cómo era la relación entre Specter y Epona? Las preguntas surgían en la mente de Pitt sin encontrar respuesta.

El misterio tendrían que aclararlo otros, pensó. Afortunadamente, él y Giordino habían dado por concluida su participación. Centró sus pensamientos en temas más mundanos, como su propio futuro. Miró a Giordino cuando se le acercó.

– Quizá no sea éste el mejor momento para sacar el tema -manifestó Giordino-, pero he estado pensando a fondo, sobre todo durante los últimos diez días. He llegado a la conclusión de que ya estoy demasiado viejo para andar correteando por los mares y participar en las descabelladas aventuras de Sandecker. Estoy cansado de hazañas inverosímiles, de escapar por los pelos, y de expediciones que han estado a punto de acabar con mi prolífica vida amorosa. Ya no puedo hacer todo lo que hacía antes. Me duelen los huesos, y mis cansados músculos tardan el doble de tiempo en recuperarse.

– En resumen, ¿qué me quieres decir? -preguntó Pitt con una gran sonrisa.

– El almirante puede elegir. Me puede enviar a pastar y buscarme un cómodo empleo en alguna empresa de ingeniería naval o bien podría nombrarme jefe del departamento técnico de la NUMA. Cualquier lugar donde no me disparen ni amenacen con dejarme lisiado.

Pitt se volvió y durante unos segundos contempló el mar encrespado. Luego miró a Dirk y Summer, mientras su hijo ayudaba a su hermana a subir al helicóptero. Ellos eran su futuro.

– ¿Sabes? -respondió finalmente-, me has leído el pensamiento.

PARTE CINCO

Descubierto

48

11 de septiembre de 2006

Washington

A las nueve de la mañana, tres días después de que él y sus hijos regresaran al hangar, Pitt se anudó la corbata para completar su atuendo. Se había vestido con lo que llamaba “su traje de domingo”: el único que tenía hecho a medida, negro a rayas y con chaleco. Luego se abotonó el chaleco y metió en uno de los bolsillos su viejo reloj de oro, pasó la cadena por uno de los ojales y metió el otro extremo de la cadena con la trabilla en el bolsillo opuesto. No era algo frecuente que se vistiera con este traje, pero aquel era un día muy especial.

Specter había sido detenido por los alguaciles federales cuando su piloto había cometido el error de aterrizar en San Juan, Puerto Rico, para hacer una escala técnica en su viaje a Montreal. Le entregaron una citación para presentarse y declarar ante un comité de la cámara que investigaba sus turbias operaciones mineras en el territorio norteamericano. Los alguaciles lo pusieron bajo custodia y lo llevaron a Washington, así que no tenía ninguna posibilidad de escapar a otro país. Como su frustrada operación para congelar Norteamérica y Europa había tenido lugar en un país extranjero fuera de la jurisdicción nacional, se había librado de una acusación federal.

En realidad, el comité tenía las manos atadas. Había muy pocas posibilidades de conseguir una victoria legal. Podían aspirar como máximo a sacar a la luz las actividades ilegales de Specter e impedirle cualquier nueva operación en Estados Unidos. Epona, sin embargo, había conseguido escapar de la red y no se sabía nada de su actual paradero. Era otro de los temas que el comité plantearía a Specter.

Pitt se miró por última vez en un espejo de cuerpo entero que había sido parte del mobiliario de un camarote de primera clase en un viejo barco de vapor. Lo único en su atuendo que lo diferenciaba del rebaño de Washington era la corbata gris y blanca. Se había peinado cuidadosamente los cabellos negros rizados y sus ojos verdes brillaban con la animación habitual, a pesar de la escasez de descanso por pasar la noche con Loren. Se acercó a la mesa y recogió la daga que le había quitado a Epona en la isla Branwen. La empuñadura estaba recamada con rubíes y esmeraldas, y la hoja era delgada y de doble filo. La guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.

Bajó por la escalera de caracol de hierro forjado a la planta baja, donde tenía la colección de coches y aviones antiguos. Delante de la puerta principal estaba aparcado un todo terreno Navigator de la NUMA. Era un vehículo demasiado grande para circular por las calles de la capital, pero lo consideraba un coche con una excelente respuesta y muy cómodo. Además el nombre de la NUMA y el color señalaban que era un vehículo oficial, cosa que le permitía aparcar en lugares prohibidos para los coches particulares.

Cruzó el puente para ir al centro de la ciudad y aparcó en la zona reservada exclusivamente a vehículos oficiales, a dos manzanas del edificio del Capitolio. Subió la escalinata y, una vez en el vestíbulo debajo de la cúpula, siguió las instrucciones de Loren para ir a la sala donde tenían lugar las sesiones del comité. Como no quería entrar por la puerta del público y los periodistas, siguió por el pasillo hasta donde un guardia de seguridad del Capitolio vigilaba la puerta reservada a los miembros de la cámara de representantes que formaban el comité, sus ayudantes y los abogados.

Pitt le entregó una tarjeta al guardia y le pidió que se la hiciera llegar a la congresista Loren Smith.

– No puedo hacerlo -protestó el guardia, que vestía un uniforme gris.

– Se trata de un asunto extremadamente urgente -replicó Pitt con voz autoritaria-. Tengo una prueba fundamental para ella y el comité.

Pitt exhibió sus credenciales para demostrarle al guardia que no era un cualquiera que hubiese entrado en el edificio sin ningún motivo. El guardia comparó la foto de la tarjeta de identidad con su rostro, asintió, cogió la tarjeta y entró en la sala del comité.

Diez minutos más tarde, cuando hubo una pausa en el interrogatorio, Loren salió al pasillo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

– Tengo que entrar en la sala.

Loren lo miró con las cejas enarcadas como una muestra de su desconcierto.

– Tendrías que haber entrado por la puerta reservada al público.

– Tengo un objeto que demostrará quién es Specter.

– Dámelo, y yo se lo presentaré al comité.

Pitt sacudió la cabeza.

– No puedo hacerlo. Tengo que presentarlo yo mismo -manifestó Pitt con vehemencia.

– No te lo puedo permitir -insistió ella-. No estás en la lista de testigos.

– Haz una excepción -le rogó Pitt-. Pregúntaselo al presidente.

Loren lo miró a los ojos, que conocía muy bien. Buscó algo que no encontró.

– Dirk, sencillamente no puedo hacerlo. Tienes que explicarme lo que quieres hacer.

El guardia sólo estaba a un par de pasos más allá, sin perderse ni una palabra de la conversación. La puerta, normalmente cerrada, había quedado entreabierta. Pitt sujetó a Loren por los hombros, la hizo girar en un rápido movimiento y la empujó hacia el guardia. Antes de que pudieran impedírselo, ya había cruzado la puerta y caminaba a paso rápido por el pasillo entre los representantes y sus colaboradores sentados. Nadie hizo el menor intento de protesta o de detenerlo cuando subió el par de peldaños hasta el estrado de los testigos. Se detuvo delante de la mesa que ocupaban Specter y sus muy cotizados asesores legales.